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Que entren

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Febrero 2016 / 33

Hace poco, el artista Banksy pintaba a Steve Jobs con un saco sobre el hombro y un ordenador, como si fuera un inmigrante. Los padres del fundador de Apple eran sirios, migrados a Estados Unidos. ¿Qué hubiera sido de ese país sin Steve Jobs?; quizá mucho, pero también muy poco. Habrían perdido a un gran hombre. 

Puedo entender que las migraciones necesiten un orden determinado para asegurar no sólo lugar de residencia, sino trabajo e integración. Puedo entender que, como ocurre desde hace años en Toronto, donde más del 50% de la población es inmigrante, se deba trabajar mucho en integrar a esas personas de culturas diferentes, aprendiendo derechos y deberes. Lo que no entiendo es que se pongan trabas, muros, que se decida que no merece la pena el esfuerzo de ese trabajo de integración.

Según ACNUR, más de cuatro millones de sirios se han convertido en refugiados, han abandonado sus casas y han buscado un refugio seguro en países vecinos como Líbano, Jordania, Irak, Turquía y Egipto, donde soportan unas duras condiciones de vida que se siguen deteriorando, y sin que se vislumbre una solución a corto plazo.

Los países ricos deben organizarse. Tienen capacidad de acogida y pueden destinar recursos a ello. Si consiguen hacerlo bien, con espacio, dedicación e integración, esta inmigración resultará un beneficio y no una amenaza, como piensan los populistas de ultraderecha, que cada vez van ganando más terreno. Es un error pensarlo de esa manera. 

La grandes preguntas que hacen dudar a mucha gente –¿y si vienen terroristas?, ¿y si no respetan nuestra cultura?–  se responden con trabajo por parte de los gobiernos; uniendo esfuerzos con ACNUR en las fronteras para que entren los refugiados y no los terroristas; y haciendo un trabajo de integración ejemplar, como el que ha demostrado llevar a cabo Toronto, donde la convivencia es moneda corriente. Esa ciudad es un crisol de culturas y un ejemplo de que es posible. Eso sí, hay que dedicar esfuerzos educativos, sociales y económicos.  Merece la pena el esfuerzo. 

María Domínguez, Madrid