¿Y si ya nos hemos entendido?
Catedrático de la UB y miembro del Consell per a la Transició Nacional
Aunque a algunos les resulte doloroso, ya sabemos que no va a ser posible ponernos de acuerdo. no es tan grave.
PUENTE AÉREO Un avión de Iberia despega del aeropuerto de El Prat. FOTO: Edu Bayer
Me pide el amigo Andreu Missé que colabore en una sección especial sobre el lío catalán. Se trata de que la sección sea plural, así que una de las plumas que podría representar la posición independentista es la mía. Es un poco problemático, pues me tengo más por soberanista (el futuro de Catalunya tienen que decidirlo los catalanes) que por independentista (la independencia es necesariamente el futuro de Catalunya). Esto, junto al poco tiempo disponible, me inclinaban al NO…, pero una frase de Andreu (además de su bonhomía) resultó definitiva para aceptar el compromiso: “Creo que todavía podemos entendernos” (referido a Catalunya y España). Todo un reto, porque en mi opinión ya hace tiempo que nos hemos entendido, y sabemos que no va a ser posible ponernos de acuerdo porque hay una contradicción básica irresoluble: la preferencia por un Estado uninacional frente a la preferencia por un Estado plurinacional. La cuestión está ahora en si alguien domina al otro (¿por desistimiento?) o buscamos una forma diferente de organizarnos.
Para profundizar en la discusión sobre esas opciones es necesario aparcar algunos de los fenómenos más vistosos que ha generado el debate sobre el lío catalán. Primero, el revival metodológico de tanto intelectual formado en los años sesenta y setenta en doctrinas totalitarias (comunismo doctrinario y tardofalangismo). El pensador totalitario ha aprendido a atribuir su condición minoritaria a la manipulación de masas o a perversiones ajenas. De ahí que los sucesivos datos que sugieren que una mayoría de catalanes es favorable a un Estado independiente sean contestados por los ayatolás del debate territorial excomulgando a los que piensan diferente. Igual que quienes administraban los dogmas en la década de los setenta excomulgaban al disidente. Deberían saber que esto tiene efecto escaso entre quienes nos formamos a partir de los ochenta porque somos más relativistas y no creemos en paraísos ni en infiernos.
Hay una contradicción irresoluble entre un Estado uninacional y otro plurinacional
El Estado español ni siente ni vive como propios los problemas de Catalunya
Segundo, en España, Platón (el mito) gana por goleada a Aristóteles (la materia). Los guardianes de la ortodoxia estatista atribuyen a la insolidaridad el apoyo a la independencia de Catalunya, pues pretende romper ese Estado que es la vasija inmutable que moldeó la nación (para el nacionalista banal, el Estado crea la nación), y dentro del cual se ejerce la redistribución. ¿Redistribución? Cualquier visita a los índices sintéticos de cohesión social nos dicen lo que ya sabíamos: los Estados nación clásicos como España y Francia han sido muy incompetentes en lograr cohesión social. Es fácil de entender, si recordamos que los partidos que articulan las instituciones españolas consideran el súmmum de la igualdad entre españoles el igual acceso al AVE para llegar a la capital política. Literal.
Displicencia
Con menos superioridad moral y displicencia hacia el disidente nos habríamos ahorrado esas entrañables columnas de prensa que argumentan lo casual que es que coincidan contra la independencia la izquierda consistente y el establishment económico y social en Catalunya (el Puente Aéreo, vaya), si bastaba con conservar alguna brizna de materialismo analítico para prever que la defensa del statu quo aunaría a quienes se benefician del mismo. Es que para algunos debe de ser muy estresante descubrir que el apoyo a la independencia crece con la autoubicación a la izquierda del personal. Es lo que tiene el analizar fenómenos del siglo XXI con categorías estacionarias de la década de los setenta.
Rebobinemos: tener una conversación provechosa exige admitir que no estamos en una película de buenos y malos, sino ante unos dilemas que combinan factores muy diversos (sociales, económicos, culturales…), ante los que cualquier posición es legítima; incluso las posiciones basadas en motivos identitarios. Al fin, la motivación identitaria es el doble (el doble) de frecuente entre quienes dicen oponerse a la independencia que entre quienes dicen estar a favor. Por mi parte, solo puedo añadir que para muchos catalanes el Estado español ni siente ni vive como propios sus problemas económicos, culturales y de oportunidades de futuro. Quien comparta esta premisa llega con facilidad a la consecuencia de que carece de sentido que las instituciones estatales decidan sobre problemas que no viven como propios. El interesado puede encontrar mayor desarrollo argumental y empírico en Anatomía de un desencuentro (Destino, 2013).
Sería bueno adoptar un enfoque más práctico. Primero, situarnos ante el dilema de si existe tal cosa que pueda llamarse Catalunya y, por tanto, tal cosa que pueda llamarse relación entre Catalunya y España. Desde luego, la gran mayoría de los españoles lo percibe así, y actúa en consecuencia…pero una forma de soslayar el problema es negarlo institucionalmente. De aceptarlo, caería el mito de que el Estado debe ser igual a la nación, nacionalismo en estado puro. Si, por el contrario, se reconoce institucionalmente lo que la mayoría de españoles perciben —la pluralidad nacional—, toca dirigirnos al problema sustantivo: ¿cómo se organiza el Estado para reflejarla? Es en este terreno en el que existen dos ingredientes que vienen a determinar las posiciones: la subsistencia de confianza en que intentarlo otra vez de la misma forma vaya a dar mejores resultados, y la lealtad hacia la forma institucional Estado español. Esta aproximación no resultará extraña a los familiarizados con Salida, voz y lealtad, de Albert Hirschman (1970).
En lo que a mí respecta, no me queda confianza en que España abandone una forma de Estado, la uninacional, que es preferida muy mayoritariamente. De hecho, he entendido que una organización del poder vertical y jerárquica —en que las instituciones centrales tienen la última palabra sobre todo, y en todo el territorio— proporciona mayor sensación de seguridad y certidumbre a unas élites y a una sociedad acogotadas, como todas, por la inseguridad que ha traído la globalización y las restricciones a la soberanía impuestas por la UE. Lo que quede del federalismo transformador debería reflexionar sobre la pertinencia de exigir tal cambio a la sociedad española. Al fin y al cabo, como advierte Amos Oz en How to cure a fanatic (Princeton U. Press, 2002, p. 57): “La esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a otra gente a que cambie”.
Ciudadanos o súbditos
Toca ya terminar. Creo que ya nos hemos entendido. Hemos entendido que compatibilizar esas respectivas pretensiones es terriblemente difícil —acaso imposible—, y que abundar en malentendidos y confusiones solo consigue impedir que tengamos instrumentos estatales eficaces al servicio de ciudadanos, en lugar de aposentados sobre súbditos. Creo que hacen bien perseverando en el intento quienes creen que aún son posibles arreglos satisfactorios sobre las mismas bases de antes. Aunque no puedo evitar que esto me evoque las reflexiones sobre la sublimación del pasado que nos legó Paul Watzlawick, psicólogo y filósofo de Stanford, en su El arte de amargarse la vida (1983, Herder, 1984, pp. 26-27).
“Otro ejemplo [de sublimación del pasado] podría ser el dolor intenso por la rotura de una relación amorosa. Resista usted a lo que le insinúen su razón, su memoria y sus amigos bienintencionados que quieren meterle en la cabeza que dicha relación ya hacía tiempo que estaba quebrada sin remedio, y que usted mismo se preguntaba con frecuencia a regañadientes cómo lo haría para salirse de aquel infierno. Simplemente, no dé crédito a quienes le dicen que la separación es con mucho un mal menor. Convénzase más bien por enésima vez de que un nuevo arreglo serio y sincero constituiría esta vez el éxito ideal. (Sin duda, no lo será). Déjese guiar, además, por la siguiente reflexión eminentemente lógica: si la pérdida del ser querido es tan infernalmente dolorosa, qué delicia celestial no será el nuevo encuentro. Apártese de todos sus amigos, quédese en casa junto al teléfono, a fin de que, si sonara su hora afortunada, esté usted disponible de inmediato y del todo”.