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El mundo según Piketty

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Noviembre 2019 / 74

Nueva obra: ‘Capital e ideología’ es el libro en el que el economista francés reanuda su análisis de la dinámica de la desigualdad.

Thomas Piketty en un encuentro en São Paulo. Foto: Fronteiras do Pensamento / Greg Salibian

Su enfoque histórico y transnacional muestra que todas las sociedades pueden pasar por largas fases de grandes desigualdades. A un nivel muy general, se justifican por “la ideología propietarista”. ¿Qué quiere decir?

Es una ideología política que sitúa a la propiedad privada como modo de regulación central de unas relaciones sociales que permiten lograr la prosperidad y la armonía de la sociedad. Se presenta como opuesta a las sociedades ternarias que hallamos en Francia bajo el antiguo régimen, en India, en las sociedades musulmanas, etcétera, basadas en una división en tres: una clase clerical, la nobleza y los plebeyos. La propiedad privada se muestra como una fuente de emancipación individual dado que, en teoría, todo el mundo puede llegar a ser propietario. Tras la Revolución Francesa hubo tal fe en esta idea que el siglo XIX elevó la protección a la propiedad a un nivel de sacralización casi religioso. Tomemos como ejemplo la abolición de la esclavitud: ¡se procedió entonces a indemnizar financieramente a los propietarios de esclavos y no a los esclavos por el trato a que habían estado sometidos! 

La caída del comunismo en la décadade 1990 desempeñó el mismo papel que el de las sociedades de órdenes del siglo XVIII, permitiendo el desarrollo de un neopropietarismo que justifica la acumulación de derechos de propiedad ilimitados. Sea cual sea el nivel de fortuna alcanzado, no se debe cuestionar y las deudas públicas deben ser devueltas íntegramente, aunque se grave el futuro de varias generaciones nacidas en mal momento.

En el caso de los países ricos, el siglo XIX ha sido, históricamente, el de las mayores desigualdades mayores. ¿Por qué?

Durante la Revolución Francesa hubo debates sobre la posibilidad de cuestionar la propiedad. Se discutieron proyectos de impuestos sobre sucesiones, con unos tipos del orden del 70% e incluso del 80% para las más elevadas, pero no llegaron a adoptarse. Los acontecimientos hicieron que los defensores de la idea propietarista volvieran a tomar el control y no hubo tiempo de experimentar esas políticas. A lo largo del siglo XIX, la imposición sobre las sucesiones permanecerá en un 1%. Habrá que esperar a 1902 para que Francia comience a poner en marcha un impuesto progresivo y, aun así, permanecerá limitado con un tipo que no superaba el 6,5% en 1910.

Una parte del ahorro privado se invirtió en financiar la guerra

Al final, en 1914, Francia tiene un nivel muy alto de concentración de la propiedad, con casi el 60% del patrimonio en manos del 1% de los más ricos, un porcentaje aún mayor que el que había en el momento de la Revolución y casi tan alto como el del Reino Unido, cuyas desigualdades proceden de una extremada concentración de las tierras. Hay una gran hipocresía por parte de la burguesía francesa de la Belle Epoque (1880-1914), que afirma que como Francia, a diferencia de Inglaterra, es una república, no tiene necesidad de un impuesto progresivo como el que se había establecido al otro lado del canal de la Mancha. A esa instrumentalización política se une, hay que reconocerlo, el hecho de que entonces no había experiencias prácticas de fiscalidad progresiva. Los conservadores estaban en situación favorable a la hora de denunciar la máquina infernal y espoliadora de la imposición progresiva sobre la renta y el patrimonio.

La verdadera revolución histórica fundamental es la del siglo XX, con un descenso del valor de las propiedades y una reducción de su concentración. En el caso del valor, ¿es resultado directo de las destrucciones debidas a las dos guerras? 

Ese no es ni el único ni el principal factor. Fíjese en el Reino Unido, que no se vio afectado por destrucciones masivas y donde se da la misma evolución. En Alemania y en Francia, esas destrucciones explican, grosso modo, un cuarto de la disminución del valor de las propiedades, lo que no es despreciable, pero quedan tres cuartos por esclarecer. 

Una gran parte del ahorro privado se invirtió en financiar la guerra comprando títulos de deuda pública. La inflación y las excepcionales imposiciones sobre el capital al finalizar los conflictos redujeron ese ahorro a cero. El peso de la deuda pública, en porcentaje del PIB, se dividió, a grandes rasgos, entre 10 en Alemania, en Francia y en el Reino Unido. Se opta, entonces, por no devolver una deuda pública considerada demasiado grande para el futuro de los países. Eso explica la disminución de los patrimonios privados de un tercio a la mitad.

El resto se debe a las evoluciones políticas que tienden a limitar los derechos de los propietarios. Por ejemplo, la regulación de los alquileres, que reduce el precio de las propiedades; el aumento del poder de los asalariados en los consejos de administración (en Alemania y los países nórdicos), que reduce el valor en Bolsa de las empresas debido a los mayores derechos que tienen los asalariados sobre los accionistas. 

El siglo XX también se caracteriza por una fuerte disminución de la concentración de los patrimonios.

Un elemento que lo explica es la importancia que adquirieron, en vísperas de las Primera Guerra mundial, las carteras extranjeras. Tanto es así que se sitúan en lo más alto de la distribución de los patrimonios. Son, pues, ellas las que se verán más penalizadas por el hundimiento del valor de los activos entre 1914 y la década de 1950. Esa cima de la desigualdad de 1880-1914 fue la cima de un mundo propietarista y colonial. 

La evolución de las políticas públicas domésticas desempeña también un papel básico, con el establecimiento de una fiscalidad progresiva sobre las rentas y las sucesiones. Todas esas evoluciones representan una conmoción que impone a los que vivían de sus rentas una gran  reducción de su tren de vida.

Foto: Fronteiras do Pensamento / Greg Salibian

Tras la Segunda Guerra Mundial, la acumulación del capital, esa que es necesaria para el crecimiento, prosigue, pero debido a nuevas capas sociales: las clases medias. Gracias a la educación, la acumulación es mucho más amplia que en las sociedades propietaristas de antes del primer conflicto, y mucho más eficaz, con índices de crecimiento más elevados.

Pero donde se produce una revolución es en el surgimiento de una clase media patrimonial que sustituye a los más ricos, porque la situación del 50% más pobre cambia poco.

Desde luego, y quiero insistir en este punto: las sociedades socialdemócratas de la posguerra tienen, a pesar de todos sus éxitos, un límite importante. La mitad más pobre de la población nunca ha accedido realmente a la propiedad. El 50% de los más pobres nunca ha poseído más del 10% de las propiedades, mientras que el 10% de los más ricos nunca han poseído menos del 50% de las propiedades.

Desde la década de 1980, las desigualdades vuelven a crecer. En ningún país rico, los partidos de izquierda en el poder las han cuestionado. ¿Por qué?

Por tres factores: la falta de ambición educadora, la falta de voluntad de hacer que la propiedad circule y la falta de reflexión para encontrar soluciones fuera de los territorios nacionales en un periodo de globalización.

En el tema de la educación, cuando se estudia quién vota a los partidos socialdemócratas en Europa o en Estados Unidos, se comprueba que se han convertido en partidos de diplomados y no de trabajadores. En los años 1950-1980, eran los menos diplomados los que les votaban, mientras que en los años 1990-2020, eran los más diplomados. Se trata de un proceso gradual que, al cabo de los años, pone de manifiesto que los ganadores del sistema educativo, especialmente del superior, han pasado a ser el objetivo preferido de los partidos socialdemócratas, mientras que el resto de la población se siente abandonada.

“La mitad más pobre de la población no tiene acceso a la propiedad”

“Los diplomados han pasado a ser objetivo de la socialdemocracia”

Es cierto que, hasta la década de 1980, el camino a seguir era más fácil: se trataba de llevar a una clase de edad a un nivel de educación primaria, y luego secundaria. Una vez conseguido esto, es mucho más difícil llevar a toda la población al nivel master o doctorado. Pero ello no impedía pensar en políticas más justas para acceder al nivel superior, algo que los socialdemócratas no han hecho suficientemente. Se continúa, por ejemplo, gastando más dinero en los colegios e institutos más privilegiados que en los otros, y en las titulaciones más selectas de la enseñanza superior que en la universidad. Y todo ello, en un contexto general de reducción de la inversión en educación, que ha pasado del 1% de la renta nacional a comienzos del siglo XX a algo más del 6% en la década de 1990, para luego estancarse, u orientarse a la baja, a pesar del fuerte aumento del número de estudiantes. Lo que, dicho de pasada, explica en parte la disminución del crecimiento. Los socialdemócratas han perdido, así, el voto de los menos diplomados a la vez que los más ricos siguen votando por los partidos más conservadores, aunque tienen tendencia a acercarse a las elites diplomadas.

¿Y sobre las políticas públicas que afectan a la distribución de la propiedad?

Los socialdemócratas no han mantenido su promesa de igualdad. En parte, porque se han convertido en partidos de diplomados. Pero la caída del comunismo ha desempeñado también su papel. Los socialistas franceses y los laboristas británicos siguieron manteniendo un punto de vista centrado en las nacionalizaciones hasta la década de 1980, antes de pasar sin resistencia a las privatizaciones. En Alemania y en los países nórdicos, que recurrieron a la propiedad social y a la cogestión desde la década de 1950, no se profundizó en esta vía. Y, en el plano fiscal, no se ha acudido como se habría debido hacer a los sistemas de imposición progresiva de la propiedad y de circulación del patrimonio.

La falta de propuestas frente a la globalización ha desempeñado también un papel en la débil respuesta de los partidos socialdemócratas al aumento de las desigualdades.

La construcción europea habría podido ser su respuesta. A partir del momento en que se acepta un marco económico y financiero transnacional, es normal que las regulaciones públicas económicas, fiscales y medioambientales adquieran dimensión transnacional. Es chocante constatar lo poco que los socialdemócratas han avanzado en este tema. Nunca se han planteado de verdad cómo salir de la regla de la unanimidad fiscal en Europa. Han aceptado la libre circulación de los capitales sin exigir sistemas de intercambio de informaciones entre países sobre quién está en posesión de qué, lo que impide gravar correctamente esos patrimonios y sus rentas. 

Hannah Arendt les hacía el mismo reproche en 1951 en Los orígenes del totalitarismo: los socialdemócratas de entreguerras estaban un tanto perdidos pues intentaban pensar su proyecto político únicamente en el marco del Estado-nación. En comparación, las ideologías colonialista, bolchevique, nazi y el proyecto estadounidense intentaban pensar la regulación de la economía-mundo a un nivel explícitamente transnacional. 

Las vías que consisten en pensar en soberanías comunes de modo democrático no son fáciles, pero creo que las hay. Es urgente hacer propuestas en este sentido. Yo intento contribuir a ello.

¿Esto significa, a la inversa, que ninguna solución nacional es eficaz?

No, sigo estando convencido de que, en plano de la educación, de la circulación de la propiedad, fiscal, etcétera, se pueden hacer muchas cosas a nivel nacional. Pensemos en el impuesto de solidaridad sobre la fortuna (ISF) en Francia: sus ingresos habían pasado de alrededor de 1.000 millones de euros en 1990 a 5.000 millones cuando se suprimió. Se multiplicaron por cinco mientras que el PIB se había multiplicado por dos. Si se hubiera modernizado el ISF, con declaraciones para los patrimonios precalculadas por Hacienda, como se hace con los salarios, se hubiera podido llegar a los 10.000 millones.

Del mismo modo, el impuesto sobre bienes inmobiliarios sigue siendo enormemente regresivo, no tiene en cuenta el estado de las deudas del propietario (el que tiene una vivienda de 200.000 euros con 190.000 de deudas paga lo mismo que el que ha heredado la misma vivienda y no tiene que devolver ninguna deuda), ni tampoco la posesión de un patrimonio financiero (el que, además de su vivienda posee 2 millones de euros de patrimonio financiero paga lo mismo que el que no los tiene). Se pueden dar pasos adelante en estos temas. El aumento de las desigualdades no es una fatalidad. Se pueden establecer políticas públicas para luchar contra el propietarismo ambiente.

¿Cuáles son sus propuestas?

Siguen dos grandes ejes: la propiedad social y la propiedad temporal. La propiedad social consiste en distribuir, en todas las empresas, la mitad de los derechos de voto en los consejos de administración a los asalariados, como se hace en la Europa germánica y nórdica desde hace décadas. También se puede experimentar el hecho de poner un tope a los derechos de voto de los accionistas más importantes. Si se quiere reducir las desigualdades, hay que evolucionar hacia una mayor propiedad social.

“Hay que dar un lugar a los asalariados en las decisiones de la empresa”

El otro eje es la propiedad temporal: un impuesto progresivo anual sobre la propiedad y sobre las sucesiones. Actualmente, el patrimonio medio por adulto en Francia es algo menos de 200.000 euros. Si usted está por debajo de la media, el impuesto sobre el bien inmobiliario sería muy bajo, del orden del 0,1% del valor del bien, es decir, mucho menor que el actual. Por el contrario, para las propiedades más importantes, y sobre todo para las que superan el centenar de millones o los 1.000 millones de euros se podría pasar a un tipo impositivo que podría llegar hasta el 90% para los patrimonios de más de 10.000 veces el patrimonio medio, es decir, por encima de los 2.000 millones de euros. 

El baremo que propongo acabaría con las enormes posesiones a la vez que permite tener un patrimonio de varios millones, o decenas de millones de euros, en el caso de los más ricos. La idea de que una sola persona pueda poseer varios miles de millones de euros es difícil de justificar. Propongo volver a unos tipos impositivos que no son radicales. Existieron hasta la década de 1980 y la experiencia histórica ha demostrado que no son un obstáculo para el crecimiento.

Con unos ingresos fiscales recuperados, se podría establecer una dotación universal en capital, una herencia para todos, entregada a cada uno a los 25 años, del orden de 120.000 euros, que se entrega a cada uno a los 25 años. En la actualidad, si el patrimonio medio es de 200.000 euros, la mitad de la gente no recibe nada en absoluto. Esa circulación de la propiedad también la rejuvenecería. En unas sociedades que están envejeciendo como las nuestras, el poder económico está cada vez más controlado por los de más edad. Esa socialización de la herencia haría posible que cada uno recibiera un capital en el momento en que más lo necesita, para comprar una vivienda, crear su empresa… o para invertir en la empresa en la que trabaja.

Usted defiende el accionariado asalariado. Pero si la empresa va mal, se pierde a la vez el puesto del trabajo y los ahorros.

El accionariado asalariado no conviene en todos los casos, pero puede representar, en ocasiones, un complemento de la propiedad social. Además del 50% de los votos otorgados a los representantes de los asalariados, estos últimos podrían igualmente estar en posesión de una parte de las acciones de la empresa para ejercer más poder. No se trata de un modelo universal; cada uno es libre de utilizar como quiera su dotación universal. Con frecuencia se oye la crítica de que, incluso con el 50% de los votos para los asalariados, al final, son los accionistas quienes toman todas las decisiones. Con una pequeña parte del accionariado asalariado, podría garantizarse que el poder se inclinara hacia su lado. 

Antes que intervenir sobre la redistribución, ¿no habría que intervenir sobre el reparto primario, acudiendo, por ejemplo, a un aumento de los salarios?

El poder de negociación que se da a los asalariados va a tener ese efecto. Una de las consecuencias será permitir un reequilibrio del reparto salarios-beneficios. Se puede actuar sobre varios parámetros, especialmente sobre un aumento del salario mínimo, pero solo se puede actuar por lo bajo. En mi opinión, lo más importante es dar su verdadero lugar a los asalariados en la dirección de las empresas.

Usted trata poco los temas de regulación financiera. Ahora bien, cuando llega una crisis, los otros debates caen en el olvido. Además, las finanzas son también responsables del aumento de las desigualdades.

El desarrollo de las finanzas desde la década de 1990 es resultado de la liberalización de los flujos de capitales sin regular. Es ahí donde hay que actuar. En Europa estaremos obligados a denunciar los tratados que permiten esta libre circulación sin control. La hipertrofia financiera es, en parte, fruto de los movimientos ilimitados de capitales, un mundo en el que todos poseen todo, aunque una parte de esas transacciones son ficticias y representan tentativas de evadir el control fiscal y reglamentario. Controlar la circulación de capitales que ataca la soberanía de los Estados es, en mi opinión, la mejor manera de volver a meter en la botella al genio malo de las finanzas.

Otra pista en la que hay que ahondar es la del establecimiento de un tipo de interés común para el conjunto de los miembros de la zona euro. Disponer una moneda única y 19 tipos de interés abre la puerta a la especulación. Se puede avanzar en esta vía sin proceder a una mutualización de las deudas públicas y a transferencias entre Estados. Es un combate que puede ganarse.

Lo primero es el conjunto de ideas. Las ideas disponibles pueden hacer bascular las trayectorias históricas, dice usted en su libro. Pero solo la experiencia práctica exitosa cambia las cosas haciendo evolucionar las relaciones de fuerza político-ideológicas. ¿Qué aconsejaría a un joven, ser investigador o político?

¡Las dos cosas! No hay una única vía posible, depende de las aspiraciones de cada uno. En el plano de las ideas, creo que una de las razones de nuestro desconcierto democrático se debe a la excesiva autonomía de la esfera y el conocimiento económico y financiero respecto al resto de la sociedad. No es una asignatura facultativa. Todo el mundo debería dominar los temas económicos. Yo intento contribuir a ello.

En mi caso, mi trayectoria descansa en la investigación porque es lo que me gusta hacer y porque creo que es lo que hago mejor. Las ideas son primero y deben difundirse lo más ampliamente posible. Dicho esto, cuando llegan las elecciones, me obligo a comprometerme, incluso a acompañar, en ocasiones, a unos candidatos que no son del todo satisfactorios… Lo hago porque me parece importante, y seguiré haciéndolo.