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La crisis de la izquierda

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Julio 2016 / 38

Rumbo Entre los reproches que se le hacen al presidente francés, François Hollande, su incapacidad para fijar un rumbo es recurrente. Y con razón: ese arte del compromiso que exhibía como dirigente del Partido Socialista no es conveniente cuando se trata de dirigir un país, sobre todo cuando las instituciones, y su práctica, otorgan el lugar que dan al presidente. Pero la personalidad del huésped del Elíseo no lo explica todo. Su impotencia para devolver al país la ilusión por el futuro se debe también a la profunda crisis por la que atraviesan todos los componentes de la izquierda. La izquierda de la izquierda se crispa en una postura de defensa de los logros sociales del período anterior. Le cuesta despertar esperanza, sobre todo porque el espacio de la nostalgia está ocupado con mucho más éxito por el Frente Nacional, que promete una vuelta a un mundo anterior ilusorio. Por su parte, la izquierda reformista, que encarna François Hollande, ha adquirido su legitimidad histórica de su capacidad para garantizar un reparto más justo de los frutos del crecimiento. Pero ello carece hoy de sentido porque la vuelta a un crecimiento fuerte no es posible ni  deseable. Porque la apertura de las fronteras y el surgimiento de nuevos retos globales limitan el poder del político a escala nacional. El desafío de la izquierda consiste, pues, en cambiar de chip y proponer una nueva promesa de bienestar adaptada a un mundo abierto, en el que el crecimiento se desvanece y el cambio climático amenaza. La ecología política estaba bien situada para encarnar esta visión. Es una lástima que la sirvan tan mal los que aspiran a representarla.

Inversión La inversión parcial de la jerarquía de las normas en el ámbito social, introducida por la reforma laboral que establece la ley denominada El Khomri (por el nombre de la ministra de Trabajo Myriam El Khomri), es uno de los mayores puntos de fricción entre las organizaciones sindicales. Para unos, empezando por la CGT, hay que permanecer a toda costa en un sistema fiel al “principio de favor” según el cual, los acuerdos de empresa otorgan siempre más derechos que los sectoriales, y que éstos otorgan necesariamente más que lo previsto por la ley. Para otros, empezando por la CFDT, algunos asuntos ganarían si se negociaran a nivel de empresa, manteniendo siempre un código del trabajo y acuerdos sectoriales que garantizan lo esencial. El riesgo de esta posibilidad, aunque se enmarque bien, reside en que la relación de fuerzas en el seno de las empresas no siempre es una realidad. La CFDT apuesta, precisamente, por que negociando lo más cerca posible de los asalariados se pueda volver a dar sentido a la acción sindical y volver a crear el espíritu colectivo.

La reforma laboral francesa enfrenta a los sindicatos

Ganar 400 veces el salario mínimo es un insulto a la democracia

Moral El debate sobre el nivel de ingresos de los grandes empresarios es todo salvo un debate económico. Ante todo es un debate ético, y por tanto político, en el sentido más noble  del término. Ganar un poco más de 400 veces el salario mínimo trabajando media jornada, como es el caso de Carlos Ghosn, presidente de Renault, es ante todo un insulto a la democracia. La democracia se basa en la idea de que todos los hombres valen lo mismo, como demuestra el sufragio universal. Evidentemente, la diferencia de talento o de cantidad de trabajo realizado pueden justificar la existencia de diferencias de ingresos, pero cuando éstas llegan a tales magnitudes, la sociedad se desintegra. Ha llegado la hora de legislar. Los consejos de administración deberían aplicar las resoluciones sobre las retribuciones aprobadas por la junta general de accionistas. Todo lo que garantice una mayor transparencia y un debate sobre las retribuciones va en el buen sentido. Pero no nos engañemos: lo único que hará es obligar a los directivos, que justifican su retribución por el valor creado para el accionista, a respetar los principios de los que presumen al pasar a estar bajo el control directo de los poseedores del capital. El problema principal, en el fondo, es otro: se trata de admitir que una empresa no es cosa únicamente de los accionistas,  sino de todas las partes, empezando por los asalariados.