Estambul-Río
Para sorpresa general, las últimas grandes movilizaciones sociales no han surgido en una Europa golpeada por la crisis, sino en esa parte del mundo en la que se suponía que el desarrollo económico esparciría por mucho tiempo el buen humor y el optimismo: los países emergentes. En menos de un mes, los manifestantes de la plaza Tksim en Estambul, a los que siguieron los de São Paulo y Río en Brasil, han dado un vuelco a nuestra idea de la prosperidad. Los árboles del parque Gezi, por un lado, y el precio de los transportes públicos, por otro, han resultado más decisivos para que saliera más gente a la calle en unos días que los reiterados llamamientos que los sindicatos vienen efectuando contra la austeridad desde hace varios años en el Viejo Continente.
Esos acontecimientos confirman una curiosa jurisprudencia de la historia social: en general, los movimientos más poderosos no estallan cuando las cosas van mal, sino cuando van bien. Presa de un paro récord, Europa asistió en los últimos años al movimiento de los indignados españoles y a las manifestaciones recurrentes en Atenas y Lisboa. Pero parece que la energía ha decaído desde entonces, sin duda por no haber encontrado una salida política creíble. El pesimismo, por no decir el repliegue sobre uno mismo, es lo que predomina hoy en Europa.
En este continente, la actitud nada tiene que ver con las multitudes brasileñas y turcas. Pese a la diferencia de los contextos políticos y de las reivindicaciones, estos movimientos tienen en común estar impulsados por esas nuevas clases medias cuyo número y expectativas crecieron considerablemente durante el boom económico de la última década. Precisamente, como esas fases de expansión modifican en profundidad la estructura social, pueden desembocar en importantes crisis.
Las nuevas clases medias no quieren únicamente trabajar y consumir más. Aspiran también a un modo de vida diferente y cultivan unos valores que trastocan las jerarquías establecidas. En ambos casos, esas expectativas se cristalizan, además, en la ciudad, teatro de su afirmación política y espacio que quieren hacer más vivible y humano. Al defender los últimos espacios verdes de Estambul frente al apetito inmobiliario del Gobierno, y al exigir unos servicios públicos (transportes, escuelas, hospitales...) más numerosos y menos caros en las congestionadas metrópolis brasileñas, están impugnando las prioridades y los métodos del poder en un sentido más amplio: el autoritarismo y la intolerancia cultural de los conservadores mercantiles en Turquía, y el clientelismo apenas disimulado de una izquierda brasileña que da la impresión de haber muerto.
En un momento en el que los dirigentes del planeta están inquietos por la lentificación del crecimiento en los países emergentes, esas nuevas movilizaciones les plantean una pregunta adicional, una pregunta que no estaba en sus previsiones: ¿para qué ser más ricos si no es para hacer el mundo más libre y la vida más agradable?