“¿Camas? Nos ponían cartones al lado de las máquinas de coser; y al despertar, a trabajar”
“Me llamo Olga Cruz y no tengo miedo de decir mi nombre. Ponlo en la nota”, pide Olga. Tiene 37 años, tres hijos, la tez morena y los ojos valientes, mezcla de tristeza y furia.
Olga nació y vivió casi toda su vida en los altos bolivianos; y es la primera de las mujeres de la cooperativa 20 de diciembre, de Buenos Aires, que se atreve a contar su experiencia. Sentadas a su alrededor, terminando su plato de arroz al lado de la cocina donde hoy tienen ya una hora para comer, el resto la escucha con timidez.
Antes de coger confianza, Olga vivía atemorizada. Pasó dos años sin salir de las cuatro paredes del taller clandestino donde estaba secuestrada. “En muchos lugares de Bolivia hay carteles que te prometen que te llevan a trabajar afuera y que podrás ahorrar en dólares”, explica. “Pasas la frontera camuflada, caminando como si fueras del lugar, como si vendieras fruta. Y luego tienes que darles el documento. Cuando llegas a Buenos Aires vas directa a una casa donde trabajas todo el día. No sales porque no conoces a nadie y te dicen que afuera te van a hacer daño, que estas ilegal, que te llevará la policía”.
“Tal cual. Yo me lo creía porque no sabía que realmente no era así”, se atreve a decir otra mujer, que ya no quiere dar su nombre. “Si tú no sales nunca del pueblo, te crees lo que te cuentan. Estás indefensa”.
“Lo normal era que no recibieras un salario porque como vivías allí tenías que pagarlo”
“No sales porque no conoces a nadie y te dicen que afuera te van a hacer daño”.
Algunos talleres tienen literas donde dormir, pero otros no: “Nos ponían cartones al lado de las máquinas de coser; y al despertar, a trabajar”, cuenta otra ex esclava costurera. “El único que tenía cama era el capataz, y era un lujo”.
“La vida ha sido muy dura durante esos años”, agrega Olga. “Además, lo normal era no recibir un salario porque al vivir allí hay que pagarlo, y pagar el precio del viaje. Y salían las cuentas”.
“Me traje a mis dos hijos, de dos y cuatro años”, agrega la tercera mujer que abre la boca. Son más, pero el resto prefiere no hablar, ni recordar. “Mis niños vivían a mi lado, no iban a la escuela y yo lo único que quería era que durmiesen. Los ponía a dormir para que estuvieran quietos y no se lastimaran con las máquinas”.
Se termina la hora de comer. La encargada de lavar los platos se queda en la cocina y el resto vuelve a las máquinas para trabajar hasta poco después. No llegan a cumplir las ocho horas laborales, básicamente porque no tienen tantos pedidos. Producen la marca No Chains (‘Sin cadenas’), que junto a Dignity Returns, hecha por ex esclavos de Tailandia y otros países, tratan de vender a través de ONG. No es fácil vender la ropa ni exportarla porque el precio es mucho más caro que el que pueden conseguir sus competidores.
La Fundación La Alameda, que con muy bajo presupuesto ha promovido esta y otras cooperativas, pudo dar trabajo a 100 personas, y va haciendo denuncias sobre la trata de esclavos. Pero cuando finalmente logra liberar a la gente, no tiene dinero ni estructura suficiente para ayudar a constituir muchas más cooperativas. Cuando se cierran los talleres, los ex esclavos quedan en la calle, efectivamente sin protección y sin papeles. Los que pueden vuelven a Bolivia. Otros vuelven a otro taller.
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