Pandemia // Hacia un largo y penoso invierno
Europa y EE UU afrontan otra fuerte ola con decenas de miles de contagios diarios mientras que China sigue libre del virus.
Este año conviene comprar abrigos cómodos para los niños; los necesitarán para no pasar frío en clase. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) ha publicado en octubre una guía destinada a los centros docentes con algunas recomendaciones para evitar los contagios de covid-19 en los centros educativos. La primera: “Las actividades en el exterior son preferibles al interior, incluido el desayuno”. La segunda: “Si la actividad ha de ser en el interior, es preferible en aulas con posibilidad de ventilación natural, especialmente ventilación cruzada (ventanas y puertas en lados opuestos)”.
La guía expone unas pautas sobre lo que debe hacerse en función de las características del aula y alude también a los sistemas de ventilación forzada y a la purificación mediante filtros, pero deja claro que lo ideal es la ventilación natural permanente. “En los periodos de frío”, precisa, “habrá que elegir entre reducción de riesgos sanitarios o confort térmico”. Es decir, pasar frío o aumentar la probabilidad de contagiarse. Conclusión: “Disponer de ropa de abrigo cómoda para interiores permitirá no abusar de la calefacción con ventanas parcialmente abiertas”.
En cualquier caso, agrega, “el uso de mascarillas, el mantenimiento de la distancia y las medidas de higiene siguen siendo necesarias”. La imagen de unos niños con mascarillas tapándoles el rostro en mesas bien separadas unas de otras y con el abrigo puesto no resulta muy estimulante. Aunque se parecerá bastante a la de los padres en su oficina si no pueden teletrabajar. También habrá que acostumbrarse a recibir con mascarilla y abrigo a los pocos amigos que puedan acudir a casa, porque las recomendaciones de ventilación del CSIC son perfectamene aplicables a todos los interiores ¿Por cuanto tiempo? A los niveles de contagio que se ha llegado en Europa y América, lo más probable es que la situación se prolongue medio año más, por lo menos.
Los primeros fríos del otoño han disparado la pandemia en lo que podemos denominar Occidente. En el momento de escribir este artículo, el 23 de octubre, Francia habia superado los 40.000 contagios diarios, Reino Unido y España estaban en 20.000, Italia alcanzaba los 15.000 y Alemania, los 12.000. Para hacernos una idea de lo que eso significa, baste señalar que esos cinco grandes países juntos tienen más contagios en un solo día que los que se han producido en China (85.000) desde que empezó la pandemia. Estados Unidos está en los 70.000 casos diarios y subiendo.
España ha sido la avanzadilla de la segunda ola de la pandemia en el continente y el primer país de Europa Occidental que ha superado el millón de contagios confirmados. Para apreciar el significado de esta cifra se puede comparar con los casos de otro país con un número similar de habitantes: Corea del Sur ha tenido en toda la pandemia 25.000 infecciones por covid, 40 veces menos que España. Otra comparación, esta vez con un país menos distante culturalmente, Nueva Zelanda. Ha sufrido en toda la pandemia poco más de 1.900 contagios en una población de 5 millones de habitantes.
92% de los fallecidos por covid-19 en España desde mayo tienen más de 60 años
17 contagios fueron suficientes para confinar 1,7 millones de personas en Nueva Zelanda
100 infecciones se han producido en EE UU por cada contagio en China
¿Cómo es posible que España multiplique por 40 los contagios de Corea del Sur o que Estados Unidos, con más de 8,6 millonesde casos, multiplique por 100 los de China? ¿Qué es lo que los países de Occidente han hecho o dejado de hacer para verse totalmente desbordados por una epidemia que donde primero golpeó fue en Oriente? Veamos mejor qué es lo que otros han hecho.
Nueva Zelanda está de moda porque su primera ministra, Jancinda Ardern, ha sido reelegida con mayoría absoluta en las elecciones del 17 de octubre gracias a su buena gestión de la pandemia. Su gran mérito fue confinar el país con apenas 100 contagios y perseguir el virus hasta exterminarlo.
El epidemiólogo Michael Baker, cerebro del plan neozelandés, contó a eldiario.es en junio que se dio cuenta pronto de que no era razonable aplicar una estrategia de mitigación como si se tratara de una nueva cepa de gripe, sino que contra el SARS-CoV-2 se requería una estrategia de aniquilación. Para una y otra, explicó que las “armas básicas” son las mismas: una, gestión de las fronteras; dos, test y rastreo de contactos, y tres, “debilitar e interrumpir” los contagios. Y en esto último, prosiguió, “es donde usamos un confinamiento intenso para eliminar la transmisión del virus. Hemos tenido uno de los cierres más intensos del mundo durante seis semanas y luego hemos salido de él gradualmente. El propósito era extinguir las cadenas de transmisión, algo que el confinamiento logró de manera muy eficaz. Y los contactos se trazaron con el rastreo. Por supuesto, en las fronteras había una cuarentena estricta. Y el virus llegó a su fin”.
Durante 100 días solo se detectaron en Nueva Zelanda infecciones en personas que entraban en el país, ni una sola transmisión en el interior. Hasta que el 12 de agosto se detectaron en la ciudad de Auckland cuatro casos vinculados entre sí y sin relación con ningún visitante. El brote afectó pronto a 17 personas e inmediatamente el Gobierno de Ardern aplicó de nuevo su estrategia de golpear “duro y pronto” y paralizó la ciudad, de 1,7 millones de habitantes, que no recuperó la plena normalidad hasta el 7 de octubre. ¡Casi dos meses de control de movilidad y estricta vigilancia por 17 casos!
En España, en los mejores días de junio los contagios diarios no bajaban de 300. En todo el mes hubo unos 10.000. Son cifras muy buenas comparadas con las 20.000 infecciones actuales en un día pero aquella bonanza no se utilizó para seguir persiguiendo al virus mediante test y rastreo hasta su eliminación, después de haber hecho lo aparentemente más difícil, que fue el confinamiento y el parón económico. Otro tanto, con matices según el país, ha sucedido en el conjunto de Europa. En ningún momento se trató de rematar al virus.
Al preguntarle a Baker por los errores cometidos en Occidente, ya en junio respondía: “Fue un gran fracaso de la evaluación de riesgos. Normalmente buscamos el liderazgo en los países occidentales. Miramos a las instituciones occidentales, pero no nos dieron muy buenos consejos sobre cómo responder. Al final, tenía mucho más que ver con Asia y la eliminación de este virus. Para nosotros ha funcionado”.
Una vez desperdiciada la tregua veraniega, el frío está provocando en Europa la segunda ola de contagios masivos, que coincide con la tercera en EE UU, donde la pandemia no ha descansado. Mientras en las dos potencias occidentales los casos se cuentan por decenas de miles diarios, China declara 10 o 20 al día, casi siempre importados. El último brote conocido de transmisión local se dio a principios de octubre en un hospital de la localidad portuaria de Qingdao. Fueron 12 casos, la mitad asintomáticos, y desencaderaron un testeo realmente masivo de 9,5 millones de personas. Durante el tercer trimestre, el PIB chino ha crecido el 4,9% sobre el del mismo periodo del año pasado.
La contundencia asiática ha brillado por su ausencia en los continentes europeo y americano. En ninguno de ellos se ha desarrollado una política clara de control de fronteras, un arma básica entre los que sí están venciendo al virus. El arma de los test y el rastreo se ha aplicado de manera muy irregular y, en España, claramente se descuidó en el momento crucial de junio por falta de efectivos en la atención primaria y en salud pública. Los confinamientos de marzo sí fueron estrictos en bastantes casos, pero el objetivo manifestado nunca fue exterminar el virus sino reducir los contagios para no colapsar los hospitales. Y ese objetivo de mínimos no ha variado.
Ahora que los casos en Europa se han duplicado en un mes hasta los seis millones (en EE UU están por encima de los 8,6) y los países empiezan otra vez a poner en marcha medidas drásticas (confinamientos en territorios acotados, cierre de negocios y centros educativos, topes de cinco o seis personas para las reuniones, toques de queda nocturnos) se está entrando en una etapa muy delicada porque empiezan a ser evidentes los síntomas de lo que funcionarios de la OMS han denominado “fatiga pandémica”; es decir, la población está harta de restricciones y cada vez más personas tienden a desobedecer las reglas.
La contundencia asiática contra el virus ha brillado por su ausencia en Europa y América
Hasta verano, como muy pronto, no se notará la influencia de las eventuales vacunas
El tiempo que hay por delante hasta que se empiece a ver la luz de una salida es tan largo o más que el que ha pasado desde que empezó la pandemia. Hasta el verano próximo, como pronto, no se espera que las eventuales vacunas que se aprueben puedan tener una influencia importante en la evolución de los contagios. Mientras tanto se tendrá que seguir con las mascarillas a todas horas, la distancia entre personas y las medidas de higiene, además de mayores o menores restricciones de movimiento e incluso algún confinamiento domiciliario como los experimentados en marzo y abril.
Para los que caigan seriamente enfermos, la situación será mejor que en la primavera porque hay una serie de prácticas médicas beneficiosas que se han ido consolidando y un medicamento, la dexometasona, ha demostrado que salva bastantes vidas de enfermos graves. En el horizonte próximo están los fármacos basados en anticuerpos monoclonales que tan bien le han ido aparentemente a Donald Trump, pero todavía habrá que esperar a que demuestren su seguridad y efecividad antes de ser aprobados.
Otra notable diferencia con respecto a la primera ola es que hay una vigilancia reforzada de las residencias de ancianos, el gran grupo de riesgo en esta pandemia, lo que ha reducido mucho la mortalidad. Pero no se puede bajar la guardia porque mientras que desde julio han muerto en España menos de un infectado de cada 1.000 entre las personas de menos de 50 años, entre los mayores de 80 años son 95 de cada 1.000. Con todo, la cifra que quizá defina mejor la situación es esta: el 92% de los fallecidos tiene más de 60 años.