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El ángulo muerto de la ciencia económica

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Pertenece a la revista
Noviembre 2021 / 96

Fotografía
Syed Zakir Hossain

Origen
Greenpeace

Los escasos artículos de economistas sobre el clima reflejan el desinterés de la profesión y sus dificultades para comprender las interacciones entre economía y entorno.

Mientras la crisis climática y medioambiental  centra el debate público y encabeza la lista de preocupaciones de la ciudadanía, los economistas continúan mostrando hacia ella un desinterés asombroso. 

Este desinterés se constata en el seno mismo de la profesión: según un estudio desolador de Andrew Oswald y Nicholas Stern de 2019, no se ha publicado ni un solo artículo sobre la cuestión en el Quarterly Journal of Economics, la revista más citada en la profesión, y el clima solo representa el 0,07% de los artículos incluidos en una selección de las publicaciones consideradas más influyentes.

¿A qué se debe esta situación?

Para ambos autores, el problema tiene que ver, por una parte, con la tiranía de las revistas, que bloquea la investigación académica y focaliza la energía de los investigadores en los temas que tienen mayores probabilidades de ser aceptados en las publicaciones mencionadas. Es un círculo vicioso: el hecho de que muy pocos economistas trabajen sobre el cambio climático se traduce en un número muy escaso de citas, lo que tampoco incentiva al resto a trabajar sobre la cuestión.

La segunda razón que mencionan los autores es de fondo: los trabajos de los economistas son demasiado reduccionistas. En efecto, integran poco retos como la desigualdad y la redistribución, cuya importancia se hizo del todo visible durante el movimiento de los chalecos amarillos en Francia, que comenzó a raíz del aumento de un impuesto sobre el consumo de productos energéticos. 

Manifestación de los chalecos amarillos franceses, cuya protesta comenzó con el aumento de un impuesto sobre el consumo de productos energéticos. Fotografía: Amelie P.

En términos más generales, sus trabajos tampoco integran lo bastante cuestiones de la llamada “economía política” —bajo qué condiciones se adopta y se acepta una reforma— ni la filosofía, en particular cuando se trata de poner en valor la naturaleza y el bienestar de las futuras generaciones.

Esta visión reduccionista se amplifica debido a su pretensión de objetividad, como si el cálculo económico ofreciera un punto de vista neutral con relación a las controversias y los conflictos normativos que subyacen a cualquier decisión política: ya no habría que publicar gran cosa sobre el tema, visto que la solución óptima —una tasa sobre el carbono mundial— ha sido diseñada por los economistas. Por esta razón, la contribución al debate público de los economistas solo puede ser limitada. 

La preservación de los recursos naturales está condenada por "el sistema de representación convencional de nuestras posesiones e intercambios, resultado de la contabilidad y el dinero. Confundimos realidades (los recursos) con símbolos o convenciones (los precios). No vemos que el dinero en sí no es la riqueza material, pese a que este sirva de criterio o de estándar de dicha riqueza"

Estas explicaciones pueden parecer hoy objeto de consenso, al menos relativamente —las suscriben incluso economistas muy reconocidos—y podemos felicitarnos por ello, puesto que no siempre fue así en el pasado. Sin embargo, tampoco se formulan preguntas, o en todo caso no lo suficiente, sobre el modo en que las cuestiones medioambientales son abordadas por la disciplina económica. Van al fondo de la manera en que los economistas interpretan —mal— las interacciones entre economía y medio ambiente. Como observaron, por ejemplo, Jean-Marc Jancovici y Alain Grandjean, la preservación de los recursos naturales está condenada por “el sistema de representación convencional de nuestras posesiones y nuestros intercambios, resultado de la contabilidad y el dinero (…). Confundimos todo el tiempo realidades (los recursos), con símbolos o convenciones (los precios). No vemos que el dinero en sí no es, obviamente, la riqueza material, pese a que este sirva de criterio o de estándar de dicha riqueza” (1).

Al partir del indicador monetario como única forma de medir la riqueza, la economía estándar se esfuerza por incorporar la naturaleza en la disciplina bajo la forma del “capital natural”, lo que supone traducir realidades físicas en realidades monetarias, como en el caso del “coste del cambio climático”: este coste se evalúa en variaciones del producto onterior bruto (PIB).

No obstante, esta traducción en dinero es todo menos neutral. Tomemos el ejemplo  más evidente: las variaciones del PIB son reversibles por definición —las pérdidas hoy pueden ser compensadas mañana—, mientras que fenómenos como el cambio climático no lo son. 

Subestimar la crisis climática

El economista Antonin Pottier muestra en su libro Comment les économistes réchauffent la planète (Cómo los economistas calientan el planeta) la manera en que el mentado reducionismo lleva a los economistas a subestimar los efectos del calentamiento global: el propio británico Nicholas Stern recomienda estabilizar las emisiones muy por encima del  umbral de los 2 °C  en un informe encargado en 2006 por el Ministerio de Finanzas del Reino Unido.  Y su propuesta es más ambiciosa que la de William Nordhaus, premio Nobel de Economía en 2018, que…  ¡sitúa el calentamiento óptimo alrededor de los de 3,5 °C! 

Estos economistas son muy conscientes del desajuste entre sus trabajos y las recomendaciones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre la evolución del Clima (IPCC), pero son los resultados que obtienen, lo que produce un discurso económico, en el mejor de los casos, inutilizable.

Ello plantea el desafío de poner una distancia crítica respecto de las teorías económicas empleadas, y el reto de abrir un auténtico diálogo entre economistas, investigadores y otros representantes de las ciencias sociales, especialistas en ciencias naturales e ingenieros. Aún estamos lejos de ello.

 (1)  C’est maintenant ! : 3 ans pour sauver le monde (Seuil, 2010).