Sobre hipocresía y doble rasero
El gran responsable del desastre es Putin, pero Occidente trata de imponer un relato único y la discrepancia se interpreta a veces como traición.
Un mes ya de guerra al entrar Alternativas económicas en máquinas. Rusia machaca Mariúpol y otras ciudades, sin conquistar ninguna de las 10 más pobladas, halla una resistencia muy superior a la esperada y sigue sin luchar calle por calle, donde su superioridad es dudosa. De ahí los refuerzos desde Chechenia y Siria. La presión sobre Putin alcanza niveles inusitados desde EE UU y sus aliados europeos. La vía negociadora sigue abierta. El ministro de Exteriores turco, tras viajar a Kiev y Moscú, declara que ya hay acuerdo sobre cuatro de los seis puntos en disputa. Uno de ellos es la renuncia de Ucrania a ingresar en la OTAN.
Se llega al mes 2 de la invasión y todo sigue por decidir.
Algo está fuera de toda duda, que las principales víctimas de esta guerra inaudita en el corazón de Europa son los millones de ucranianos que buscan protección de las bombas, en sótanos y estaciones de metro, o que se ven forzados a cruzar la frontera de lo que parece un nuevo Telón de Acero.
Está claro quién es el máximo responsable de este desastre: un Vladímir Putin que se presenta como el líder providencial que quiere hacer retroceder la historia, rescatar el honor de la extinta URSS y liberar a los hermanos ucranianos de un régimen nazi vendido a Occidente.
Es un choque entre dos relatos opuestos, vendidos a ambos lados con sendos bombardeos informativos que hacen evidente que, como en todas las guerras, también son víctimas la verdad y su pariente cercano, la objetividad.
Las noticias sobre Ucrania están sometidas en Rusia a una censura tan brutal, apoyada en el control casi absoluto por el Estado de los medios de comunicación, que alimenta un punto de vista que oculta la realidad de lo que ni siquiera se puede llamar guerra, si no se quiere dar con los huesos en la cárcel. Pero comparar a Putin, no ya con Stalin, sino con Hitler es pasarse de la raya y, sobre todo, no sirve de nada.
Es difícil que el líder del Kremlin consiga los maximalistas objetivos iniciales: derribar el Gobierno de Kiev, implantar un régimen títere que convierta a Ucrania en un Estado vasallo, consolidar el control ruso sobre Crimea y el Donbás y establecer una arquitectura de seguridad en Europa que elimine el cerco de la OTAN.
Comparar a Putin con Hitler o Stalin es pasarse de la raya y no sirve de nada
Está por ver el efecto de las graves sanciones en el bienestar y la vida cotidiana de los rusos, y no solo entre los clientes de McDonalds o Zara, los adictos a la Coca-Cola y los veraneantes en el mar Rojo o la Costa del Sol. El castigo de Occidente es una carcoma que corroe poco a poco, de efecto lento y en parte diferido: subida de precios, hundimiento del rublo, disminución del nivel de vida, bloqueo de la mitad de las reservas de divisas, restricciones a los movimientos de los oligarcas que apoyan a Putin y bloqueo de sus fabulosos patrimonios en Occidente… Quizá este cerco económico actual que recuerda a la ampliación de la OTAN tras la implosión de la URSS acabe torciendo el brazo de Putin, pero esa perspectiva no parece aún cercana.
Líder providencial
Aunque no haya una auténtica oposición en Rusia, no hay duda de que Putin cuenta con el respaldo mayoritario de sus conciudadanos (o súbditos), partidarios de un poder fuerte y que ven en el antiguo agente del KGB el líder providencial que les ha devuelto el orgullo frente a Occidente, y la sensación de pertenecer a una superpotencia cuyo brillo fulminaron Mijaíl Gorbachov (tan admirado en Occidente como odiado en su propio país) y Borís Yeltsin (epítome del desgobierno y la corrupción).
Se explica así el respaldo a la intervención en Ucrania. Las miles de detenciones en las prohibidas protestas son solo el reflejo de una opinión muy minoritaria, al menos mientras no se asimile un goteo (quizá torrente) de bajas propias y de ucranianos con lazos estrechos con rusos, muchos millones a ambos lados de la frontera común. Para elevar el espíritu patriótico, Putin escupe a la escoria y los traidores que no siguen ciegamente la versión oficial, defiende la autopurificación que fortalecerá el país y se da baños de masas como el del Estadio Nacional de Moscú.
Sin contrapeso
Pensamiento único (o casi) en Rusia. Pero, ¿y al oeste? También pensamiento único (o casi). En el lado occidental gozamos de las sacrosantas libertades de expresión y prensa. Sin embargo, al encender el televisor o abrir un periódico (digital o de papel), o al utilizar las redes sociales se impone un único relato, justo el opuesto al que domina en Rusia. En esa atmósfera, cualquier discrepancia corre el riesgo de ser tachada de traición.
El líder ruso cuenta con el respaldo mayoritario de sus conciudadanos (súbditos)
En Occidente es casi imposible buscar un contrapeso a la opinión predominante. No es cuestión de comparar la actitud de una potencia agresora con la de quienes ayudan a un país agredido. Pero, ¿es cuestión de blanco o negro? ¿Qué pasó con la gama de grises?
¿Qué hay de cómo hemos llegado a esto, de la responsabilidad de la OTAN en el cerco y humillación a Rusia aprovechando su derrota en la guerra fría? ¿No habría que reflexionar sin complejos sobre si la mejor forma de ayudar a los ucranianos es una ayuda militar masiva? ¿Se está potenciando lo suficiente la vía negociadora? ¿Se es consciente de que Putin no puede irse con las manos totalmente vacías, de que para acordar hay que ceder? ¿Hay un riesgo real de que la escalada verbal e incluso militar, aunque se excluya una participación directa de la OTAN, derive en un incidente grave que suponga una escalada del conflicto que involucre a las dos superpotencias nucleares? ¿Hasta qué punto la posición europea es autónoma o responde a los intereses globales de Estados Unidos, que podría ser el gran beneficiado del conflicto, mientras Ucrania pone los muertos y Europa sufre las consecuencias? ¿No seremos, al igual que Ucrania, rehenes de una pugna entre Moscú y Washington?
Las respuestas no están claras, pero lo más preocupante es que discrepar del discurso oficial se convierte a veces en deporte de riesgo.
¿Y qué decir del doble rasero, inevitable en todo conflicto y flagrante en este caso?
Europa se presenta como un bastión de racionalidad, democracia, derechos humanos y libertades individuales. Y es más o menos cierto, aunque con muchas salvedades. Sin embargo, escandaliza comparar la actitud ante la oleada de refugiados de Ucrania con la acogida al éxodo, en condiciones no menos dramáticas, de los huidos de las guerras de Siria, Afganistán y África, o el de quienes ven en Europa su única esperanza de no morir de hambre.
En Occidente, discrepar del discurso oficial se convierte a veces en deporte de riesgo
Toda ayuda a los refugiados ucranianos será poca; hay un evidente deber moral de acogerles y darles los medios para que rehagan sus vidas. Pero ¿acaso no merece el mismo trato esa legión de víctimas casi siempre de piel más oscura? No, para unos, puertas abiertas, alegrémonos por ellos; para otros, los muros de la fortaleza Europa. De poco les va a servir que lo lamentemos.
No es cuestión de criticar a quienes, impactados por las imágenes de mujeres y niños ucranianos que escapan de las bombas casi con lo puesto, se ponen al volante de su furgoneta, por ejemplo desde Málaga o Cádiz, para viajar a las fronteras del conflicto y traerlos para España, donde pueden reunirse con familiares ya residentes, ser acogidos en centros especiales, encontrar acomodo en viviendas particulares y ser beneficiarios de una ad hoc regularización rápida que normalmente costaría años conseguir. Pero a esas mismas costas o a las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla no dejan de afluir otros miles de refugiados que se juegan la vida en embarcaciones que apenas merecen ese nombre y que no son recibidos con tantas muestras de altruismo, incluso que a veces son devueltos en caliente.
Racismo
¿Cuál es la diferencia? Que los ucranianos “son como nosotros”, por mucho que la piel blanca y los ojos azules no sean precisamente claves en el cóctel étnico de los españoles, aunque sí de varios de los países de acogida de este éxodo.
Doble rasero, hipocresía pura y dura. O quizás aún peor: racismo. Ponga a una familia ucraniana en su casa, pero no a una nigeriana.
En cuanto a Pedro Sánchez, sin contar siquiera con su socio de Gobierno, y sin que parezca coincidencia temporal, sino el deseo de no tener un frente abierto al Norte y otro al Sur, ha tomado una vergonzosa decisión histórica que vende como ejercicio de realpolitik. Siguiendo la estela que marcó en 2020 Donald Trump, que reconoció la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, España acepta en una pirueta la fórmula de Rabat para la autonomía del territorio.
Es el broche final de una claudicación que se remonta 47 años atrás, cuando se cedió al chantaje de la Marcha Verde. Ignora las obligaciones de España como potencia garante y se salta las resoluciones de la ONU que establecen el derecho del pueblo saharaui a la libre autodeterminación y, eventualmente, la independencia.
Se trata de una forma indecente de resolver la crisis en las relaciones con Rabat por parte de la antigua potencia colonial, que abandona a su suerte al pueblo saharaui y que abre otro frente de alcance todavía por determinar con Argelia, de la que España depende para el suministro de gas, que es un declarado enemigo de Marruecos (están rotas las relaciones diplomáticas) y que acoge en los campos de Tinduf a la mayor parte de la población del territorio.
A cambio, España obtiene algo así como la promesa de enfriar la reivindicación sobre Ceuta y Melilla y el compromiso de Rabat de que frenará la inmigración ilegal, arma que el vecino del sur esgrime cada vez que quiere avanzar en sus pretensiones. Así que se aliviará la presión de los asaltos a la frontera en Ceuta y Melilla y la avalancha de pateras a la Península y a Canarias. Consecuencia inmediata: la embajadora marroquí vuelve a Madrid… y el argelino se va.
El contraste es lacerante. Por un lado, se defiende la independencia de Ucrania. Por otro, se cierra la puerta a la del Sáhara. Por un lado, se acoge a los refugiados ucranianos y se facilita su regularización inmediata. Por otro, se dificulta aún más el éxodo por mar hacia Europa de una legión de otras víctimas y se mantiene su regularización como una interminable carrera de obstáculos.
Esto tiene un nombre: doble rasero.