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21-D: la victoria de las banderas

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Enero 2018 / 54

'Procés': Mientras las elecciones autonómicas reafirmaban la división de la ciudadanía catalana, la derecha lograba la hegemonía.

​Votaciones en la escuela Auró, en Barcelona FOTO: ANDREA BOSCH

El legado del procés va a ser de difícil gestión y digestión políticas, a juzgar por los resultados de las elecciones catalanas del pasado 21 de diciembre. El independentismo ha revalidado su actual mayoría parlamentaria y se presenta como la opción más viable para formar nuevamente gobierno. Pero los comicios los ha ganado un partido españolista, Ciudadanos, que nació para combatir al catalanismo. Los independentistas han cosechado el 47,9% de los votos (2,06 millones de sufragios); en cambio, han logrado mayoría absoluta, 70 escaños de los 135 con que cuenta el Parlamento de Cataluña. La amalgama de no independentistas, una suma imposible que agrupa desde Ciudadanos hasta el PSC y se hace extensiva a Catalunya en Comú, ha obtenido 2,2 millones de votos y 65 actas de diputado.
 
Los resultados de las elecciones han extendido el certificado de defunción del catalanismo de amplia base, que durante años actuaba como estructurador social.  Ha asomado un 30% de votos antinacionalistas catalanes, desacomplejados y dispuestos a manifestarse por las calles.  El procés, además de actuar como elemento social disgregador, ha beneficiado —a la luz de los últimos comicios— a la derecha, tal como sostienen los analistas Guillem Martínez en Ctxt y Núria Alabao en El Salto. En la nueva Cámara catalana, el JxC de Carles Puigdemont y Ciudadanos de Inés Arrimadas suman mayoría absoluta. Ambas son formaciones que han compartido votaciones como la de la huelga de estibadores, la reforma laboral y la ley catalana del techo de déficit. Son compañeros de escaño en el grupo liberal europeo, a quienes el gran argumento de las banderas ha convertido en formaciones irreconciliables.
 
 
JUGADA MAESTRA
 
Tras las elecciones, pues,  la hegemonía, dentro de cada uno de los bloques, es de la derecha. En el independentismo gana Junts per Catalunya, la formación improvisada tras la huida de Carles Puigdemont a Bélgica.  Apelando al voto patriótico-emocional y con el respaldo de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), la lista del ex presidente de la Generalitat  ha logrado, contra pronóstico, obtener 34 diputados, dos más que Esquerra Republicana (ERC). En una jugada maestra, Puigdemont, como líder catalán “en el exilio”,  ha enterrado a un PdeCat apestado por la corrupción de la vieja Convergència. En el mejor estilo Donald Trump —ese espejo que según Artur Mas tantas oportunidades políticas ofrecía a Cataluña—, la lista del president se ha erigido en bandera del populismo independentista y ha arrebatado el primer puesto a ERC, formación a la que todas las encuestas daban como vencedora dentro del bloque independentista. El sorpasso no es menor, pues el background político e ideológico de ERC está homologado dentro de lo que ampliamente se conoce como izquierda en lo que a políticas sociales se refiere. Junts per Catalunya, en cambio,  puede resultar una caja de sorpresas de políticas de derechas.
 

JxC y Ciudadanos son compañeros en el grupo liberal europeo

Ambos partidos han compartido postura por la reforma laboral

El hechizo soberanista ha podido con la erosión del Estado de bienestar

En el conglomerado soberanista, el más perjudicado ha sido la CUP, que ha pasado de 10 actas de parlamentario a cuatro. La izquierda independentista ha subordinado las políticas sociales a la necesidad de construir la república catalana durante la última legislatura. Las medidas económicas del Gobierno de Puigdemont han respetado los objetivos de déficit e incluso este Ejecutivo ha logrado que la CUP le aprobase sus presupuestos con el pretexto de que sin ellos no habría independencia. He ahí una prueba evidente de que la fascinación soberanista ha podido con la erosión del Estado de bienestar y que el debate sobre la cronificación de la pobreza ha quedado para otros tiempos.
 
 
VOCACIÓN ANTICATALANISTA
 
Entre las formaciones llamadas “constitucionalistas”, ha sido Ciudadanos el que se ha hecho con la hegemonía indiscutible. De vocación anticatalanista temprana (de nacimiento), el partido que lidera Albert Rivera ha pasado desde la socialdemocracia hasta la derecha, recorriendo todas las estaciones intermedias del vía crucis. Finalmente, el pasado 21-D la formación que encabeza Inés Arrimadas en Cataluña tuvo su coronación populista: ganó los comicios. El independentismo ha logrado lo que el catalanismo siempre había luchado por evitar: que un partido netamente anticatalanista saliera de la irrelevancia para ser la fuerza política más votada en unas elecciones autonómicas. La emoción patriótica ha pesado más que las razones sociales, como en el caso de sus colegas de Junts per Catalunya. El flamear de las banderas toca el corazón y el patriotismo es un espeso banco de niebla que hace invisibles los acuciantes problemas sociales, también en el frente españolista. Quizá por ello, el PSC ha visto mermadas sus expectativas electorales y ha logrado únicamente un diputado más (17) de los que tenía en 2015. Los socialistas eran el partido puente del llamado “bloque constitucionalista”. A pesar de que el PSOE validó con sus votos la aplicación del artículo 155 de la Constitución, el líder socialista catalán, Miquel Iceta, mantuvo durante toda la campaña el discurso más conciliador de los constitucionalistas hacia el independentismo: pidió el indulto para los líderes políticos encarcelados. Tanta tibieza, juntamente con el énfasis social, le pasó factura. El voto útil españolista se fue a Ciudadanos.
 
El del PP ha sido caso aparte, pues ha pagado el precio de la impopular aplicación del artículo 155 de la Constitución, pero no ha recibido los dividendos.  Ha pasado de 11 a 4 actas de diputado. La siembra hecha por Mariano Rajoy ha sido recolectada por Albert Rivera, aunque el PP parece fiarlo todo a los beneficios que pueda reportarle en el resto de España.
 
Catalunya en Comú merece capítulo aparte. El paradigma de la equidistancia se ha llevado una de las peores partes de estos comicios: la fuerza que ganó las elecciones generales en Cataluña, que despintaba el mapa azul de España de Mariano Rajoy, ha perdido en las autonómicas 3 diputados de los 11 con que contaba su anterior encarnación, Catalunya Si que es Pot. Ada Colau, una de las principales impulsoras del proyecto, se puso de perfil  en la recta final de la campaña.  No en vano, unas semanas antes, la alcaldesa de Barcelona expulsó al PSC del gobierno municipal, con lo que el famoso tripartito postulado por Xavier Domènech —Esquerra, Comunes y PSC—se quedaba sin una de sus preciadas patas.
 
Las elecciones del 21-D en Cataluña dejan el terrible mapa de dos millones de personas frente a otros dos millones, dándose la espalda mutuamente: un empate infinito que revienta las costuras de la cohesión social. Para alimentar la llama patriótica,  hay candidatos encarcelados o en el extranjero, lo que convierte la constitución del Parlament en una quimera.  Tras el 21-D y la aplicación del artículo 155 de la Constitución todo se ha movido. Entre adhesiones a banderas, la fractura social y las consecuencias de la crisis siguen creciendo.