¿Cómo será la economía talibán?
El futuro de Afganistán está lleno de incógnitas. A pesar de sus enormes riquezas naturales, el país lleva dos décadas dependiendo de la ayuda internacional.
"La Arabia Saudí del litio”. Así se refería a Afganistán un informe interno del Departamento de Defensa de EE UU en el año 2010. Y es que el país reconquistado por los talibanes guarda reservas enormes de ese metal, sin el que no funcionarían las baterías de teléfonos móviles, los ordenadores portátiles ni los coches eléctricos. Se espera que la demanda de litio aumente exponencialmente en las próximas décadas, a medida que la industria automovilística acelere la transición hacia vehículos de cero emisiones.
Afganistán es también rica en otros recursos naturales: petróleo, gas, oro, piedras preciosas, cobre y tierras raras como el lantano, el cerio y el neodimio. Las tierras raras tienen un inmenso valor económico y estratégico, pues se utilizan para fabricar aerogeneradores, cables de fibra óptica, discos duros, auriculares y armas de tecnología avanzada, entre otros muchos productos. Cálculos efectuados por distintas instituciones estadounidenses cifran el valor de las reservas afganas entre uno y tres billones de dólares.
Maldición
Todos esos recursos tienen un enorme potencial, pero explotarlos requiere tiempo, fuertes inversiones y un entorno seguro. China, que comparte frontera con Afganistán, parece el país mejor situado para aprovechar la oportunidad tras haber expresado su buena disposición a cooperar con los talibanes. El gigante asiático ya domina el mercado de tierras raras, con, aproximadamente, una tercera parte de las reservas mundiales. Un dato pone de relieve el valor de estos materiales en la pugna por el liderazgo global: el 80% de los que utiliza la industria de EE UU es importado de China.
Son riquezas que los afganos de a pie no han disfrutado ni van a disfrutar, al menos a corto plazo. Su país es un ejemplo de la llamada maldición de los recursos, que impide a la población beneficiarse una naturaleza generosa. La Unión Soviética ya detectó la abundancia de yacimientos cuanto ocupó Afganistán entre 1979 y 1989, pero tampoco hizo nada por explotarlos.
Unos meses antes de la irrupción de los radicales islámicos en Kabul, el Banco Mundial advertía de que la economía afgana estaba “marcada por la fragilidad y la dependencia de la ayuda exterior”. En torno al 40% del producto interior bruto (PIB) oficial de Afganistán y el 75% del gasto público procedían de donaciones internacionales. Las perspectivas son poco halagüeñas, pues es más que previsible que la asistencia internacional disminuya drásticamente con los talibanes en el poder. La economía afgana comenzó a recuperarse tras la invasión de EE UU en 2001. Según el Banco Mundial, el PIB creció a un ritmo anual del 9% entre 2003 y 2012, pero el avance se ha ralentizado en los últimos años hasta el 2,5%, debido, principalmente, a la caída de los fondos procedentes del exterior.
Uno de los puntos débiles de la economía afgana es la escasez de inversión extranjera. La corrupción, la inestabilidad política y la falta de infraestructuras han disuadido a las grandes empresas extranjeras de invertir allí su dinero. La fragilidad del sector privado es otro de los grandes obstáculos al desarrollo del país, cuya principal fuente de empleo sigue siendo la agricultura. El 60% de los afganos recibe algún tipo de ingreso procedente del campo.
Opio, hachís y metanfetamina
Afganistán tiene también una colosal economía sumergida. La producción y el contrabando de opio y de hachís han sido unas de las fuentes de financiación del movimiento talibán prácticamente desde su nacimiento, a principios de la década de 1990. A pesar de los 9.000 millones de dólares invertidos en erradicar los cultivos desde 2001, el país sigue siendo el primer productor de adormidera del mundo. En los últimos años ha crecido también la fabricación de metanfetamina gracias a que uno de sus componentes, la efedra, crece de manera natural en el altiplano afgano.
La primera fuente de empleo sigue siendo la agricultura
La escasa inversión extranjera frena el desarrollo
Graeme Smith y David Mansfield, autores de un reciente estudio sobre la economía sumergida afgana, escribían en The New York Times que el grueso de los ingresos de los talibanes no procede del narcotráfico, sino de los tributos que sus militantes imponen al contrabando de combustible, tabaco, vehículos y otros bienes de consumo. Incluso antes de tomar el poder en Kabul, los rebeldes controlaban carreteras, caminos y puentes vitales para el comercio terrestre en el sur de Asia. Con estas fuentes de ingresos, afirman Smith y Manfield, un gobierno talibán podría incluso prescindir del dinero procedente de los donantes internacionales. Ponen como ejemplo la provincia de Nimruz, fronteriza con Irán y Pakistán, donde los impuestos informales (cobrados a cambio de permitir la circulación de bienes) generan unos ingresos anuales de 235 millones de dólares. Por el contrario, la provincia recibe menos de 20 millones al año en ayuda extranjera.
Inestabilidad financiera
Otra de las incertidumbres abiertas por el regreso de los talibanes al poder es la estabilidad del frágil sistema financiero afgano. Con las fuerzas integristas a tiro de piedra de la capital, los kabulíes acudieron masivamente a los bancos para retirar sus ahorros. No se sabe si los nuevos gobernantes respetarán el funcionamiento de los operadores financieros, si van a ser capaces de pagar los salarios de los funcionarios y los gastos del día a día de la Administración o si van a permitir que las mujeres sigan trabajando fuera de casa. Una de las primeras medidas adoptadas por Estados Unidos fue bloquear el acceso a las reservas del banco central afgano y no se descarta que Washingon adopte más medidas de castigo al nuevo régimen.
Campo de adormidera, planta de la que se extrae el opio, en Afganistán. Foto: ONU
Más allá de su participación en la explotación de recursos naturales, el papel de China en el tablero afgano es aún una incógnita. La gran potencia regional ve con agrado la retirada precipitada de su gran rival por la hegemonía mundial, pero recela del avance del islamismo radical tan cerca de su territorio y de la sintonía de los talibanes con la población uigur de su provincia de Sinkiang, de religión musulmana. La posibilidad de que Afganistán se convierta en una plataforma para cometer atentados contra sus intereses preocupa en Pekín.
“China no mira a Afganistán con el prisma de la oportunidad; su gran objetivo es gestionar las amenazas”, afirma Andrew Small, del European Council on Foreign Relations (ECFR). “Aunque Pekín es pragmático ante la nueva realidad política de Afganistán, siempre se ha sentido incómodo con la agenda ideológica de los talibanes”. Small subraya que en los análisis chinos hay continuas referencias a Afganistán como “tumba de imperios” y que siendo consciente de la necesidad de desempeñar un papel político más activo en el país centroasiático, el Gobierno chino no quiere verse atrapado en el avispero afgano por muchas riquezas que atesore.
Un país sumido en la pobreza
Afganistán, de 40 millones de habitantes, es uno de los países más pobres del mundo. Solo seis naciones africanas tienen un PIB per cápita inferior al suyo. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), en 2019 apenas llegaba a 500 dólares (España supera los 30.000). El 90% de los afganos vive bajo el umbral de la pobreza, fijado en 2 dólares diarios de ingresos.