Vuelco a la economía mundial
La inflación y los problemas de suministro amenazan con echar por tierra la recuperación
de la covid-19 y aumentar la pobreza y el paro.
Apenas han trascurrido dos décadas, pero el mundo acumula ya tres crisis de calado desde que comenzó el siglo: primero fue la derivada del colapso de los mercados financieros, agravada en España por el estallido de la burbuja inmobiliaria; luego vino la pandemia, que golpeó las economías con una ferocidad desconocida en décadas, y justo cuando la actividad recobraba el aliento y las calles volvían a la normalidad, llegó la guerra. Es pronto para saber cuál será el impacto a largo plazo de la invasión de Ucrania y de las sanciones adoptadas por los países occidentales contra el régimen de Vladímir Putin, pero los primeros efectos ya han empezado a notarse. El más inmediato, una subida de los precios de la energía y de muchos productos de primera necesidad que, de prolongarse, amenaza con mermar el poder adquisitivo de las familias y dar al traste con la ansiada recuperación poscovid.
Como recordaba recientemente Martin Wolf, columnista del Financial Times, el mundo aprendió en la década de 1970 que la combinación de guerra, shocks de oferta y alta inflación es tremendamente desestabilizadora. La evolución de los precios va a ser decisiva a la hora de evaluar la gravedad de los daños económicos de la guerra. El momento no podía ser peor. En febrero, antes de que los tanques rusos penetraran en territorio ucraniano, la inflación ya había alcanzado niveles desconocidos en 40 años: el 7,9% en EE UU, el 5,8% en la eurozona y el 7,6% en España. Algunos economistas vaticinan que la subida del gas, de la gasolina y de alimentos como el trigo avivará el fuego y llevará a la inflación por encima del 10%, una situación que podría tener altísimos costes económicos, políticos y sociales. La inflación castiga sobre todo a las rentas más bajas, pues las familias pobres gastan un mayor porcentaje de sus ingresos en productos básicos como alimentos, vivienda y energía.
Sin haberse recuperado de los estragos causados por la pandemia, las cadenas globales de suministro se han visto de nuevo afectadas, esta vez por un conflicto bélico en las fronteras de Europa y Asia. En las fábricas de automóviles siguen faltando componentes, los ganaderos se están quedando sin pienso para alimentar al ganado y las protestas de los camioneros dificultan la reposición de existencias en los supermercados. La guerra ha obligado a suspender vuelos comerciales y fletes marítimos y ha interrumpido el transporte de paladio, níquel y trigo, entre otras materias primas. Para empeorar la situación, varias ciudades y provincias chinas han impuesto estrictos confinamientos para detener la propagación de la variante ómicron del coronavirus, impidiendo la salida de mercancías.
Tipos al alza
Los bancos centrales, que han contribuido a superar la crisis de la covid-19 con masivas compras de deuda y otros estímulos a la actividad económica, se ven ahora en la tesitura de subir los tipos de interés para parar la escalada de los precios a riesgo de frenar la recuperación. A mediados de marzo, por primera vez desde 2018, la Reserva Federal de EE UU elevó su tipo de interés de referencia un cuarto de punto, hasta un rango del 0,25% al 0,5%, y apuntó que lo seguirá subiendo gradualmente hasta el 2% antes de que concluya el año. El Banco Central Europeo (BCE) ha resistido, por el momento, las presiones para seguir por el mismo camino y ha optado por mantener el precio del dinero en el 0%.
El mundo va a dar un nuevo paso atrás en la globalización, como sucedió con la covid-19
Los riesgos son enormes. Un frenazo a la actividad combinada con una subida de precios podría desembocar a no muy largo plazo en la temida estanflación —caracterizada por una alta inflación sostenida junto con una recesión o un crecimiento escaso. El antecedente más cercano es la crisis del petróleo iniciada en 1973, cuando los productores árabes decidieron interrumpir las ventas de petróleo a los países que habían apoyado a Israel en la guerra del Yom Kipur. El aumento de los precios del crudo originó entonces una escalada de la inflación y frenó en seco la actividad económica en los países más afectados, con el consiguiente aumento del desempleo y la pobreza.
De nuevo se avecinan cambios radicales. Como ya sucediera tras el shock petrolero, los Gobiernos occidentales tratan ahora de reducir la dependencia energética de sus suministradores, esta vez de Rusia, primer exportador mundial de gas y tercer productor de crudo. También se están viendo forzados a adoptar medidas para reducir la factura eléctrica de los ciudadanos y las empresas y a incrementar el gasto público para paliar el impacto de la guerra entre los sectores más vulnerables. Ello traerá consigo un aumento del déficit presupuestario y de la deuda, que ya estaba en niveles altísimos. Igual que sucedió tras la crisis de 2008, hay peligro de que se dispare la prima de riesgo de países como España, Italia, Grecia y Portugal, lo que les obligaría a pagar altos intereses por el dinero prestado.
La guerra obligará también a dar un nuevo paso atrás en la globalización, como ya sucedió con la crisis de la covid-19. El objetivo es reducir la dependencia de países terceros —especialmente de aquellos más autoritarios y volátiles— para acceder a productos estratégicos como la energía, la tecnología, las armas, las medicinas, el material sanitario y los alimentos.
La separación en dos bloques económicos, opinan algunos expertos, ya ha comenzado a producirse. Uno estará liderado por países democráticos con economía liberal de mercado; el otro, por regímenes autoritarios con economías dirigidas por el Estado, que buscarán una mayor independencia del dólar y de los actuales sistemas de transacciones financieras. Más de la mitad de los intercambios comerciales se efectúan en la divisa estadounidense y prácticamente el 100% de las transacciones bancarias se canalizan a través del sistema SWIFT, controlado por Occidente y presidido por el español Javier Pérez-Tasso.
De lo que hay pocas dudas es que los los países pobres van a ser los más afectados por el encarecimiento de los alimentos porque sus ciudadanos destinan buena parte de sus ingresos a comprar comida. La República Democrática del Congo, con 90 millones de habitantes, por ejemplo, depende al 70% de las importaciones de trigo procedentes de Rusia y Ucrania; Egipto, al 80%, y Somalia, al 100%. La Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) advierte de que la crisis alimentaria podría ser devastadora en países que ya se han visto muy afectados por la escasez de comida debido a la pandemia. Ucrania producía, antes de la invasión rusa, el 12% del trigo que se cultiva en el mundo y era el primer productor de aceite de girasol. Este año no habrá cosecha, pues los hombres están en el frente y muchas mujeres han huido del país.
El conflicto puede causar una crisis alimentaria en los países más dependientes del trigo ucraniano
Las grandes empresas, y en concreto las del sector energético, están siendo las grandes beneficiadas de la guerra. Como subraya el economista estadounidense Robert Reich, que fue secretario de Trabajo con el presidente Bill Clinton, el 60% del incremento de los precios están yendo a parar directamente a la cuenta de resultados de las empresas: “Ese dinero no se está utilizando para paliar los problemas de oferta y el aumento de los precios de algunos productos. Se está utilizando para engordar los bolsillos de los directivos de las empresas y sus accionistas”.
Multinacionales petroleras y gasistas como BP, Shell, Exxon y Total no solo se beneficiarán de la subida de los precios, sino que verán reforzada su posición ante los Gobiernos de todo el mundo. Ello, advierten los ecologistas, tendría un impacto desastroso en la lucha contra la crisis climática. Entre los grandes beneficiados figuran también los países del Golfo, entre ellos Arabia Saudí, Kuwait, Emiratos Árabes Unidos y Qatar, que tienen la posibilidad de aumentar sus exportaciones y contrarrestar las presiones ejercidas desde Occidente para mejorar los derechos humanos.
Los expertos más optimistas subrayan, sin embargo, que el impacto de la guerra será limitado debido al escaso peso de la economía rusa, que apenas supone el 1,5% del producto interior bruto global (un poco más que España). Sea como sea, la cuantía de los daños será proporcional a la duración del conflicto y a la eficacia de las sanciones adoptadas por Occidente para debilitar el régimen de Putin.
De lo que no hay duda es de que el golpe a la economía rusa va a ser durísimo. El banco de inversión Goldman Sachs calcula que el PIB retrocederá en un 7% este año, comparado con el crecimiento del 2% previsto antes de que Putin ordenase invadir Ucrania. Otros expertos elevan la caída por encima del 10%. Rusia consiguió el 18 de marzo eludir la suspensión de pagos, después de que el banco estadounidense JP Morgan aceptase tramitar el pago de 117 millones de dólares en intereses de deuda rusa. En el próximo vencimiento puede que Moscú no tenga la misma suerte.
El impacto de la guerra en la economía de Ucrania, que está sufriendo enormes destrozos en sus infraestructuras y su tejido productivo, será mucho mayor; su PIB podría caer hasta el 60% si el conflicto se prolonga.
La gran paradoja
La gran paradoja es que mientras Occidente prohíbe a los bancos rusos acceder al sistema SWIFT y bloquea las reservas que el Banco Central de la Federación Rusa tiene fuera de sus fronteras, dejando al país al borde de la quiebra, los países occidentales siguen comprando gas y petróleo rusos. La razón es sencilla: interrumpir el suministro tendría un impacto devastador en la economía europea, y en especial para la de Alemania. El ministro alemán de Economía y Energía, Robert Habeck, vaticinó que dejar de comprar petróleo y gas a Rusia generaría “desempleo masivo, pobreza, gente que no pueda calentar sus hogares y gente que se quede sin gasolina”.
Alemania es la economía europea más dependiente de la energía generada en Rusia, pues de allí procede el 55% del gas natural que consumen sus ciudadanos y sus industrias (en la UE es, aproximadamente, el 40%). Los 700 millones de dólares diarios que Rusia ingresa con la venta de energía a Alemania y otros países europeos permiten a Putin financiar la guerra en Ucrania y paliar los efectos de las sanciones económicas.