Necesitábamos otra reforma
Profesor del Centro de Estudios Monetarios y Financieros (CEMFI)
La antigua CNC pasó de ejemplo que seguir a ser engullida por un organismo que encarna los problemas que debía resolver.
En los años ochenta se inició el proceso de liberalización de muchos mercados que hasta entonces estaban controlados por los Gobiernos. Algunos países, como por ejemplo Reino Unido, privatizaron las empresas de telecomunicaciones, la energía o el transporte ferroviario y se liberalizaron sus mercados debido a una combinación de necesidades presupuestarias y a la convicción de que la iniciativa privada los gestionaría mejor. España se sumó a esta tendencia en los años noventa, pero principalmente en los mercados energéticos y de las telecomunicaciones.
Este nuevo paradigma requería diseñar reglas que hicieran que las empresas entraran en mercados en los que las inversiones tenían altos costes y donde la competencia podía hacer muy difícil recuperarlos. Por ello, la competencia se limitó a áreas en las que los costes de inversión eran asumibles y se reguló el acceso de las nuevas empresas a las infraestructuras que los antiguos monopolios poseían. El diseño de las reglas de estos mercados debía recaer en organismos reguladores independientes, cuya tarea sería técnica, aislando a las empresas que invertían en estos mercados de los vaivenes políticos. Resultado de este proceso fue la creación de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (CMT) en 1996 y la Comisión del Mercado de la Energía (CNE) en 1998.
La evaluación del proceso de liberalización, sin embargo, arrojaba en 2012 luces, pero sobre todo muchas sombras. En el mercado de las telecomunicaciones, la liberalización había permitido la entrada de muchas empresas, y aunque la competencia había erosionado la cuota de mercado del antiguo monopolio, los precios eran aún altos en comparación con los del resto de países europeos. El balance del mercado de la energía era aún peor. Había acumulado multitud de desequilibrios que requerían grandes cambios. Desastres como el déficit de tarifa se habían originado por la intervención política en la fijación de los precios a los consumidores que nada tenían que ver con los costes del sistema. El exceso de capacidad y las primas prometidas por el Gobierno a los inversores en plantas de energía solar, además de otras regulaciones que encarecían unos precios que eran además de los más altos de Europa, amenazaban con hundir el sistema.
Gran parte de estos desequilibrios estaban relacionados con el imperfecto funcionamiento de los organismos reguladores. Sus consejeros eran escogidos por los partidos, a menudo por criterios de afinidad política y no por sus conocimientos sobre el mercado. Esta falta de independencia del poder político, unida a sus limitadas competencias, reducía la capacidad para imponer reglas de funcionamiento creíbles y además, como en el caso de la energía, hacer que los consumidores pudieran percibir el coste sobre su factura que iban a tener los subsidios adoptados por el Gobierno, además de otras medidas, como su intervención en los procesos de fusión en el sector. Por otro lado, la falta de especialización de los consejeros en el mercado facilitaba la influencia de las empresas del sector, que podían convencer a los reguladores de las bondades de las medidas que les beneficiaban, aunque eso no redundara siempre en el interés del consumidor.
Aunque esos problemas eran el motivo principal para emprender la reforma de los organismos reguladores, la decisión de extender el proceso de liberalización a otros mercados planteaba nuevos retos. El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero planeó para mercados como el aéreo la creación de nuevos organismos con funciones que habrían podido ser asumidas por alguno de los reguladores existentes debido a los solapamientos entre mercados o de los conocimientos necesarios.
Muchos problemas que sufre el consumidor se dan por el regulador
La liberalización arrojaba luces, pero sobre todo sombras
Rajoy justificó la reforma con un dudoso ahorro y sin consultar
Durante estos años, en España experimentábamos los resultados de un proceso similar de reforma en un ámbito muy distinto, como es el de las autoridades de política de competencia. En el año 1989 se crearon el Tribunal y el Servicio de Defensa de la Competencia, cuyo objetivo era velar por la libre competencia en todos los mercados. Con casi veinte años de experiencia, en 2007, y después de un amplio período de consultas, se elaboró un libro blanco sobre su reforma y, aprendiendo de organismos de otros países que eran una referencia de funcionamiento, se creó la Comisión Nacional de la Competencia (CNC). La reforma solventó problemas parecidos a los que aquejaban a los reguladores sectoriales. Así, se optó decididamente por profundizar en la independencia del poder político y en la profesionalización de la gestión. Los frutos de esta reforma fueron inmediatos y otorgaron a esta institución una notable reputación internacional, a la vez que se convirtió en un fiscalizador de la actividad del Gobierno denunciando las medidas que podían ser nocivas para la competencia y el interés de los consumidores.
COPIAR LO QUE FUNCIONABA, O AL REVÉS
En 2012, muchas voces planteaban la necesidad de reformar el funcionamiento de los organismos reguladores, y la experiencia de la CNC se erigía como el plan que seguir para la reforma de los organismos reguladores en España. Se trataba de copiar las experiencias que funcionaban, agrupar los organismos de acuerdo con los mercados que fueran su cometido y blindar su independencia del poder político.
Desgraciadamente, la reforma de los organismos reguladores emprendida por el Gobierno de Mariano Rajoy apostó justo por lo contrario. Con la justificación de un dudoso ahorro presupuestario y sin consulta alguna, se creó en 2013 la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) como un macrorregulador de todos los mercados, englobando así a la CMT, la CNE y otros organismos que se iban a crear para regular mercados como el postal o el aeroportuario. En el proceso se recortaron aún más las competencias del regulador, pero de manera tan arbitraria que la CNMC ahora tiene ciertas competencias en algunos mercados, pero no en otros.
Además, en una decisión inexplicable y sin precedentes internacionales se integró a la recién creada autoridad de política de competencia, la CNC, en ese nuevo organismo, y se recortaron también sus competencias. Resulta que las autoridades de competencia y los reguladores sectoriales llevan a cabo tareas muy distintas y, por tanto, no existen ventajas de mantenerlos juntos y sí inconvenientes. Por un lado, es difícil encontrar a consejeros que sean expertos en todos los ámbitos (lo cual no excusa la decisión de nombrar consejeros afines al Gobierno y sin experiencia en ninguno de los ámbitos). Por otro, mantener dos organismos diferentes a cargo de un mismo mercado permite mejorar la supervisión y reducir el riesgo de captura por parte de las empresas.
El balance de la reforma no puede ser más negativo. Se profundizó en la falta de independencia de los reguladores y en el mal diseño institucional e irónicamente, la CNC pasó de ejemplo que seguir a ser engullida por un organismo que encarna todos los problemas que la reforma debía resolver.