España: retos y desafíos
El sistema bancario español se ha transformado por completo en la última década, pero los grandes interrogantes sobre su viabilidad y utilidad social no se han disipado.
La crisis bancaria que sufrió España tras el estallido de la crisis financiera modificó notablemente la estructura del sistema bancario español, integrado básicamente en la actualidad por un reducido número de entidades de considerable dimensión que operan bajo la forma jurídica de bancos. Especialmente intensa ha sido la transformación que ha registrado el subsector de las cajas de ahorros, compuesto únicamente por dos entidades de ámbito local y reducida dimensión (Ontinyent y Pollença). El resto, hasta alcanzar las 47 existentes en 2005, han sido absorbidas por los grandes bancos españoles o realizan su actividad financiera a través de un banco al que han cedido sus activos financieros.
Esta sensible disminución en el censo ha incrementado el grado de concentración del sistema bancario español hasta el punto de que a finales de 2019, antes pues de la absorción de Bankia por parte de Caixabank, las cinco entidades más grandes controlaban ya el 67,5% del mercado. Amén de hacer más compleja la gestión de unas hipotéticas dificultades en una de ellas, el cada vez mayor tamaño de las entidades bancarias españolas puede acabar dificultando la financiación de las pequeñas y medianas empresas, en la medida que puede generar una correlativa concentración de la oferta de crédito en los grandes clientes.
La necesidad de eliminar las duplicaciones generadas por las fusiones, los planes de adelgazamiento impuestos por la Comisión Europea a las entidades salvadas con fondos públicos y la pérdida de importancia de la red como canal de relación con la clientela explican, por su parte, el brutal ajuste que ha sufrido tanto la red como la plantilla de los bancos españoles. Entre 2008 y 2019 se cerraron 2.000 sucursales, la mitad de las existentes al principio de dicho periodo, y se eliminó un tercio (94.000) de los empleos.
Obligados por los reguladores, los bancos han incrementado de forma considerable en la última década tanto el volumen como la calidad de sus recursos propios. Debido básicamente a la misma razón, la presión ejercida por los reguladores, tienen mayores niveles de liquidez que en el pasado. No en vano han de cumplir el coeficiente del mismo nombre que les obliga a mantener activos líquidos por un importe equivalente como mínimo al 100% de sus obligaciones a corto plazo (30 días).
La mejora de la coyuntura económica y la venta de activos adjudicados han posibilitado, por su parte, reducir la tasa de morosidad hasta dejarla situada a finales de 2019 en el 4,8%, la más baja de los últimos 10 años. Ambos factores, junto con el crecimiento de los ingresos por comisiones, permitieron, a su vez, a los bancos españoles dejar atrás las pérdidas. Los niveles actuales de rentabilidad son, sin embargo, inferiores a los existentes con anterioridad al estallido de la crisis, ya que han desaparecido los factores estructurales que los posibilitaron (elevado nivel de apalancamiento, financiación abundante y barata en los mercados mayoristas y expectativas de revalorización de los activos inmobiliarios). No ha de extrañar,pues, que la valoración bursátil de los grandes bancos españoles se situara a finales de 2019 en mínimos.
Y llegó la pandemia
En esas estábamos cuando la pandemia obligó a decretar un parón casi total de la actividad económica. Por las razones apuntadas, la posición de partida de la banca española para hacer frente a esta crisis es mucho mejor que la que tenía en la anterior, en la que fue una parte significativa del problema. A diferencia de lo acaecido en aquella, en la que no hizo prácticamente nada hasta mediados de 2012, dos años después del inicio de los problemas con la deuda soberana, el BCE ha actuado con celeridad permitiendo ganar tiempo para hacer frente a la situación. La caída que registrará la economía en 2020 será, sin embargo, de tal magnitud que los problemas acabarán surgiendo con fuerza, y no se puede descartar que un buen número de entidades (las más expuestas a los sectores más perjudicados por el parón económico, como el hotelero y el energético) acaben el ejercicio en pérdidas.
La covid-19 va a suponer también el mantenimiento durante más tiempo del previsto de los tipos de interés en los niveles tan reducidos en los que se encuentran. Establecida por el BCE tras el estallido de la crisis financiera, dicha política de tipos bajos permitió a las entidades bancarias obtener elevadas plusvalías en sus carteras de renta fija, aumentar los ingresos en comisiones (ya que incentivó el desplazamiento del ahorro hacia fondos de inversión) y reducir doblemente (recuperación de la economía y caída de los costes financieros a soportar por los prestatarios) la morosidad. Su continuidad en el tiempo presiona, sin embargo, a la baja el margen de intereses de la banca, ya que, entre otras razones, es complicado trasladar a los depositantes los tipos de interés negativos que soportan por colocar en el BCE sus excedentes de liquidez.
Superada la crisis del coronavirus, los bancos españoles tendrán que volver a centrar sus esfuerzos en resolver los dos grandes retos que tenían sobre la mesa antes del estallido de la pandemia. El primero no es otro que mejorar su imagen reputacional, situada con razón en mínimos históricos dado el ingente volumen de recursos públicos que fue preciso movilizar para evitar la quiebra del sistema, los abusos cometidos en la comercialización de algunos productos (como la deuda subordinada y las participaciones preferentes) y las conductas poco edificantes que siguieron algunos altos cargos.
La imagen reputacional está en mínimos históricos
El segundo es hacer frente al nuevo marco internacional de la actividad bancaria como consecuencia de la coincidencia de tres factores interrelacionados: el progreso tecnológico (digitalización, robótica, inteligencia artificial, big data, etc.), cambios en el marco regulador y también en las preferencias de los consumidores. En la medida en que disminuyen las barreras de acceso al sector, los costes de búsqueda de los usuarios y los asociados al cambio de proveedor, se diluyen las ventajas competitivas de que disponían los bancos tradicionales, obligándoles a abrazar la disrupción digital; esto es, a dotarse de la estructura, las aplicaciones y el personal con el talento necesario para poder competir en ese nuevo marco; más aún si las grandes empresas tecnológicas, las llamadas bigtech, acaban entrando en el sector financiero. A diferencia de las fintech, en su mayoría pequeñas, poco conocidas y con una estructura de capital muy apalancada, estas últimas lo tienen todo —la tecnología, el capital humano, los recursos financieros y una marca conocida— para poder desempeñar un papel activo en el mundo poscovid. Es verdad también que para tener dicho papel deberían aceptar, cosa que han rechazado hasta la fecha, quedar sometidos a una estricta regulación y supervisión.
En suma, los bancos españoles tienen ante sí retos mayúsculos y está por ver que todos ellos logren superarlos. Para algunos analistas, los bancos tradicionales están condenados a desaparecer, ya que otros agentes serán capaces de cubrir de forma más eficiente todas las necesidades financieras de la sociedad. Para otros, menos radicales, las entidades de crédito minoristas tendrán que optar por un determinado modelo de negocio: unos, los mejores, podrán seguir siendo proveedores universales de servicios a través de sus canales propios; otros proporcionarán la infraestructura necesaria para comercializar productos desarrollados por terceros más eficientes, y el resto se limitará a suministrar a plataformas para comercializar productos y servicios financieros de carácter básico. Son tiempos de cambio para el sector.