Año nuevo, ley nueva y viejos problemas
La nueva norma trata de proteger a los productores del campo ante el brutal aumento de costes que soportan sin repercutirlo en el precio de los alimentos. ¿Es suficiente?
El campo está de nuevo revuelto. La subida de los costes de producción está golpeando a los productores. A mediados de diciembre, estábamos hablando de una subida del 270% de los costes de la energía, del 40% de los plásticos, del 30% de los piensos y del 230% de los fertilizantes. Estos incrementos vienen a golpear a un sector productor que, antes de la pandemia, ya había manifestado su malestar ante la evolución de sus rentas y que considera indispensable el que estos incrementos se reflejen también en el precio al que venden sus productos.
Esto es exactamente lo que intenta la ley “de medidas para mejorar el funcionamiento de la cadena alimentaria”. La primera se aprobó en 2013, con Isabel García Tejerina como ministra y contó con el apoyo prácticamente unánime de las Cámaras. Después de una ola de manifestaciones, el Gobierno aprobó el 25 de febrero 2020 un real decreto ley para adoptar nuevas medidas urgentes en materia de agricultura y alimentación. Ahora las Cortes Generales acaban de aprobar una tercera versión, que va mucho más allá de la simple transposición en el derecho español de la nueva directiva europea “relativa a las prácticas comerciales desleales en las relaciones entre empresas en la cadena de suministro agrícola y alimentario”.
Esto es lo que intenta la ley, pero está muy lejos de haberse conseguido, aunque no cabe duda de que la situación sería mucho peor si no hubiera habido normativa española y europea. Cabe preguntarse por qué es tan difícil conseguir una cadena alimentaria creadora de valor y una distribución equilibrada de este entre sus actores cuando la alimentación pesa menos del 15% del gasto familiar y sigue siendo, aun en estos meses de inflación crecida, un factor de contención. La respuesta a esta pregunta no es sencilla.
Por un lado, hay un gran número de productores con un nivel de organización y coordinación muy inferior a los restantes actores de la cadena. Por otro, el grado de competencia es feroz en distribución comercial, que sabe que un desfase de precios con respecto a sus competidores se refleja rápidamente en una pérdida de cuota de mercado. En el medio, se encuentra la industria agroalimentaria, que es la que adquiere la mayoría de los productos agrarios.
A esto le debemos añadir en muchos casos las características del producto. Tanto en muchas frutas y hortalizas como en la leche, la vida comercial del producto es muy corta. En otros, como los productos ganaderos, el almacenamiento es muy costoso (en vivo) o deteriora la calidad del producto (en canal). Es mejor (a corto plazo) vender, aunque sea cubriendo una parte de los costes. Incluso su destrucción, o distribución gratuita, tiene un coste.
Por último, el mantenimiento de un nivel suficiente de competencia es también garante de eficacia económica. Incluso la Política Agraria Común tiene entre sus objetivos fundacionales “asegurar precios razonables a los consumidores”. Por esto, el legislador español y europeo está avanzando con una prudencia que parece excesiva a muchos afectados.
La nueva ley incorpora muchas novedades y ha sido generalmente bien recibida por el conjunto de los actores de la cadena. Otros artículos de este dossier abordan ambos aspectos. Me gustaría centrarme en un solo tema, para mí el más complicado de la ley: el del “precio del contrato alimentario que tenga que percibir un productor primario o una agrupación de estos”. Reza el nuevo artículo 9. 1. b) lo siguiente: “Deberá ser, en todo caso, superior al total de costes asumidos por el productor o coste efectivo de producción, que incluirá todos los costes asumidos para desarrollar su actividad, entre otros, el coste de semillas y plantas de vivero, fertilizantes, fitosanitarios, pesticidas, combustibles y energía, maquinaria, reparaciones, costes de riego, alimentos para los animales, gastos veterinarios, amortizaciones, intereses de los préstamos y productos financieros, trabajos contratados y mano de obra asalariada o aportada por el propio productor o por miembros de su unidad familiar.”
Mano de obra familiar
Lo que más me preocupa es, sin duda, la toma en consideración de la mano de obra familiar. El propósito del legislador es no solamente comprensible, sino también loable, pero se enfrenta a muchas incertidumbres que harán muy difícil su aplicación, control y sanción en su caso. Si valoramos dicha mano de obra por el salario medio regional, la gran mayoría de los estudios de costes demuestran que el agricultor estaría perdiendo dinero, incluso en los sectores en los que invierte y aumenta su producción. Esto demuestra que esta metodología no es correcta. Habría que valorarla en función de su coste de oportunidad, concepto difícil de precisar y más aún de controlar.
Para resolver este dilema, algunos proponen hacer referencia a estudios de costes realizados por la Administración o por entidades, como las universidades, que podrían ser aceptadas como referencia por las partes. El problema es que los costes de producción reales pueden tener la mala costumbre de diferir del coste medio calculado. Suponiendo que se dispone de referencias actualizadas, el coste efectivo varía no solo en función de los inputs (el numerador de la fracción), sino de la producción (su denominador), y esta varía de un día a otro (cultivos hortícolas) o de un año a otro (cultivos anuales, frutales, olivar) y de un productor a otro, incluso en la misma región y cooperativa.
Los fertilizantes han subido un 270%
Los alimentos son el 15% del gasto de los hogares
Los precios de mercado son, como regla general, una variable exógena fruto del encuentro entre la oferta y la demanda, a nivel nacional, europeo e incluso mundial. Todos sabemos que hay buenas y malas campañas y que incluso a lo largo de una misma campaña, dependiendo de la calidad intrínseca del producto y de su adaptación a la evolución de la demanda, en un mismo año puede haber varias campañas totalmente distintas las unas de las otras. Además, ningún proveedor que tenga contratos de suministros a medio y largo plazo con un comprador va a romper su compromiso si el mercado no permite, en un momento dado, cubrir los costes de producción.
Es verdad que el legislador ha abierto una puerta para intentar resolver este problema, cuando afirma que la determinación del coste efectivo "habrá de realizarse tomando como referencia el conjunto de la producción comercializada para la totalidad o parte del ciclo económico o productivo, que se imputará en la forma en que el proveedor considere que mejor se ajusta a la calidad y características de los productos objeto de cada contrato.” Pero esta apertura parece insuficiente para cubrir las variaciones de precios que se puedan producir de una campaña a otra en sectores como el aceite de oliva y los cítricos.
En mi osadía, me permito avanzar lo que espero sea una vía para salir de este laberinto. En vez de trabajar con valores absolutos, podríamos trabajar con índices, lo que favorecería los contratos de mayor duración, los que dan más estabilidad a todos los operadores de la cadena. El precio inicial se negocia periódicamente entre las partes, como prevé la legislación vigente. Pero para su actualización (o para los siguientes contratos) se actualizaría en función de la evolución porcentual de un(os) indicadores aceptados por las partes.
Esto ya se practica en la actualidad, ya que conozco a distintas empresas que tienen indexados sus precios de contratos con la variación porcentual de los precios europeos publicada periódicamente por los observatorios de precios de la Comisión Europea. En Francia, acuerdos interprofesionales han servido para promover indicadores parecidos.