Comercio o proteccionismo
El control democrático europeo sobre el TTIP (Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones, por sus siglas en inglés) es absoluto; otra cosa es la pretensión de los grupos de presión empresariales.
Costará enormes esfuerzos que el nuevo Tratado Comercial Unión Europea-Estados Unidos llegue a buen puerto, si es que llega. A principios de mayo, Greenpeace aireó el documento de 248 páginas que contenía las pretensiones negociadoras norteamericanas —orientadas a rebajar los estándares medioambientales, laborales y sanitarios europeos—, y revelaba el alto protagonismo de los grupos de presión empresariales. Colocaba así una bomba de relojería mediática bajo la mesa de negociación del TTIP.
Filtración de Greenpeace
Será muy difícil que el texto esté listo para la firma (y desde luego no lo estará para su rúbrica) dentro del mandato del actual presidente, Barack Obama; después, todo puede ser aún más difícil. El impacto de la filtración de Greenpace fue inmediato. El Gobierno francés, entre otros, mostró sus recelos ante el proyecto. Y buena parte de la opinión pública, macerada por una ágil y perseverante campaña contestataria, cerró filas en contra.
En realidad, esa contestación resulta casi impermeable a los avances y garantías ofrecidos por los negociadores europeos y por quien al final deberá ratificar el pacto, el Parlamento Europeo (además de los nacionales): compromiso de no rebajar estándares, transparencia sobre las posiciones negociadoras de la Comisión, acuerdo de aceptar sólo un mecanismo de resolución de conflictos público y con jueces públicos…
La movilización contra el tratado denota malestar de fondo
La aguerrida movilización contra el TTIP sintoniza con un malestar de fondo. Desde luego, con un antiamericanismo ambiental, diseminado tanto entre los jóvenes rebeldes izquierdistas como imperante desde los populismos soberanistas de cuño xenófobo y ultraderechista. Enlaza también con las agresiones sociales de una globalización asimétrica, eficaz en lo económico-financiero, inane en lo fiscal y descompensada en sus efectos sociales, al no haber reequilibrado las posiciones de los sectores económicos y sociales perdedores (deslocalizaciones, desempleo relevante según ubicaciones sectoriales, erosión del Estado de bienestar). Y corre paralela a un proteccionismo creciente e inquietante: el último informe de la Organización Mundial del Comercio indica que de octubre de 2015 a mayo de 2016, se han implantado en el mundo medidas proteccionistas a razón de cinco por semana, la velocidad más alta desde el año 2008.
De modo que TTIP corre el riesgo cierto de convertirse en catalizador de ese estado de espíritu, en chivo expiatorio de todos los reveses, en pagano de todas las facturas pendientes.
Sin embargo, una amplia mayoría de ciudadanos europeos sigue respaldando su negociación: el 53%, contra el 32% que lo denigra, según el Eurobarómetro.
Quizá eso sea así por la creciente percepción de que la tendencia al desplazamiento del centro económico mundial desde el Atlántico hacia el Pacífico, desde Europa hacia el Extremo Oriente, es ya hoy más que un indicio, es una realidad. En consecuencia, geoeconómicamente, o la UE compensa la desviación de prioridades de EE UU hacia Asia, asentada aún más desde la firma del Acuerdo Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés), mediante el estrechamiento de sus lazos con Washington, o quedará relegada a los márgenes de los nuevos ejes del crecimiento y de riqueza mundiales.
Efectos económicos
Además, todos los estudios económicos sobre el TTIP calculan que sus efectos económicos serán muy apreciables, tanto más en la UE que en EE UU. Naturalmente que pueden y deben discutirse, pero desde los informes pioneros del Centre for Economic Policy Research (“Reducing Transatlantic Barriers”) o de la Fundación Bertelsmann (“TTIP, who benefits from a trade deal?”), calculan que el aumento del PIB europeo podría acercarse al 1%. Los más beneficiados serán los países con mayor capacidad de entrada en el mercado norteamericano; los que disponen de un sólido sector agroalimentario; los que mantienen manufacturas tradicionales; y aquellos en que las pymes (y no las grandes multinacionales) exhiben mayor peso. No es de extrañar, pues, que España fuese, según esas estimaciones, uno de los más favorecidos.
Además, algunas objeciones de peso al formato y contenido de la negociación —su mejorable transparencia y su control democrático— se han ido disipando por parte europea. La transparencia de las posiciones de Bruselas es, desde que asumió la cartera la comisaria sueca Cecilia Malström, prácticamente total: el mandato negociador del Consejo a la Comisión es público; lo es su posición ante cada nueva ronda; el Parlamento accede a todos los detalles, y el control democrático se ha afianzado. Las recomendaciones de la Eurocámara a la Comisión de hace un año (sobre sectores excluidos; sobre el mecanismo público de resolución de conflictos; sobre mantenimiento de estándares) operan con precisión. Se han convertido en un mandato complementario porque al final, quien tendrá la llave de la ratificación en bloque del acuerdo (o su rechazo) será el propio Parlamento, acompañado de los nacionales (pues el acuerdo versa sobre asuntos no únicamente comerciales, sino sobre reglas e inversiones). ¿Acaso hay otro control democrático posible?