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Propuesta 26 // Imponer una tasa al carbono gradual y global

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Octubre 2019 / 7

La fiscalidad es un instrumento imprescindible, entre otros, para favorecer el uso de tecnologías limpias y para penalizar el uso de los combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas). Incide claramente en los hábitos de consumo, aunque debe introducirse con tacto y de forma progresiva para que no perjudique a las capas sociales con menos recursos. La imposición de una tasa global sobre el carbono —que supone gravar cada equipo, medio de transporte, aparato y combustible en función de las emisiones de CO2 que genere, con una tasa que afectara a todos los usos finales de energía, en sustitución de multitud de tasas a veces contradictorias y no siempre con motivación ambiental— es una idea que suscita consenso entre los economistas ambientales, como vía más rápida y eficaz de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero que aceleran el cambio climático. 

La clave reside en si puede ser realmente global, para evitar pérdidas de competitividad negativas para la población y para las empresas , un debate similar al que suscita la Tasa Tobin, por ejemplo. Pero ello no puede ser pretexto para no actuar, y más en España, uno de los países que menos ha explotado la fiscalidad ambiental, pues la recaudación por este concepto no supera el 1,6% de la recaudación total, por debajo de la media europea, según Eurostat. Bruselas ha subrayado esa carencia, que en ámbitos autonómicos y locales se ha intentado suplir mediante tasas dispares que gravan distintos conceptos, con afán recaudatorio. 

La implantación de un impuesto al CO2 estatal, sin esperar a que se adopten medidas a escala comunitaria y global, sería una señal clara, como la que han adoptado países como Suecia, que ha logrado recaudar más y reducir emisiones tóxicas.

Decidir cuál es el precio adecuado del carbono y cómo aplicar el impuesto para no perjudicar a las personas de menos recursos es el reto. El caso de Canadá es especialmente interesante. El 1 de abril de 2019 estableció impuestos al carbono en cuatro provincias que carecían de sus propios planes climáticos. En Canadá, se grava gradualmente (primero 15 dólares; en 2022, 40 dólares) la tonelada de carbono y se espera recaudar con ello 10.000 millones de dólares. La tasa la pagan los distribuidores, que repercuten el coste a los consumidores… pero el Gobierno a través de la devolución de Hacienda reembolsa a las familias. Las que gastan menos energía acaban recibiendo más de lo que pagaron y las que gastan más energía perciben menos de lo que pagaron. 

Hace unos meses, un grupo de expresidentes de la Reserva Federal y 27 Premios Nobel de Economía más otros economistas propusieron un impuesto de este tipo en una carta publicada en The Wall Street Journal (TWSJ). Su propuesta, llamada Carbon Fee & Dividend, consiste en devolver a la ciudadanía un 100% de lo recaudado, mediante cheques con dinero recaudado por el impuesto. El sistema arranca con un cargo reducido (40 dólares por tonelada de CO2) que recauda más de quienes más contaminan. Pero con todo lo recaudado se reparte por tarifa plana (unos  2.000 dólares por familia y año). Quienes contaminan poco pagan poco y reciben un cheque con más dinero. Los que contaminan mucho, lo contrario. Pero al cabo de un tiempo, el impuesto sube gradualmente, hasta que los que más contaminan cambian de hábitos, de coche o buscan otro modo de fabricar. 

Hasta 40 países han adoptado alguna modalidad de precio al uso del carbono, con impuestos directos sobre combustibles fósiles o mediante programas de límites e intercambio de derechos de emisiones. Son muy variados. Reino Unido introdujo un impuesto al carbono en 2013, por ejemplo, y, según The New York Times, ha logrado el nivel más bajo de emisiones desde 1890. Francia y Australia han intentado mover ficha con la fiscalidad, pero han topado con los electores. 

La Unión Europea, donde cuesta mucho que todos los Gobiernos pacten sobre impuestos, aplica desde 2005 un mecanismo por el que se comercian derechos de emisión, llamado ETS, de modo que es el mercado el que establece el precio del carbono —no es, pues, el Gobierno el que lo establece—. El sistema cubre instalaciones, principalmente industriales, cuyas emisiones cubren un 40% del total en la UE, y muchos sectores quedan fuera. La UE determina un tope de gases que se pueden emitir y las empresas compran o venden derechos de emisión según les convenga.

Según Carbon Market Watch, el precio del carbono está demasiado bajo para impulsar la revolución económica que se persigue, debido a un objetivo general considerado poco ambicioso, el excedente de derechos de emisión, la entrada de créditos internacionales y también la crisis de 2008. Se supone que en la medida en la que se vayan retirando del mercado derechos de emisión a partir de 2020, los precios irán aumentado. También China está haciendo pruebas con mecanismos de comercio de derechos de emisiones en ciudades como Shanghai y Sheznhen.

Los economistas ambientalistas reclaman que el precio del carbono se establezca en una horquilla de entre 40 y 80 euros, o incluso más, de forma gradual, y que sea un acuerdo global que evite deslocalizaciones. Porque no queda mucho tiempo.