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Construir sobre las ruinas de Kioto

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Enero 2015 / 21

Reto: Tras el fracaso del protocolo, los países ricos tienen la responsabilidad histórica extra de elaborar un nuevo acuerdo internacional ambicioso, y no es imposible.

Hace un cuarto de siglo que los científicos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre la Evolución del Clima (GIEC) hicieron sonar las alarmas. Y hace también más de veinte años que la comunidad internacional reconoció oficialmente la gravedad del cambio climático, en la primera Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro en 1992, que concluyó con la firma de una Convención Marco de las Naciones Unidas. ¿Cómo es posible que, a pesar de ello, el Titanic siga imperturbablemente su marcha hacia el iceberg, como acaba de confirmar el quinto informe del panel de expertos?

Existe una razón: el problema del cambio climático sólo puede resolverse mediante la acción coordinada estrechamente de multitud de actores en un planeta muy poco igualitario y que carece de un gobierno mundial. Sin embargo, lograr alcanzar el reto no es del todo imposible.

Las emisiones de CO2 de una fábrica o de una ciudad no tienen un impacto local especial. Sin embargo, cambian la composición de la atmósfera de todo el planeta. Por el contrario, la reducción de emisiones realizada por un actor económico, generalmente mediante un gasto nada despreciable, no tiene ningún resultado positivo especial para él y, sin embargo, nos beneficia a todos.

 

Nos enfrentamos, pues, al clásico problema de la tragedia de los comunes: “En semejante contexto, a cada jugador le interesa esperar a que sean sus vecinos quienes se decidan a actuar, y la postura ideal es la del polizón que no hace ningún esfuerzo cuando los otros emprenden la protección del bien común”, recuerda Christian de Perthuis, profesor en la cátedra de Economía del Clima de la Universidad París-Dauphine.

Las formidables desigualdades que predominan en este ámbito complican aún más esa dinámica negativa: mientras que un estadounidense emite una media anual de 18 toneladas de CO2, un habitante de Mozambique emite 100 kilos... Además, esas diferencias no deben únicamente valorarse en el instante: los gases de efecto invernadero, especialmente el CO2, permanecen durante varias décadas en la atmósfera. Como consecuencia de la revolución industrial emprendida desde hace tres siglos, los países ricos tienen, pues, una responsabilidad histórica adicional. De ahí la necesidad de hacer importantes transferencias financieras Norte-Sur, y los problemas que, inevitablemente, ello conlleva. Por eso, la convención sobre el cambio climático de 1992 afirmaba al respecto que los Estados tienen “responsabilidades comunes pero diferenciadas”.

 

LOS LÍMITES DE KIOTO

¿Cómo traducir dicho reto en medidas concretas? La convención de 1992 no lo especificaba. Hubo que esperar a 1997 y al protocolo negociado en Kioto, Japón, para que las cosas comenzaran a concretarse. El protocolo diferenciaba entre los países desarrollados y los miembros del antiguo bloque soviético, y los países en desarrollo: sólo los primeros tenían la obligación de reducir emisiones. Pero a medida que los países emergentes se fueron afirmando en la escena mundial, la dicotomía se volvió cada vez más problemática: desde 2006, China es ya el primer emisor de CO2 del mundo.

Además, el protocolo de Kioto tomaba como referencia el año 1990 para la disminución de emisiones impuesta a los países desarrollados —la reducción debía alcanzar, de media, el 5% antes de 2012—. Se trataba de un listón que no planteaba ningún problema importante para Europa, pues, desde entonces, ha tenido un crecimiento demográfico y económico limitado. La población de la Unión Europea (con 15 miembros) sólo ha aumentado el 10% entre 1990 y 2014. No ha sido el caso de Estados Unidos: el número de estadounidenses ha aumentado, en el mismo periodo, el 28%. Del mismo modo, el PIB europeo se ha incrementado el 43% entre 1991 y 2014. El estadounidense lo ha hecho en el 80%.

En esas circunstancias, el esfuerzo exigido a Estados Unidos en el protocolo de Kioto (una disminución del 7% de las emisiones entre 1992 y 2014) era, a pesar de lo que podría parecer, mucho mayor que el que debía realizar Europa (que, sin embargo, asumía el ­-8%). Además, ese esfuerzo planteaba menos problemas a una Europa que ha agotado en gran medida las energías fósiles de su suelo y que importa cada vez más las que consume, frente a unos estadounidenses que siguen siendo importantes productores de carbón, petróleo y, ahora, también de gas, con lo que ello significa en términos de empleos y lobbies.

El ‘fondo verde’ para ayudar al Sur se ha quedado en promesa

La nueva actitud de China y EE UU augura avances en París

Desde 1997, Estados Unidos ha rechazado el protocolo de Kioto con el voto unánime del Senado. A pesar del bloqueo del primer emisor mundial (lo era entonces), el protocolo terminó entrando en vigor en 2005. Pero debido a la ausencia de Estados Unidos y al rápido desarrollo de los países emergentes, en 2012, cuando tocaba revisar su cumplimiento, sólo concernía a una porción muy escasa de las emisiones mundiales.

 

DE COPENHAGUE A PARÍS

La suerte del protocolo de Kioto se había echado en la Cumbre de Copenhague de 2009, donde debía decidirse imperativamente su posible prolongación más allá de 2012. Esa cumbre dio lugar a una fuerte movilización ciudadana, pero no fue posible levantar los bloqueos preexistentes. Estados Unidos seguía sin aceptar un tratado que hubiera necesitado una improbable aprobación en el Senado por una mayoría cualificada de 60 votos sobre 100. Además, Canadá y Rusia, que sí se habían comprometido en Kioto, ya no deseaban ese marco por considerarlo demasiado penalizador: para esos países fríos, el recalentamiento del planeta presenta a priori importantes oportunidades de desarrollo económico... China, por su parte, no estaba dispuesta en 2009 a entrar en una dinámica como la de Kioto, puesto que implicaba comprometerse a reducir sus emisiones. Sobre todo si Estados Unidos también la bloqueaba.

Como consecuencia de todo ello, la cumbre terminó con una simple declaración por la que se hacía un llamamiento a los Estados para adquirir una serie de compromisos que serían recogidos por la convención del cambio climático, pero que no eran jurídicamente vinculantes. Paralelamente, la comunidad internacional se comprometía a crear un fondo verde, que los países desarrollados dotarían con 100.000 millones de euros anuales a partir de 2020 (y 30.000 millones durante el período 2010-2012) para ayudar a los países del Sur a adaptarse al cambio climático.

 Manifestación conjunta convocada por 250 ONG en apoyo del protocolo de Kioto. FOTO: AINHOA GOMA / INTERMON OXFAM.

Esta promesa está lejos de cumplirse. El tema de las transferencias financieras y tecnológicas Norte-Sur es, sin embargo, crucial en esta negociación: los países del Sur sólo pueden renunciar a las oportunidades de desarrollo que proporciona el uso de energías fósiles si los del Norte les ayudan a dar el salto a la eficiencia energética y las tecnologías de bajo carbono. La crisis por la que atraviesa Europa no facilita las cosas.

La reunión prevista en París para este año debe, pues, volver a edificar, sobre las ruinas del protocolo de Kioto, un acuerdo internacional lo bastante ambicioso como para poder seguir limitando a 2 ºC el recalentamiento del clima en este siglo. Ello supone encontrar financiación, fijar medidas de control y verificación fiables y universales y, sobre todo, elevar el nivel de compromiso por parte de los Estados. He aquí un dato esperanzador sobre la evolución de la mentalidad en China y en Estados Unidos. Los dos países que más contaminan anunciaron conjuntamente en noviembre pasado sus objetivos de reducción de emisiones. Para EE UU, del 26% al 28% en 2025 y respecto de 2005; para China, un parón del incremento de las emisiones, como muy tarde, en 2030. No son objetivos vinculantes, pero abren un nuevo escenario que da credibilidad a la próxima cumbre de París, sumada a la rápida disminución del coste de las tecnologías de bajo carbono.

 

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