La UE ante los nacionalismos
La desconfianza de los ciudadanos en la Unión Europea es el principal problema de la Unión. La causa de esta desafección popular deriva de que el proyecto europeo no ha logrado superar los nacionalismos de los Estados miembros a pesar de sus 60 años de funcionamiento. El objetivo consagrado en los tratados de conseguir “una Unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa”, no tan solo no se ha logrado, sino que las distancias entre países han aumentado durante los últimos 20 años, es decir, desde que se introdujo el euro como valor contable en 1999.
Las diferencias sobre el nivel de riqueza entre países crecen. La distancia entre el producto interior bruto (PIB) por habitante más elevado y el más reducido en la zona euro (sin los países del Este) estaba en 2,5 en la década de 1980, mientras que actualmente es casi de 4, según la gestora de activos Candriam. El Centro de Política Europea, con sede en Alemania, ha proporcionado cifras más precisas detallando los perdedores y ganadores por países. El balance de los últimos 20 años es que los ciudadanos de todos los países perdieron, excepto los alemanes y holandeses, que ganaron 23.116 y 21.003 euros por habitante, respectivamente. Los grandes perdedores fueron los italianos y franceses, con 73.695 y 55.996 euros por habitante, en cada caso. España figura entre los perdedores pero en una cuantía menor, 5.031 euros por habitante. Sin embargo, según Eurostat, las pérdidas han sido especialmente notables a raíz de la crisis económica. Entre 2006 y 2017 el PIB per cápita de Italia pasó del 103,5% de la media europea al 96%. En España, la caída durante el mismo periodo fue más intensa, desde el 104,1% al 92%.
La falta de convergencia es patente en otros terrenos como el nivel de desempleo, desde el 18% en Grecia y el 13,9% en España al 1,9% en la República Checa y el 3,1% en Alemania. Las diferencias son también notables en el salario mínimo obligatorio, desde 2.071 euros mensuales en Luxemburgo a 286,6 en Bulgaria. España ha logrado subir hasta 1.050 euros (900 euros en 14 pagas) tras la subida del 22% de este año. Las promesas de establecer un salario mínimo europeo, adaptado a la situación de cada país, o un seguro de desempleo común son anuncios y promesas que nunca logran materializarse por la resistencia de los países ricos.
Un reflejo clamoroso de los egoísmos nacionales es la paralización que está registrando la unión bancaria, fundamental para la estabilidad financiera, por la testaruda oposición de Alemania a la creación de un Fondo de Garantía de Depósitos Europeo. Berlín asegura que no aceptará este fondo hasta que los bancos europeos no limpien sus balances de activos tóxicos, que superan los 600.000 millones de euros. Es una argumentación muy poco convincente proveniente de un país que alberga el Deutsche Bank, uno de los grandes bancos más inestables de Europa.
Esta realidad de crecimiento de las desigualdades supone que los ciudadanos no identifican a la UE como como las instituciones que pueden resolver sus problemas. Pero sería injusto culpar a la Comisión Europea o al Parlamento Europeo de la falta de medidas concretas para solventar las necesidades de los ciudadanos. La realidad es que son los Estados los que impiden el progreso de las políticas comunes.
La carencia de un presupuesto europeo con recursos suficientes para reducir las desigualdades y “hacer una unión cada vez más estrecha”, es una limitación que la UE arrastra desde 2003. En diciembre de aquel año, los principales contribuyentes netos (Francia, Alemania, Reino Unido, Holanda, Suecia y Austria) enviaron una carta al presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, en la que le exigían que el gasto presupuestario no superase el 1% del PIB comunitario. Desde entonces no hemos avanzado nada en política fiscal.
El ejemplo más palpable de esta ineficiencia es la falta de una política fiscal común. La regla de la unanimidad vigente en este campo permite a cualquier país bloquear las iniciativas por moderadas que sean. Esta situación supone serios problemas de competencia y dificulta la lucha contra los paraísos fiscales, de los que Europa es el principal proveedor.
Los ciudadanos leen en los periódicos las numerosas implicaciones de la banca en prácticas fraudulentas como el actual gigantesco lavado de dinero ruso por el Danske Bank por más de 200.000 millones de euros, que implica a las autoridades de Dinamarca y Estonia.
Las próximas elecciones europeas, que se celebrarán entre el 23 y el 26 de mayo, han propiciado hasta ahora pocos debates sobre cómo atender las necesidades más urgentes de los ciudadanos de la Unión. Durante los últimos años hemos visto cómo han ido cayendo las iniciativas como la de crear un presupuesto de la zona euro, una política fiscal común y la unión del mercado de capitales con el establecimiento de eurobonos, que supondría un único activo seguro para la Unión con el respaldo de todos los países del euro.
Este atasco generalizado del proyecto europeo, que se desvanece entre sucesivas promesas que nunca se llegan a concretar completamente, pone en duda la propia supervivencia de la Unión como ha reconocido el comisario de Asuntos Económicos y Financieros, Pierre Moscovici. De este escenario poco esperanzador solo se salva el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), con apoyos sustanciales de la Comisión Europea, cuyas sentencias que tienen primacía sobre los derechos nacionales van configurando un marco de derechos fundamentales que suponen una mejora de las condiciones de vida en la mayoría de países. En realidad, la curia europea constituye la institución verdaderamente federal de la UE, que iguala de verdad a todos los europeos bajo una misma ley y derechos forjando los cimientos para crear una verdadera unión en otros ámbitos a largo plazo.