Publicidad // Mad Men: La ‘felicidad’ capitalista del consumo
Más allá del uso para los que fueron concebidos, los productos que compramos suelen expresar valores intangibles: del estatus a la innovación, pasando por una filosofía de vida. No es un coche, es un Tesla. Jean Baudrillard definía el consumo como un modo de relacionarse no solo con los objetos, sino también con la comunidad. Y los publicistas trabajan ese vínculo que no se ve, y que, a menudo, tiene que ver con la identificación.
Identidad robada
Don Draper, el creativo publicitario más famoso de la historia de la televisión, interpretado por Jon Hamm, lo explica mejor en el primer episodio de la aclamada serie Mad Men: “La publicidad va de la felicidad”. Y punto.
Y sin embargo, ¿qué sabe Draper de la felicidad? Este antihéroe seductor de infancia dura, sin formación pero brillante, capaz de bucear entre los deseos de la gente y, por supuesto, de manipularla, vive en un tormento interior durante siete temporadas. Su pasado entraña secretos que le impiden alcanzar la paz, empezando por uno nuclear: su propia identidad robada.
Mad Men nos sitúa en una época dorada para los señores de la publicidad de Madison Avenue, en Nueva York. Su mundo está hecho de glamur y de seducción. El humo y el alcohol son dos personajes más, y ayudan a los restantes a sostener su fachada. Las apariencias son lo que cuenta. También para Draper, pegado a su Old Fashioned. Junto a su esposa, Betty, y sus hijos, ha construido una familia tan idílica en un hogar decorado tan perfecto que desde el minuto uno se resquebraja.
De los muebles a los vestidos, pasando por los peinados, Mad Men retrata una época con una estética impecable. Acontecimientos como la muerte de Martin Luther King, la llegada del hombre a la Luna, la batalla entre Nixon y Kennedy y la revolución de los Beatles aparecen solo entretejidos con las inquietudes y los sueños de los personajes de la agencia Sterling Cooper (más tarde Sterling Cooper Draper & Pryce, con un tiburón bien real siempre merodeando: McCann Erickson).
El sexismo y el racismo fluyen con naturalidad en los agudos diálogos; por supuesto, en los comportamientos sociales. Los negros te limpiarán los zapatos y trabajarán como ascensoristas, y no pueden ni siquiera hablarte en un bar. Las mujeres son amas de casa, por supuesto engañadas, y disfrutan yendo de compras o de paseo y preparando pasteles de manzana. Las teleoperadoras y secretarias ejercen, en realidad, de madres, camareras o amantes (quizá de todo un poco). Si son fáciles, no encontrarán marido. Algunas, como Peggy Olson, logran abrirse camino con su talento.
Sería demasiado casual que el mad no aludiera, o no solo, a Madison Avenue, sino a la propia locura, en inglés.
En la cuidada creación de Matthew Weiner no hay personaje que pretenda caerle simpático al espectador. Y ninguno de ellos sobra. Menos que ninguno Peter Campbell, quien encarna la ambición personificada que puebla cualquier oficina.
Los publicistas no replican, sino que se reexplican, ante quienes dejan al desnudo su actividad. “Con vuestras trampas habéis creado una religión de consumo de masas”, se queja un personaje secundario, Roy, miembro de una pequeña cooperativa de teatro alternativo. Draper responde: “Las personas necesitan tanto que las guíen que escuchan a quien sea”.
La industria tabaquera empieza a tener problemas para defender que fumar es sinónimo de buena salud. ¿Quiénes la remplazarían hoy? ¿Las petroleras? ¿Las farmacéuticas? ¿Los gigantes tecnológicos? Salvando los canales de bombardeo que posibilita Internet, no está claro que la publicidad haya cambiado tanto. En el podio sigue reinando Coca-cola, en forma de anuncio perfecto en el momento en el que Draper se encuentra finalmente consigo mismo. O tal vez solo lo parezca.