Promesas incumplidas de Hollande
Herencia difícil: Pocas veces un político había visto caer su credibilidad tanto y tan deprisa. Su gestión pesa, pero también su actitud, que niega la realidad.
Resituémonos en 2012. François Hollande fue elegido presidente de la República con la economía al borde de la recesión, un déficit público del 5% del PIB y una deuda por encima del 80%. El dirigente socialista creía que Francia necesitaba poner en orden sus cuentas públicas para recuperar margen de maniobra, pero también que el país lo lograría si en paralelo impulsaba el crecimiento. Rigor interno por un lado, pues, y presión para que en Europa se tomaran medidas de apoyo al crecimiento.
En este marco, Hollande prometió durante la campaña que renegociaría el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza europeo. Se trata de la primera promesa no cumplida por el presidente, y y también su mayor falta, pues no ha dado ningún vuelco en Europa. Pronto se mostró incapaz de cambiar las relaciones de fuerza en el sentido que deseaba, aunque durante mucho tiempo lo negara.
En Europa no estamos sólo ante un debate ideológico que contrapone a keynesianos —convencidos de que el crecimiento no puede nacer de la austeridad— y los economistas ortodoxos —para quienes las dificultades con que lidian algunos países responden a razones más estructurales que limitan su potencial de crecimiento o a la necesidad de llevar a cabo reformas... De hecho, este debate enmascara también intereses nacionales contrapuestos: Francia, tanto en 2012 como hoy, tiene un comercio exterior enfocado hacia el resto de la Unión Europea. Acumulando déficits públicos y déficit de su comercio exterior, necesitaría una mayor demanda procedente de sus vecinos, empezando por Alemania. Y al revés: Berlín cree que le toca a cada país arreglar sus asuntos, y además bebe de las economías emergentes.
La transición ecológica debería permitir la salida de la austeridad
Hollande no ha logrado un cambio en la UE a favor del crecimiento
A partir de esta primera promesa fallida, todo se encadena: ante el incremento del déficit y la deuda que una actividad económica débil no ha hecho más que agravar, François Hollande se ha visto obligado a aplicar una política de rigor en las peores condiciones. Con un temor legítimo: que la deuda francesa sea atacada por los mercados como le ocurrió a la española o a la italiana, y que el país deba pagar tipos de interés mucho más elevados para refinanciarse. Por ahora, lo ha evitado.
EVITAR UN CASTIGO DEL MERCADO
El presidente decidió, sin embargo, mantenerse firme con el compromiso de aumentar el presupuesto de educación, y optó por aumentar los impuestos a los más ricos, como había prometido. Pero en la derecha y en medios económicos se echaron las manos a la cabeza. La izquierda criticó medidas destinadas a no ir muy lejos.
Sin embargo, Hollande ha logrado mostrarse determinado a luchar contra el déficit, lo cual ha evitado el castigo de los mercados, y no ha conseguido una política de impulso coordinada en Europa. Tampoco ha logrado llevar a cabo una política de competitividad, que, ante la imposibilidad de devaluar la moneda, consiste en disminuir los costes de las empresas: de ahí el Crédito de Impuesto de Competitividad Empleo (CICE), financiado mediante una subida del IVA. Hollande opina que una mejora de la situación de las empresas, degradada durante la crisis, tendrá un retorno positivo para la economía francesa y dotará a Francia de capacidad de negociación. El problema radica en que una política de la oferta, incluso aunque sea eficaz, no cosecha resultados a corto plazo. En una primera etapa, dar más a las empresas mientras se lleva a cabo una política de austeridad pesa sobre la demanda, la actividad y el empleo, salvo que el contexto internacional sea favorable.
El presidente habría podido jugar a ser Churchill, con un llamamiento del tipo de “sangre, sudor y lágrimas”, y denunciar la herencia de la crisis y del anterior presidernte, Nicolas Sarkozy. Pero no, nuestro presidente es un optimista. Está contento de estar en el Elíseo. Nos aseguró que con el CICE todo iría mejor, que veía el final del túnel y que la curva del paro iba a invertirse. Era una promesa que todos sabían que tenía pocas posibilidades de mantenerse, a menos que se crearan muchos empleos subvencionados.
Así, el año 2013 terminó con el empleo deprimido, igual que el crecimiento. De golpe, los objetivos de déficit no se habían cumplido. No fue ninguna sorpresa. La suma de políticas de austeridad practicadas en la mayor parte de nuestros vecinos había llevado a Europa un clima deflacionista.
En ese contexto, François Hollande decidió lanzar el Pacto de Responsabilidad y afirmar aún más su voluntad de dar prioridad a la oferta. En 2012, al CICE se le sumó una subida de la fiscalidad que ha permitido mantener el nivel del gasto público, pero el Pacto de Responsabilidad liga regalos a las empresas y recortes claros de los gastos (con un horizonte de 2017), ya que busca disminuir los pagos fiscales de las empresas mientras se sigue reduciendo el déficit.
Sin contrapartidas, ayudar a la empresa no significa más inversión
Francia busca una Alemania más solidaria pero no cede soberanía
Sobre estas bases, creo que el debate sobre el pacto no va de la necesidad o no de reducir deuda y déficit, un objetivo en sí deseable. Por el contrario, sin hablar aquí de soluciones más radicales que no están en la agenda —del tipo de cancelación parcial de la deuda pública—, hay un auténtico debate sobre el método: demasiada austeridad, al pesar sobre el crecimiento, disminuye los ingresos fiscales y acrecienta finalmente el déficit. Los regalos a las empresas no se traducen necesariamente en inversiones si la demanda no está a la altura y si tampoco se les exige ninguna contrapartida.
Además, las ayudas fiscales, al repartirse de manera no discriminatoria, pueden tener efectos chocantes desde un punto de vista moral, e inútiles desde una óptica económica. En un contexto en el que el consumo doméstico aún es el principal componente de la demanda en Francia, la pregunta es: ¿debe cargarse todo el esfuerzo sobre los hogares? La respuesta es no. Así, la tercera promesa del presidente —lograr la recuperación económica en 2014— tampoco se cumple.
EVITAR UN CASTIGO DEL MERCADO
Algunos dicen que Hollande “no se ha atrevido a enfrentarse a [la canciller alemana] Angela Merkel”. Cierto. Y es verdad también que la derecha alemana no ha querido hacerle un regalo. Pero este fracaso se inscribe en un contexto más estructural, marcado por una evolución de la gobernanza en la Unión Europea que cada vez deja más espacio a lo intergubernamental, lo cual tiende a exacerbar los conflictos de interés entre Estados en detrimento de la persecución del interés general europeo. Francia querría ver una Alemania más solidaria, pero rechaza renunciar, a cambio, a su propia soberanía. Nuestros dirigentes hablan desde hace años de la necesidad de poner en marcha un gobierno económico europeo, pero rechazan cualquier aumento del presupuesto comunitario, la creación de un impuesto europeo votado por el Parlamento Europeo. Los dirigentes alemanes saben que su país necesita a Europa, pero rechazan ser los que al fin y al cabo pagan siempre.
La clave sería proponer a Alemania un compromiso sobre el modo “más federalismo a cambio de más solidaridad”. Pero es evidente que Hollande sigue aferrado a la línea clásica de la diplomacia francesa, que encarnan los Fabius, Valls y Montebourg. Para todos ellos, Francia está en Europa, pero está fuera de lugar renunciar a los atributos de nuestra soberanía.
La ironía de la historia es que la única institución que ha defendido el interés superior común de Europa desde hace dos años es ¡un banco! El Banco Central Eu-ropeo (BCE) ha logrado poner fin, al menos de forma provisional, a la crisis del euro, desde que en verano de 2012 se comprometió a recomprar de forma ilimitada títulos de deuda de los países en dificultades, lo cual cortó en seco la especulación.
Esta política, sumada a una de tipos de intereses bajos, ha permitido a los Estados tomar prestado a buen precio y refinanciar su deuda en condiciones más soportables. Pero el BCE no lo puede todo, y su actuación no basta para reactivar la máquina.
El cambio en Alemania, con la entrada de los socialdemócratas en el Gobierno, va en el buen sentido con la creación de un salario mínimo en 2015. Los sindicatos han obtenido además alzas de salarios significativas, pero todo ello no tendrá un efecto visible a corto plazo. Mientras la suma de las políticas económicas en Europa vaya en el sentido de un mayor rigor, no hay que esperar un rebote de la actividad.
En estas condiciones, el presidente dispone de un margen estrecho. Pero ello no justifica sus elecciones. Habría podido intentar casar búsqueda de competitividad, solidaridad y transición ecológica. Lo menos que se puede decir es que es la primera parte de esta frase lo que logra. La solidaridad y la transición ecológica no están al orden del día. El proyecto de ley sobre la transición energética no parece a la altura del reto. En materia de renovación energética del parque de vivienda, el objetivo de aislar térmicamente 500.000 viviendas al año, repetido desde 2012, no se alcanzará con las medidas de incentivo fiscal no obligatorias previstas en la ley Royal.
La política de François Hollande da testimonio de lo gastado del papel histórico de la socialdemocracia. En situación de crecimiento y pleno empleo, permite repartir los frutos en beneficio de todos, pero se revela incapaz de pensar una política de izquierda cuando no hay crecimiento. La búsqueda sin fin de la competitividad no es una alternativa al declive de los beneficios de la productividad.
Hollande dice que “todo irá bien cuando el crecimiento regrese”, como si la solución a todos nuestros problemas residiera en el retorno a un crecimiento fuerte y duradero, que no es posible ni deseable. Hollande sigue pensando en la gestión de la política económica en términos clásicos, distinguiéndola de lo que se juega a largo plazo. Lo que en estos tiempos de cambio climático y de penuria de recursos esperamos de nuestros dirigentes es precisamente una acción que fusione los diferentes horizontes temporales. El largo plazo es ahora. O más claro: el compromiso con la transición ecológica debe permitir, en paralelo, la salida de la austeridad.