¿Quién paga la nota?
El mundo digital altera el circuito de financiación del sector musical en beneficio de los gigantes de la red y las plataformas de internet, en detrimento de los artistas
ILUSTRACIÓN: PERICO PASTOR
Estamos ante uno de los miles de títulos a los que podemos acceder mediante la pantalla de un teléfono o de un ordenador. Basta con clicar. A través de los auriculares se eleva, para unos, la voz de Adèle; para otros, el piano de Lang Lang, o los instrumentos de un grupo de música electrónica... ¿Qué damos a cambio? Casi nada, si queremos. Sólo tendremos que sufrir una publicidad de vez en cuando si la melodía está disponible en YouTube o en algunas plataformas de descarga. No siempre ha sido así. Durante mucho tiempo, la música capturada en discos desde la invención del fonógrafo en el siglo XIX sólo podía liberarse a cambio de dinero contante y sonante. Uno pagaba su álbum en la tienda de discos, lo mismo que se paga una entrada para un concierto. Con la llegada del mundo digital, todo ha cambiado. A partir de un sencillo fichero, se pueden copiar millones de otros sin perder calidad sonora. ¿Por qué seguir pagando los CD? ¿Por qué pagar, simplemente?
UN PRODUCTO DE PROMOCIÓN
En el caso de los CD, el tema no está aún cerrado, pero no pinta bien. En quince años, la cifra de negocios de los sellos y casas discográficas ha bajado un 46% (1). Por el contrario, los conciertos funcionan bien, incluso cada vez mejor. A escala mundial, representaban en 2013 una cifra de negocios de 25.000 millones de dólares en 2013 frente a 15.000 millones para el sector del disco. Por ello, las majors de la música grabada (Universal Music, Sony Music, Entertainment y Warner Music), que desempeñan para los autores (compositores, letristas...) el papel de editor y productor al permitir que sus obras se transformen en álbumes, diversifican sus actividades. Entran en el sector de los conciertos y concentran su inversión en las estrellas.
Por el contrario, los músicos que aún no son famosos producen sus discos ellos mismos, con la esperanza de llamar la atención de algún gran sello.
Gracias a esa diversificación y a la importancia de sus catálogos, las majors siguen en el meollo, pero ahora están echando un pulso con otros actores a la hora de repartirse el valor creado en la economía digital a partir de la música, con plataformas especializadas en la música digital, como Spotify y Deezer. Pero también con actores externos al sector tales como los gigantes de Internet, como Google, propietaria de YouTube, o Apple, con su iphone y sus servicios (itunes, Apple Music). Para estos últimos, la música es a menudo más un producto de promoción gratuito que les permite captar ingresos por publicidad y datos sobre los usuarios, o vender material y servicios en línea.
DERECHOS DE AUTOR ALTERADOS
Todo ello tiene consecuencias directas sobre los derechos de autor; es decir, sobre la remuneración que perciben aquellos que están en el origen de la música. Esos derechos afectan a los autores propiamente dichos, pero también a los productores y los intérpretes a través de la categoría denominada de “derechos afines o conexos”. En el caso de la música grabada en un CD o en un fichero digital, los derechos de autor se califican como “derechos de reproducción mecánica”. Cuando una major o un sello independiente firma un contrato con un artista para producir y/o difundir su álbum, acuerda el porcentaje de esos derechos que el músico percibirá sobre las ventas. Ese porcentaje no es público y es muy variable. Una estrella puede exigir un porcentaje elevado. A un debutante le impondrán un porcentaje mucho más bajo.
Pero ahora el disco se ha hundido y la música se escucha a través de archivos digitales. A finales de 1990, cuando apareció el formato MP3, las majors intentaron impedir la libre circulación de sus producciones. Pero luego se desarrollaron las plataformas (ilegales) de intercambio peer to peer (de igual a igual). A esas plataformas, combatidas por los poderes públicos, sucedieron ofertas legales de mejor calidad técnica que dieron el tono en lo que a precios se refiere. Algunas son gratuitas (con interrupciones por publicidad), otras de pago (se ofrece una suscripción para el acceso ilimitado a un catálogo), y a veces una misma plataforma ofrece las dos fórmulas a los clientes. Pero si bien las plataformas han servido durante mucho tiempo para descargar archivos, lo que hoy se está desarrollando más es escuchar la música en streaming (descarga continua).
COBRAR LAS DEUDAS
El problema para las casas discográficas reside en cómo recuperar lo que se les debe y lo que, a través de ellas, se debe a los autores. Con el poder que les da su peso, las grandes discográficas han adoptado, en esencia, dos métodos. El primero consiste en firmar contratos en virtud de los cuales las plataformas de descargas les dan un anticipo por la utilización de sus catálogos que, posteriormente, regularizan en función de los títulos consultados. Pero esos contratos, y en concreto el importe del anticipo, no son conocidos. Ni por el gran público ni por los autores e intérpretes de las músicas de los catálogos de las majors , y a los que éstas pagan derechos en función del número de consultas de su obra en la plataforma.
Las ‘majors’ cobran a las plataformas un anticipo o entran en su capital
YouTube paga 0,00175$ por ‘stream’ al autor y Spotify, 0,00521$
El segundo método utilizado por las majors es hacerse con un porcentaje del capital de las plataformas. Así se hacen con un patrimonio ligado a la producción musical, pero sus autores no sacan ningún beneficio directo. Para las discográficas, se trata de una inversión a largo plazo pues, a pesar del satisfactorio volumen de su clientela, las plataformas aún no son rentables. En este mundo digital en el que, generalmente, son uno o dos gigantes los que, como Facebook, terminan por adquirir una posición dominante en el mercado; es mejor, sin embargo, ser accionista de una plataforma que puede llegar a ser mañana el número uno que arriesgarse a quedarse fuera.
AVARICIA A LA HORA DE COMPARTIR
Además, no sólo las plataformas difunden música masivamente. También están los gigantes de la red, como YouTube. Éstos, desde la altura que les proporciona su potencia y en nombre de su gratuidad, son mucho más avaros a la hora de compartir sus gigantescas ganancias. Hoy, YouTube pagaría 0,00175 dólares por stream a los poseedores de los derechos de autor, frente a 0,00521 dólares en el caso de Spotify y 0,00754 dólares en el de Deezer (2). Un dinero con el que no podrán vivir los artistas de mañana a no ser que muchos usuarios terminen por pasarse de las ofertas gratuitas a las de pago. Una apuesta arriesgada en un universo, técnico y comercial, tan cambiante y competitivo como el digital.
En semejante panorama, las majors van saliendo adelante hoy gracias a la amplitud de sus catálogos, imprescindibles para quienes difunden música en Internet. Pero los sellos independientes lo están pasando mal. Respecto a los músicos, si la música grabada termina siendo gratuita podrían volver al pasado... a antes de que se inventaran los discos, cuando tenían que contentarse con los escenarios para vivir.
(1). Según las tarifas facilitadas por un sello independiente a un blog estadounidense: http://lc.cx/bTM.