Estados Unidos, en terreno resbaladizo
Economía: Se supone que la reforma fiscal aprobada recientemente por el Congreso estadounidense va a estimular el crecimiento. No hay nada más dudoso.
Wall Street, distrito financiero de Nueva York. FOTO: Thinkstock
En 2018, la economía estadounidense entra en su noveno año de expansión con un índice de paro en su nivel más bajo, una inflación cercana al objetivo del 2%, unos indicadores de confianza de los hogares y las empresas próximos a sus cotas más altas y una Bolsa que no deja de batir sus propios récords. El crecimiento estado-unidense, frenado los últimos años por el esfuerzo de consolidación presupuestaria —el déficit ha bajado del 13% del PIB en 2009 al 4% en 2015— y la apreciación del dólar, se beneficia del efecto de riqueza causado por el alza de las acciones y del sector inmobiliario, por el dinamismo de su sector energético y, tras años de espera, por la recuperación de los salarios.
Mientras que, entre 2009 y 2014, a los salarios les costaba seguir el ritmo (a pesar de ser moderado) del aumento de los precios, el descenso del paro hasta llegar a su nivel más bajo en cuarenta años, ha terminado por estimularlos: ahora crecen a un ritmo del 3% anual. Junto a una creación de empleo aún sostenida, el aumento del poder adquisitivo contribuye al buen nivel del consumo. Paralelamente, la mejora del crecimiento mundial, sobre todo en Europa y Asia, y el retroceso del dólar, que cayó, en 2017, un 8% respecto a un cesto de monedas, las exportaciones animan la inversión productiva, que se recupera tras años de atonía.
REPATRIAR LOS BENEFICIOS DE LAS FILIALES
Es a esa dinámica a la que se suma la reforma fiscal adoptada recientemente por el Congreso. Dará un impulso adicional a la actividad, que generalmente se estima en medio punto del PIB para 2018. Esta reforma, muy criticada por su carácter regresivo respecto a la distribución de las rentas (véase el cuadro), tiene menos valor por su impacto coyuntural que por sus efectos estructurales a largo plazo sobre la gobernanza de las grandes empresas. Dejando a un lado los muy consecuentes regalos fiscales hechos a las empresas, como la reducción del impuesto sobre los beneficios del 35% al 21%, y la amortización acelerada de las inversiones en máquinas y equipo, el aspecto sin duda más importante de la reforma es el relativo al tratamiento de los beneficios de las filiales de las firmas multinacionales.
El paro alcanza su nivel más bajo de los últimos 40 años
Los beneficios repatriados están exentos de impuestos
Hasta ahora, los beneficios realizados por esas filiales extranjeras sólo pagaban impuestos (35%) cuando se repatriaban a la casa madre. Ello explica que, según las estimaciones del Tesoro estadounidense, las firmas conservaran offshore unos 2,5 billones de dólares de beneficios acumulados por sus filiales. Ahora, los beneficios repatriados estarán exentos de impuestos, aparte de los que se paguen en los países de implantación de las filiales. En caso de repatriación, los beneficios realizados en el pasado (esos 2,5 billones) sólo pagarán el 15,5% de impuestos para el efectivo y el 8% si se reinvierten. Estas disposiciones podrían tener un impacto significativo sobre la localización tanto de los beneficios como de la actividad de las multinacionales y, en consecuencia, en la inversión y el empleo.
UN EJERCICIO PELIGROSO
Iniciado hace dos años, el proceso de normalización de la política monetaria estadounidense podría acelerarse debido a la reforma fiscal. La Fed (el banco central norteamericano), preocupada por reconstruir sus márgenes de maniobra en caso de cambio coyuntural, ha elevado su tipo director en cinco ocasiones desde diciembre de 2015, hasta llegar al 1,5%. También ha comenzado a reducir su balance de forma pasiva mediante el procedimiento de no renovar las obligaciones en su poder cuando éstas vencen. Sin embargo, los tipos a corto siguen siendo inferiores al índice de inflación, una situación anormal cuando la economía está cercana al pleno empleo.
En la óptica de la Fed, el impulso presupuestario generado por la reforma fiscal llega a destiempo, pues la economía ya está en pleno empleo. Para evitar una posible caída de los salarios y los precios, sería, pues, necesaria una subida más rápida de los tipos a corto. Limitar los riesgos de sobrecalentamiento supone, en efecto, hacer que los tipos reales a corto vuelvan a terreno positivo (por primera vez desde la crisis financiera de 2007-2008), en torno al 2%. Esto, dado el actual índice de inflación, supone un tipo nominal del 4%, muy lejos del nivel actual de los tipos practicados en el mercado monetario (entre el 1,25% y el 1,50%).
Trump ha optado por no renovar el mandato de la gobernadora de la Fed
Un alza de precios podría disparar los tipos a largo plazo
Las restricciones monetarias han acabado siempre en recesiones
Evidentemente, se trata de un ejercicio peligroso. Sobre todo porque, frente a una tradición muy enraizada, Donald Trump ha optado por no renovar el mandato de la gobernadora de la Fed, Janet Yellen, a pesar de los resultados más que convincentes logrados por su gestión. Parece que la continuidad prevalecerá cuando, en febrero, tome posesión su sucesor, Jerome Powel, pero su capacidad para preservar la independencia de la Fed frente a un presidente de demostradas tendencias intervencionistas será crucial para la credibilidad del banco central.
En caso de una ralentización del ritmo de subida de los tipos a corto, el temor a un alza de los precios podría originar que se disparasen los tipos a largo, cuyos efectos sobre la deuda pública y los mercados de activos (Bolsa, sector inmobiliario…) serían muy desestabilizadores. En el caso contrario de que se produjera un alza demasiado rápida de los tipos a corto, la apreciación del dólar se sumaría al frenazo de la demanda interna, lo cual privaría a la actividad de otro motor de crecimiento. Dados los episodios anteriores de restricción monetaria (2005-2006, 1999-2000, 1979-1981 y 1972-1973), no hay motivos para el optimismo. A excepción de dos ciclos de subida de los tipos a corto en los años 1960 y 1980, las fases de restricción monetaria siempre han desembocado en recesiones.
DISCURSO DISCORDANTE
Ello explica quizá la enigmática evolución del mercado de renta fija. Contrariamente a lo esperado, los tipos de interés a largo plazo no han reaccionado a la subida de los tipos a corto; a finales de 2017 se situaban al mismo nivel que en 2013, por debajo del 2,5%. La rápida reducción de la diferencia entre los tipos a largo y los tipos a corto, que con frecuencia era en el pasado un síntoma precursor de un cambio coyuntural, parece indicar que, a diferencia de la Fed y de los inversores en el mercado bursátil, los inversores en el mercado de renta fija no terminan de creer que vaya a haber una aceleración de la actividad en 2018, y aún menos una subida de la inflación.
Escaldados por los precedentes de recuperaciones abortadas (2011, 2013 y 2016) y menos obnubilados por el corto plazo, están más atentos a los frenos estructurales al crecimiento como la caída de los índices de actividad, la naturaleza de los empleos creados (cada vez más precarios y peor pagados) o a la persistencia de las tendencias deflacionistas, que son perceptibles en la evolución de la inflación subyacente*. Por no hablar de la degradación de las infraestructuras y del sistema educativo que pesa sobre el potencial de crecimiento de la economía a largo plazo. Un pesimismo que el riesgo de estallido de la burbuja bursátil tendría tendencia a confirmar.
* LÉXICO
Inflación subyacente: medida de la evolución de los precios que excluye los productos cuyos precios responden a factores relacionados con la evolución económica fundamental, como los avatares climáticos (productos agrícolas), reglamentaciones públicas (electricidad, gas, tabaco…) o tensiones en los mercados mundiales de productos de base (productos petroleros y materias primas)