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Es la electricidad, estúpidos

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Urge poner el mercado al servicio de la transición energética, lo que significa fundamentalmente incentivar la urgente electrificación de la demanda.

Con la invasión de Ucrania, hemos recordado que la transición energética no va solo de enfrentar la crisis climática. Un modelo energético basado en los combustibles fósiles es, como se ha demostrado, un enorme polvorín, en el que a las democracias les toca contemporizar con los peores sátrapas. Países como Arabia Saudí, Venezuela, Rusia o Irán gozan de un protagonismo excesivo en la geopolítica mundial porque concentran un porcentaje relevante de las reservas mundiales de petróleo o gas, que aprovechan para chantajear sistemáticamente a la comunidad internacional, al tiempo que sojuzgan a sus pueblos. Las energías renovables son esenciales para conseguir que el calentamiento global no vaya mucho más allá, y también, gracias a su ubicuidad, la forma más eficaz de reducir tensiones geoestratégicas y de repartir el poder.

La guerra provocada por Putin no es la causante de los precios desbocados que estamos viviendo. El gas inició su espiral alcista en abril de 2021, hasta prácticamente quintuplicar su precio en los mercados internacionales en solo 6 meses (de 17,36 a 87,83€/MWh en octubre). El petróleo también aumento de precio en 2021, aunque no en la misma magnitud, desde los 55 dólares por barril de febrero hasta los 90 dólares un año después. La invasión rusa, por tanto, solo ha exacerbado una tendencia que estaba ya desplegándose. Y, en parte, podríamos decir que dicha evolución previa de los precios no ha sido sino la ventana de oportunidad que ha aprovechado Moscú para iniciar, con las alforjas llenas, su desafío al mundo.

La razón de que las energías fósiles estén caras no es coyuntural, sino estructural. Ante el creciente riesgo climático, los capitales internacionales están desertando del sector. Invertir en exploración, explotación, refino, regasificación o transporte se ha convertido en una opción arriesgada, porque, en cualquier momento, la normativa climática puede volverse más estricta y hacer, de un día para otro, obsoletas estas infraestructuras. Como consecuencia de ello, no se están haciendo hoy las inversiones necesarias para mantener la producción al ritmo de la demanda de energías fósiles que, no lo olvidemos, aún supone el 80 por ciento de toda la energía que se consume en el mundo.

Se trata por tanto de salir cuanto antes de la dependencia de estos combustibles, para lo que se necesita un despliegue masivo de energías renovables. Para ello, se pueden implementar muchas medidas y estrategias, pero entre ellas no pueden dejar de estar aquellas basadas en los mercados y los precios. Nada va a ser más eficaz para nuestros objetivos que el hecho de que la electricidad se abarate estructuralmente respecto de sus alternativas fósiles. Que los procesos industriales, la climatización de los hogares y comercios, la movilidad, encuentren en el precio la mejor herramienta para dejar atrás el gas y el petróleo en beneficio de la electricidad renovable.

De esta forma, el incorrecto diseño de los mercados de electricidad y de los mecanismos de determinación de los precios, suponen palos en las ruedas que retrasan absurdamente el ritmo de la transición.

Sabemos que la electricidad es el vector energético de las formas más eficientes de energía renovable: eólica y solar fotovoltaica. En las subastas de renovables promovidas por el gobierno en 2021 (unos 3.000 MW cada una), los precios ofertados por las empresas adjudicatarias se han movido en una horquilla entre los 25 y los 35 €/MWh. Producir electricidad con nuclear, por mucho que se empeñen las empresas del sector, no requiere más de 50€/MWh y la hidráulica está, con toda seguridad, por debajo de ese importe. Sin embargo, los precios que estamos viendo desde el verano en el mercado mayorista superan sistemáticamente los 200€, con picos por encima de los 500€/MWh, que es el coste que, por la razón explicada más arriba, cuesta producir electricidad quemando gas. Pero resulta que las tecnologías que utilizan este combustible solo representan el 25 por ciento de toda la generación eléctrica nacional. Por el incorrecto y desfasado diseño del mercado, hay centrales baratas (renovables, nuclear, hidráulica) que están cobrando entre 5 y 10 veces su coste de producción. Lo que se conoce como beneficios caídos del cielo.

Este diseño de los mercados mayoristas, profundamente ineficiente, es sin embargo común (con ligeras diferencias) a todos los mercados europeos. Pero lo que hace definitivamente kafkiano al caso español es el mecanismo de precios minoristas.

Un consumidor, tanto de gas como de electricidad, puede optar por una tarifa regulada por el gobierno (Tarifa de Último Recurso -TUR- que, en el caso de la electricidad, cambio de metodología de cálculo y de denominación, que ahora es la de Precio Voluntario del Pequeño Consumidor -PVPC), o bien acudir al mercado libre. En el siguiente Informe, vemos el tamaño de mercado de una y otra, tanto en electricidad como en gas.

La tarifa de último recurso tenía por objeto (y supuestamente, sigue teniendo) proteger de la complejidad de los mercados energéticos al consumidor no experto. El mercado libre quedaría de este modo reservado para aquellos usuarios con capacidad para escoger una tarifa que, por ajustarse más a su perfil de su consumo, le permitiera ahorrar dinero.

En los últimos años, las compañías energéticas han hecho permanente campaña por conseguir que los consumidores se pasaran al mercado libre donde tienen capacidad de acción y, porque no decirlo, de engaño. El resultado es que dos terceras partes de los contratos de luz y más de del 80 por ciento de los de gas se han “liberalizado”.

Pues bien, en estos momentos de precios disparados, resulta que el gobierno y sus tarifas reguladas han salido al rescate del consumidor de gas, dejando a la intemperie al de la electricidad. En el caso del gas, los precios de la TUR se actualizan trimestralmente. Es decir, todos los kWh consumidos en un trimestre cuestan exactamente lo mismo. En la actualización de fecha 1 de enero, el gobierno decidió que el aumento se quedaría en el 5,5%, cuando el precio tendría que haber subido un 83,62%. Lo cobrado de menos simplemente se queda a deber dentro del sistema (déficit de tarifa), esperando a poder amortizarlo cuando (supuestamente) los precios bajen.

Muy al contrario, la TUR eléctrica (PVPC) se ha quedado como estaba: el precio está vinculado al precio mayorista y cambia cada hora. Como ese precio mayorista está disparado (ironía máxima, por culpa del precio de gas), los consumidores menos informados están pagando facturas tres y cuatro veces más caras que el año anterior.

Es decir, la señal de precios al revés: el gas artificialmente barato y la electricidad artificialmente cara. En vez de fomentar la cultura de la electricidad, y que en los bares y en las comidas familiares se hable de las bondades de la electricidad y las maldades del gas, hacemos lo contrario: la tarifa regulada por el gobierno se pone al servicio del modelo fósil.

Mientras se escribe este artículo, el Consejo europeo debate en Bruselas las medidas a adoptar para enfrentar la crisis energética. Se ha hablado de poner un precio máximo a la electricidad (los 180€ que establecía la normativa española hasta julio de 2021), subvencionar el gas que queman las centrales eléctricas o establecer un impuesto extraordinario sobre los beneficios caídos del cielo, entre otras medidas. Los países del norte y las grandes energéticas preferirían que todo siguiera como está, pero no tiene sentido apelar a las bondades del mercado cuando el mercado está desquiciado y las diferentes tecnologías tienen costes tan dispares. Urge definir un nuevo mecanismo de precios y un distinto funcionamiento del mercado que se adapte a la creciente penetración de renovables. Y urge en España promover contratos a muy largo plazo vinculado a tecnologías baratas para proporcionar un suministro a precios fijos a los colectivos menos expertos. Todo lo que sea necesario para poner el mercado al servicio de la transición energética, lo que significa fundamentalmente incentivar la urgente electrificación de la demanda.