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Compartid, y mientras, nos forramos

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Diciembre 2016 / 42

Mezcla: Economía y colaboración no deberían juntarse. las plataformas soslayan obligaciones regulatorias y laborales

ILUSTRACIÓN: PERICO PASTOR

Cuando parecía que la (mal) llamada economía colaborativa llevaba camino de convertirse  incluso en políticamente correcta, el boletín de Ouishare publica su obituario: “La economía colaborativa ha muerto porque el concepto ha perdido todo su valor explicativo”.

El primer error, al que no es ajeno la Wikipedia española, es confundir la sharing economy, la economía de compartir, con la economía colaborativa. Porque el consumo es sólo una de las actividades económicas; la producción, la innovación, la comunicación lo son también. Pero además, la sharing economy, según se promueve en las plataformas que lideran el sector, tiene muy poco de colaborativa. No hay colaboración entre el conductor de un coche de Uber y sus clientes: sólo una cesión de uso, un alquiler. 

De hecho, muchas plataformas refuerzan el individualismo que Adam Smith postulaba como fundamento de la economía capitalista de mercado: “Cada individuo […] al orientar su actividad de modo que produzca un valor máximo, busca sólo su propio beneficio, pero en este caso, como en otros, una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos”. 

Desde esta perspectiva, el éxito de los Uber y similares sería una consecuencia, por lo menos en parte, de capitalizar a su favor el individualismo en red, una realidad tanto o más consolidada que la colaboración en red. Con un efecto añadido: las grandes plataformas de consumo colaborativo, al ampliar el ámbito de la economía de mercado, actúan como disruptores de la regulación existente (sobre el transporte urbano y el alojamiento, por ejemplo). Se apoyan además en la pérdida de confianza de muchos individuos en una gestión pública que sienten que no les representa. De lo contrario, su propuesta de valor (“Vosotros compartís, nosotros nos forramos”) sería mucho más cuestionada. 

Otro de los mantras del consumo colaborativo es facilitar que los consumidores actúen también como productores, sumándose a un estado de opinión favorable a que los individuos asuman la responsabilidad de actuar como emprendedores y empresarios de sí mismos. Sin embargo, así se promueven también formas de contratación de servicios personales o profesionales que soslayan las obligaciones que la legislación laboral impone a la parte contratante. La consecuencia es erosionar por la vía de los hechos la (ya decreciente) protección legal a los  trabajadores por cuenta ajena.

Cambiando de tercio, es evidente que experiencias como Wikipedia o la producción de software libre demuestran el potencial de la tecnología para intermediar procesos de producción colaborativa. Pero a menudo se ignora, o se escoge ignorar, que la sostenibilidad de la producción colaborativa pasa por acordar entre los participantes normas y prácticas de conducta específicas y de obligado cumplimiento. Estas normas son tan necesarias en los entornos virtuales como en modelos convencionales ya consolidados, como las cooperativas o las sociedades anónimas laborales, en los que los trabajadores son también accionistas.

 

LAS BUENAS INTENCIONES

Las iniciativas de plataformas cooperativas de colaboración por Internet, en las que los usuarios son a la vez copropietarios, son un intento en esta dirección. Con todo, se enfrentan al reto de competir en agilidad, flexibilidad y prestaciones con las plataformas capitalistas, en general mejor financiadas y reconocidas. Se trata de un reto nada trivial porque el establecimiento de normas eficaces, éticas y sostenibles de colaboración mediada por lo digital es todavía más difícil y menos trillado que en el ámbito presencial.

Algo parecido sucede en torno a los denominados bienes comunes, que podrían o deberían ser gestionados de forma colaborativa en aras del interés general. Pero hacerlo  exige entrar a fondo en plantear estrategias, coaliciones y prácticas viables para la transformación de las ideologías, instituciones y estructuras de poder en las que se inscribe la ideología económica dominante.

Resumiendo. Las buenas intenciones colaborativas no son suficientes. Tampoco el uso inocente de la tecnología, que demuestra ser una espada de dos filos. Hace falta más rigor en las respuestas a preguntas poderosas: ¿Qué economía colaborativa queremos? ¿Cuál somos capaces de consolidar y extender? E incluso, ¿no convendría dejar de mezclar indiscriminadamente colaboración y economía? Porque, ¿qué pensamos de aquellos que cuando hablamos de colaborar lo primero que plantean es la factura?