“Reducir el tren de vida de los más ricos es la auténtica prioridad” // Gaël Giraud
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Enero 2018 / 54
Entrevista: Gaël Giraud es economista jefe de la Agencia Francesa de Desarrollo (AFD), director de investigación en el Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS en sus siglas en francés) y titular de la cátedra Energía y Prosperidad.
Los acuerdos de los Estados son demasiado frágiles para limitar el calentamiento global a dos grados centígrados. Para Gaël Giraud, es imprescindible negociar para “compartir cargas”.
El pasado mes de noviembre se celebró en Bonn la COP23. Dejando a un lado el caso estadounidense, ¿percibe usted un movimiento de los Estados para elevar el nivel de las ambiciones climáticas?
En la apertura de la COP23, 169 Estados de los 197 participantes en la convención del clima habían ya ratificado el acuerdo de París de 2015. En Bonn confirmaron unos compromisos nacionales sobre sus niveles de emisión en el horizonte de 2030 que, hace dos años, no eran más que intenciones. Por otra parte, constataron la gravedad de las amenazas que pesan sobre la seguridad alimentaria en el Sur. Ambas cosas son muy positivas. Por el contrario, aún no hay una movilización de los Estados para fijar unos objetivos de emisión compatibles con la realidad climática, ni en términos de nivel ni en términos de horizonte temporal. Es muy posible que sea ya demasiado tarde para garantizar que el calentamiento no supere los 2 °C. Ese objetivo necesita, por una parte, elevar la ambición de los objetivos nacionales en el horizonte de 2030 y, por otra, definir las trayectorias nacionales más allá de esa fecha.
Dos osos polares en aguas de Svalbard, Noruega.
FOTO: Ondřej Prosický ISZA
FOTO: Ondřej Prosický ISZA
Y no sólo los objetivos nacionales no son coherentes con la trayectoria a largo plazo de los 2 °C, sino que, con frecuencia, demuestran ser muy frágiles en sí mismos. Tomemos el caso de Brasil, país con el que trabaja la Agencia Francesa de Desarrollo (AFD). Brasilia está en el buen camino para lograr su objetivo de un 45% de energías renovables en 2020 en su producción energética. Sin embargo, ello no bastará para lograr esa disminución del 43% de sus emisiones en 2030 respecto a 2005 a la que el país se ha comprometido. ¿Cuál es el problema? La vuelta a la deforestación de la Amazonia el año pasado. En ese país, como en los demás, hay que clarificar las políticas sectoriales y los medios empleados.
¿Cómo deberían orientarse las negociaciones internacionales para aumentar la ambición?
Para permanecer lo más cerca posible del umbral de los 2 °C y con una probabilidad razonable (en torno al 60%), el cúmulo de emisiones futuras de CO2 no debe exceder de unas 1.000 gigatoneladas de carbono, es decir, treinta años de emisiones al ritmo actual. El acuerdo de París, basado en lo que cada Estado está dispuesto a hacer para reducir sus emisiones, no basta, puesto que la suma de los compromisos nacionales no respeta, ni de lejos, el “presupuesto de carbono” del que dispone aún la humanidad. Tarde o temprano habrá que reorientar las negociaciones internacionales a la luz de este imperativo: permanecer lo más cerca posible de la cantidad a la que tenemos derecho. En otras palabras, los Estados deben repartirse la carga de la bajada adicional de las emisiones mundiales.
Pero ¿no estaba descartada esta idea desde que se abandonó el protocolo de Kyoto en 2009?
En efecto, pero no hay más remedio que constatar que la lógica actual, que consiste en la suma de los compromisos nacionales unilaterales, es un fracaso. Tenemos que elegir entre permitir que las relaciones de fuerza sean las que resuelvan los problemas climáticos —que es, entre otras, la actitud del presidente de Estados Unidos, Donald Trump— y entablar el debate sobre cómo compartir lo que queda del presupuesto de carbono mundial. En concreto, hay que abrir la discusión sobre el número de toneladas que cada país tiene derecho a emitir.
“Los objetivos nacionales son muy frágiles”
“Los Estados deben repartirse la carga adicional”
“Los principales contaminadores son los ricos”
Si nos sumamos a esta idea, se plantea entonces el problema de los criterios. El presupuesto de carbono de cada país, ¿debe hacerse en función de su PIB?, ¿de su PIB por habitante?, ¿del cúmulo de sus emisiones pasadas?, ¿de sus emisiones actuales? Y si se aceptan varios criterios, ¿qué ponderación elegir? En colaboración con Beyond Ratings hemos identificado, desde un punto de vista estadístico, el criterio de reparto que los Estados propondrían con más frecuencia si la negociación internacional se llevara a cabo de un modo totalmente aleatorio; es decir, la que tiene más posibilidades de salir en una futura discusión política, sea cual sea el modo en que ésta se entable. Finalmente, hemos llegado a un resultado intuitivo: la media es de unas 4,65 toneladas de CO2 por habitante y año (frente a las 72 toneladas actuales para el 1% superior de la población mundial, que dispone de una renta media de 135.000 dólares anuales). África, India y América Latina tienen mayores presupuestos de carbono por habitante que China y los países ricos. El paraíso fiscal la Isla de Man tiene el presupuesto más bajo (3,7 t), Sudán del Sur, el más elevado (11,9 t).
No se trata de decidir en lugar de los Estados soberanos lo que éstos tienen que hacer, sino de abrir una discusión democrática sobre qué reparto racional del presupuesto de carbono reuniría el mayor número de opiniones favorables. Si este asunto no se introduce en la negociación internacional, los problemas climáticos se regularán, con toda probabilidad, mediante la ley de la fuerza. Se trata de una cuestión de justicia.
¿Cómo articular el tema climático con el de las desigualdades de desarrollo?
Lo primero que hay que señalar es que los principales contaminadores son los ricos. A escala mundial, el 10% de los más ricos son la fuente del 50% de las emisiones de gas de efecto invernadero, mientras que el 50% de los más pobres contribuyen con el 10%. A escala de un país como India, la mitad de las emisiones ligadas a la producción de electricidad es debida a menos del 15% de la población, mientras que cerca de un tercio de indios carece de acceso a la red eléctrica. La delimitación pertinente no es tanto entre Estados como en el seno de éstos.
Sin embargo, el problema climático no se reduce al de las desigualdades. Si cada humano dispusiera de la renta mundial media anual, cerca de 8.000 dólares en paridad de poder adquisitivo en 2014, las emisiones anuales serían, de media, de unas 6,6 toneladas de CO2 por persona, apenas inferiores a las actuales. Aunque consiguiéramos llegar a una sociedad puramente igualitarista, no habríamos resuelto el problema del clima. Ello, evidentemente, no significa que no haya que luchar contra las desigualdades. Pero ante todo hay que descarbonizar nuestro modelo energético, lo que no sólo pasa por la difusión de las tecnologías de bajo carbono, sino también por la sobriedad en el consumo.
La reducción del tren de vida de los más ricos es, por tanto, la auténtica prioridad. Si no lo hacemos, y aunque logremos ganar la batalla de las desigualdades, el caos ecológico provocará unas catástrofes de las que los pobres y las clases medias son ya las primeras víctimas. A 6.300 dólares por persona y año —y más del 70% de la población mundial vive aún por debajo de ese umbral— alcanzaríamos la neutralidad de carbono a escala planetaria. ¿Está el 30% de los más favorecidos dispuesto a hacer un esfuerzo?