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Los intereses de Wall Street guían la evolución tecnológica

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Junio 2014 / 15

Socio director de Copperfield for Social Good

Hoy, la conjunción del capitalismo digital, la sociedad líquida y la posmodernidad parece que ‘deconstruyen’, o tal vez incluso destruyen, el entorno del trabajo.

¿Vendedores de billetes? Las máquinas han reemplazado a las personas. Estación de Atocha. Foto: Andrea Bosch

Lo que nosotros llamamos “trabajo” —aprendimos de André Gorz— fue una invención de la modernidad. El concepto mercado de trabajo no ha existido desde siempre. Fue una creación del capitalismo industrial, una innovación social que hoy etiquetaríamos como disruptiva.
En sentido inverso, parece hoy que la posmodernidad, la conjunción de la sociedad líquida y el capitalismo digital, está de-construyendo, tal vez destruyendo, las expectativas sobre el trabajo.

Vemos, por una parte, que al desacoplamiento conocido entre la economía financiera y la economía real (ya sea de producción o de consumo), se añade un desacoplamiento adicional entre las perspectivas de recuperación económica y de recuperación del empleo. Se trata de un fenómeno global. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), no se espera que en los países desarrollados la tasa de empleo llegue antes de 2017 a los niveles anteriores a la crisis. Esto tampoco sería la solución final, porque esa supuesta recuperación no incluye un cambio de tendencia en el aumento del desempleo de larga duración, que ha crecido en un 60% durante el período 2008-2013. Algo a lo que se añade la polarización de la fuerza de trabajo: decrece la proporción de trabajadores con salarios medios mientras se genera una brecha entre los empleos en la parte superior de la escala salarial y los de peor calidad, cuya retribución y estabilidad tiende a disminuir en general.

La revolución digital destruye igualdad y empleo a corto plazo, y puede que a largo 

Un 47% de los empleos actuales podría automatizarse en los próximos 20 años

Se constata a la vez que la extensión de las tecnologías digitales tiene como consecuencia (indirecta tal vez, pero cierta) la destrucción de empleos. The Economist, nada sospechoso de sensacionalismo, reflexionaba hace poco sobre la amenaza, prevista ya por John M. Keynes, de una “nueva enfermedad”: los modos de reducir la fuerza humana de trabajo en la economía de hoy avanzan mucho más rápidamente que las previsiones de utilizar el trabajo excedente en la economía del mañana. Dos expertos del Massachusetts Institute of Technology (MIT) auguran para un futuro próximo la sustitución masiva de personas por robots y programas de inteligencia artificial. Un estudio de la Universidad de Oxford apunta que el 47% de los trabajos actuales podría automatizarse en los próximos 20 años. Ninguno de ellos propone soluciones.

El debate sobre el impacto de la tecnología ya tuvo lugar al inicio de la revolución industrial. Mirando hacia atrás, The Economist (1) concluye: ”La Revolución Industrial conllevó dislocaciones sociales y económicas muy dolorosas, aunque casi todo el mundo estaría hoy de acuerdo en que las ganancias en bienestar humano valieron la pena”. ¿Con qué óptica mirar hoy hacia adelante?

Empezaría por la necesidad de desacreditar el discurso determinista, demagógico e interesado de los ilustrados tecnológicos acerca de la evolución de la tecnología. Argumentos como los presentados en What Technology Wants por un autor reverenciado en los círculos geek, son engañosos, ya desde el título. La tecnología no quiere nada. Avanza mediante (Brian Arthur) “la programación de fenómenos con un propósito; la orquestación de fenómenos para nuestro uso”. Evoluciona movida por las querencias de personas, empresas e instituciones que se aplican a ello. Obedece a mecanismos de evolución social, no a un imperativo suprahumano.

El análisis histórico de la interacción entre tecnologías y sociedad (David Noble, Bruno Latour) muestra cómo los caminos por los que evolucionan la ciencia y la tecnología no están predeterminados, sino que dependen de elecciones conscientes. El debate sobre las mismas y los criterios que se aplican debería ser explícito e influyente. Aquí van dos apuntes para el mismo.

En primer lugar, el acuerdo generalizado en que la disrupción digital, como la energética en la Revolución Industrial, ocasiona a corto plazo aumentos de la desigualdad y destrucción de puestos de trabajo. Puede ser, como The Economist apuntaba recientemente, que el balance a medio plazo sea positivo, pero también puede ser que no. En cualquier caso, no parece ni democrática ni moralmente correcto aceptar sin más, tampoco en esta ocasión, que el fin justifique los medios.

Sobre todo porque otra característica común a ambas revoluciones tecnológicas es la sustitución del trabajo por capital, dando prioridad a los intereses de los capitalistas por encima de los de las personas, cuyo trabajo se considera prescindible. La crisis financiera nos ha recordado, por si hicera falta, la poca consideración que el capital y los mercados tras los que se esconde tienen por el sufrimiento humano. No hará falta insistir sobre este punto. No se puede justificar la ganancia cierta a corto plazo de la minoría que financia la carrera digital con el argumento de la posibilidad incierta de beneficios inconcretos para todos.

Los nuevos oligarcas digitales están respaldados por la ideología de Wall Street

Que Zygmunt Bauman y ‘The Economist’ coincidan no es ninguna coincidencia

Hay más lecciones que aprender de la historia de la revolución industrial. Karl Polanyi mostró en La gran transformación cómo la innovación primordial de la Revolución Industrial no fue tecnológica, sino ideológica e institucional. La transmutación del capital, la tierra y el trabajo en bienes sujetos a la economía de mercado no fue un acontecimiento natural, sino una transformación deliberada, el resultado de impulsos conscientes de una parte de las sociedades de la época. 

David Noble diseccionó muy lúcidamente en America by Design los entresijos del proceso de ingeniería social que condujeron a la consolidación del capitalismo industrial de principios del siglo XX. En este proceso ejercieron un papel clave los intereses y las habilidades de los robber barons, los banqueros e industriales que dominaron las industrias básicas de la época: la electricidad, la química, las comunicaciones, el petróleo.

Algo parecido puede estar sucediendo alrededor de los nuevos oligarcas de las tecnologías de Internet y de los negocios digitales, respaldados, no lo olvidemos, por la ideología ultraliberal de Wall Street y el capital riesgo de Silicon Valley. Agentes como Goldman Sachs y Morgan Stanley, así como la demagogia exponencial de la Singularity University, son una cara oculta de Facebook y similares.

 

Extrañas coincidencias

Concluyamos. Aunque hayamos internalizado la tecnología como un ingrediente clave del progreso de la civilización, recordemos que este conllevó durante décadas importantes fracturas económicas y sociales, que solo se cerraron (mitigaron, más bien) tras un largo proceso de innovación institucional. Como glosaba Peter Drucker en un artículo que sigue siendo actual , las décadas del siglo XIX posteriores a la primera y segunda Revolución Industrial fueron períodos de la más fértil innovación en la creación de teorías e ideologías, incluyendo las que ampararon el desarrollo del capitalismo tecnológico, pero también para la innovación en instituciones que equilibraran sus efectos colaterales.

Incluso The Economist, inequívocamente liberal, recuerda: “La adaptación a las olas pasadas de progreso se asentó en políticas y respuestas políticas [...] Los gobiernos harían bien en empezar a hacer cambios antes de enajenar a su gente”.

Una conclusión coincidente con la de un autor como Zygmunt Bauman, cuya ideología no es precisamente afín a la de The Economist. Concluye su último libro argumentando: “Parece que necesitamos que se produzcan catástrofes para reconocer y admitir que podían producirse. Es un pensamiento escalofriante, quizá el que más. ¿Podemos refutarlo? Nunca lo sabremos si no lo intentamos: una y otra vez, y cada vez con más fuerza“.

Queda así planteada una cuestión esencial: cómo impulsar innovaciones institucionales que influyan en el ritmo y la dirección de una evolución tecnológica que hoy por hoy responde más a las prioridades e intereses de una minoría supercapitalista que a los resultados de un proceso democrático.

1. The Economist, 27/9/2001
2. “The next society”, The Economist, 1/11/2001