¿Es realmente eficiente la filantropía?
MOVIMIENTO Los nuevos filantrocapitalistas presumen de ser mejores que los del pasado, pero no son tan distintos
ILUSTRACIÓN: PERICO PASTOR
En uno de sus relatos breves, La moneda falsa, Charles Baudelaire describe un encuentro ficticio entre dos amigos que se cruzan en la calle con un mendigo.
En el cuento, ambos dan limosna al mendigo, pero la moneda que le suelta el amigo es mucho más valiosa. El narrador elogia su generosidad y éste acepta el cumplido, pero luego, lejos ya del mendigo, añade: “Era una moneda falsa”.
El narrador se queda asombrado. No sólo porque su amigo ha engañado al mendigo, sino por la satisfacción de aparecer como generoso. La satisfacción procede de que el mendigo no se da cuenta de que ha sido engañado. El narrador ve que “había querido hacer, a la vez, la caridad y un buen negocio; ganarse cuarenta céntimos y el corazón de Dios; hacerse gratis con una fama de hombre caritativo”.
Baudelaire escribió esta historia en la segunda mitad del siglo XIX, cuando industriales como Andrew Carnegie y John D. Rockefeller comenzaban a invertir sus grandes fortunas en los mayores actos de filantropía jamás vistos. Desde las donaciones de Carnegie a bibliotecas públicas hasta la inversión de Rockefeller en avances biomédicos, ambos cambiaron la forma de hacer caridad, que pasó de donativos poco sistemáticos a un engranaje que fue ya una forma de negocio en sí mismo, supervisado por asesores remunerados.
Sin embargo, muchos no se sintieron agradecidos por la generosidad de los robber barons. En su ensayo El alma del hombre bajo el socialismo, Oscar Wilde reprendió la tendencia de los benefactores a usar su caridad como parapeto frente a demandas redistributivas. “Los mejores entre los pobres”, escribió Wilde, “nunca están agradecidos [a los benefactores]. Están descontentos, desagradecidos, son desobedientes y rebeldes, y tienen mucha razón de sentirse así. (...) ¿Por qué sentir agradecimiento por las migajas que caen de la mesa del rico? Debieran estar sentados compartiendo la mesa.”
Ahora que la filantropía entra en una segunda época dorada, con donaciones de benefactores como Bill Gates y Warren Buffett que rivalizan con las ofrecidas hacia el final de la anterior edad dorada, los escépticos empiezan a preguntarse si las preocupaciones de Wilde y Baudelaire siguen vigentes.
¿Están los filántropos de hoy distribuyendo “monedas falsas” conscientemente? ¿Están tratando de “recoger sin esfuerzos el certificado de hombre caritativo”?
En la mayoría de los casos, la respuesta es firmemente no. Las donaciones se realizan de buena fe, con empatía hacia cercanos o lejanos desconocidos. Sin embargo, al mismo tiempo, una nueva tendencia está creciendo: el filantrocapitalismo, que busca combinar las ganancias con el alivio de la pobreza. El intento de hacer una buena acción y al mismo tiempo realizar un buen negocio es lo que está detrás de esta nueva filantropía. Otra de las preguntas que Baudelaire planteó entonces aún persiste: ¿Quién se beneficia más de los actos de caridad, el donante o el receptor?
MEDICIÓN DE RESULTADOS
En la vanguardia de la nueva filantropía está el movimiento del altruismo eficiente, que se presenta como si su enfoque fuera muy distinto a las filantropías anteriores y pone el énfasis en la medición de resultados. Un pionero es Peter Singer, controvertido bioético que ha elogiado a Buffett y Gates como “los altruistas más eficicentes de la historia.”
Objetivo de hoy: hacer una buena acción y a la vez un gran negocio
Algunos supuestos logros se basan más en publicidad que en datos
Su alabanza se basa en la magnitud de lo que han dado más que en las pruebas de su eficiencia. Es cierto que si medimos su generosidad en dólares, es asombrosa. Joel Fleishman subraya en The Foundation que el anuncio de Buffet, en 2006, de donar 31.000 millones de dólares a la Fundación Gates superaba, en dólares de 2006, la suma de todo lo donado por John D. Rockefeller y Andrew Carnegie. Sin embargo, como proporción del PIB estadounidense, la magnitud de las fundaciones de hoy palidece con respecto a las de antes. La dotación de la Fundación Ford en la década de 1960 representaba más del doble en el PIB de lo que supondría la de la Fundación Gates cincuenta años más tarde. Desde la década de 1970 , las donaciones en EE UU se han estabilizado en torno al 2% del PIB, subraya Suzanne Perry en Chronicle of Philanthropy, “a pesar del enorme crecimiento en el número de organizaciones benéficas y de las cruzadas para incentivar donaciones”.
Las corporaciones se han vuelto más tacañas. Mark Kramer y Michael Porter apuntaron a principios de 2000 que la filantropía corporativa en proporción a los beneficios empresariales se había ido reduciendo desde la década de 1980. Desde entonces, aún ha caído más: desde el 2,1% de los beneficios antes de impuestos de mediados de los años ochenta hasta el 0,8% en 2013.
La afirmación de que Buffett y Gates son más eficientes que los filántropos anteriores no está respaldada por datos. Algunos programas de la Fundación Gates han llevado a mejoras medibles. Las tasas de vacunación aumentan; la mortalidad infantil mundial cae y el trabajo de la fundación ha contribuido a ello. Pero en comparación con las aportaciones de los gobiernos donantes, las ayudas de la Fundación Gates son una gota en el panorama mundial de la salud: el Gobierno de EE UU ha comprometido más de 65.000 millones de dólares únicamente en programas mundiales de lucha contra el HIV/SIDA. Esta cifra duplica la suma total de donaciones que la Fundación Gates ha hecho en toda su historia para salud y agricultura mundiales y educación en Estados Unidos.
Hasta la fecha ha habido mucha más publicidad que evidencia sobre los logros del altruismo eficiente; su progreso a menudo parece estar medido y apuntalado por circuitos que se retroalimentan. Los donantes privilegian lo que los críticos ven como objetivos de corto alcance: proyectos en los que es relativamente fácil medir los efectos.
Se habla mucho de los efectos positivos de algunos programas, como la desparasitación en todo el mundo, que se creía que habían contribuido considerablemente a la escolarización en países en desarrollo, hasta que un estudio reciente de Cochrane ha puesto en duda la correlación. En cambio, se presta mucha menos atención a cuestiones que no encajan con la nueva lógica dominante, como el coste para los programas sociales que tiene la pérdida de ingresos derivados de deducciones fiscales obtenidas por filántropos para, por ejemplo, proyectos con animales domésticos.
Los entusiastas de la filantropía de hoy nunca se quedan cortos a la hora de exagerar. Un organizador de una reciente conferencia del altruismo eficiente, celebrada en el campus de Google en Mountain View, llegó a afirmar que “el altruismo eficiente podría ser el último movimiento social que necesitemos.” Sin embargo, es evidente que el aumento global de las donaciones en los últimos diez años no han logrado reducir las desigualdades económicas.
El número de fundaciones filantrópicas se ha duplicado en EE UU en los últimos quince años al pasar de 40.000 a 85.000. Pero este aumento tampoco ha ayudado a aliviar la pobreza extrema, que en el mismo período se ha agudizado, según un informe de la Universidad de Michigan.
Una de las mayores ironías a las que se enfrentaba la filantropía del siglo XIX era la pregunta de si el aumento de la caridad simplemente exacerbaba las desigualdades al frustrar las demandas de mejores salarios y el derecho a sindicalizarse.
Carnegie publicó su primer ensayo sobre la riqueza, en el que instaba a los ricos a compartir su botín, sólo unos pocos años antes de la huelga de Homestead de 1892, una de las más sangrientas disputas laborales de la historia de EE UU, en la que él mismo aniquiló los pujantes esfuerzos sindicales incluso mientras dispensaba generosas ayudas sus trabajadores. “Paradójicamente”, ha señalado David Nasaw, biógrafo del filántropo, “[Carnegie] se volvió más despiadado en la búsqueda de ganancias una vez que determinó que iba a distribuir los beneficios en vida”.
“Al sostener que el millonario es el único que puede decidir dónde destina sus millones, y que lo que éste considere mejor es lo mejor”, añade Nasaw, “Carnegie promulgaba una verdad profundamente antidemocrática, casi feudal en su paternalismo”.
Los altruistas eficientes insisten en que la filantropía privada es la mejor vía para mejorar la vida. “Los filantrocapitalismos de hoy ven un mundo lleno de grandes problemas que ellos, y tal vez sólo ellos, pueden y deben resolver”, escriben Matthew Bishop y Michael Green en Filantrocapitalismo: cómo los ricos pueden cambiar el mundo, la Biblia de los nuevos filántropos.
Pese a tanta insistencia en la novedad, lo cierto es que el enfoque de los filántropos de hoy no es tan distinto del de Rockefeller y Carnegie, que insistían en que sus donaciones fueran eficientes y eficaces.
Al igual que en los días de Carnegie, la filantropía se utiliza en ocasiones como justificación ante grandes pelotazos.
“He donado cinco millones de dólares a diversas causas. Con ganas de contároslo”, escribía en Twitter a mediados de septiembre Martin Shkreli, consejero delegado de la farmacéutica Turing, muy criticada por haber subido el precio del Daraprim el 5.000%.
Este es un excelente ejemplo de filantrocapitalismo en acción: el uso de la filantropía para desviar la atención de las prácticas comerciales que impiden el acceso a medicamentos que salvan vidas. Al igual que en la época de Carnegie, muchos no lo están comprando.
* Linsey McGoey es la autora de No such thing as a free gift: The Gates Foundation and the prize of philantropy Verso Books. Este artículo ha sido publicado en la revista Fortune.