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Las gafas del miedo ante la amenaza invisible

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Abril 2020 / 79

Existe un temor útil que nos ayuda a sobrevivir ante el virus porque nos frena. En cambio,
hay que detener la angustia que nos hace revivir nuestros propios fantasmas.

Estanterías vacías en un supermercado de A Coruña el 11 de Marzo. Foto: Libertad Romero

Los terremotos, el sanitario y el económico, sacuden el mundo de modo inédito. Y sentimos miedo. O angustia. En este artículo me propongo indagar sobre ello.

Existe un miedo operativo, adaptativo, que despierta para tomar conciencia de la situación y reducir en lo posible la exposición al peligro. Tiene una función precisa: la supervivencia. Nos lleva, en este caso, a lavarnos las manos, a mantener la distancia de seguridad, a no salir de casa.

Sin embargo, más allá de este miedo con una función precisa, cada persona, al tratarse de seres inmersos en el lenguaje y, por tanto, en el sentido, interpreta la amenaza de un modo distinto. La sensación de incredulidad y de incertidumbre que surge ante un suceso desgraciado no suele ser muy soportable para el ser humano. Pronto o tarde, lo recubre de sentido. Cada persona llena este no saber lo que pasará con las temáticas con las que cada uno responde ante la soledad más radical. Son, digamos, sus gafas particulares. Puede ser el temor a la muerte (la propia, la de un ser querido). O el miedo a la miseria, a no poder dar de comer a sus hijos. O a enloquecer.

La misma circunstancia, como el hecho de no poder controlar una situación, tiene un valor diferente para cada persona y genera una reacción distinta. Una paciente me contaba que un día empezó a sentir un pánico incontrolable mientras viajaba en avión. Le dijo a su pareja que tenía miedo de no poder controlar lo que hacía el piloto. Sorprendido, su compañero replicó que él no tenía ningún miedo precisamente por la misma razón: no podía controlar nada. Ella no aceptaba la imposibilidad de controlar. Él asumía este imposible. La cuestión para el psicoanálisis, decía Lacan, es precisamente pasar de la impotencia a lo imposible.

Invisible y silencioso

A diferencia del miedo, que tiene un objeto delimitado en el tiempo y en el espacio, un virus extremadamente contagioso, silencioso e invisible puede generar angustia. El peligro no está en ninguna parte precisamente porque puede estar en todas: en todos los objetos, en todas las personas (también en las sanas), en una mano tendida, en un beso o en una caricia. Una joven me contaba que se angustiaba por el solo hecho de ver a gente con la mascarilla puesta. Como cuando la música anuncia la presencia, antes de que aparezca, del alien en la película del mismo nombre.

Al miedo improductivo podemos contraponer la responsabilidad. La persona responsable solo teme a su conciencia.

Esta angustia es una suerte de miedo preventivo a un sentir miedo real. Concisamente, miedo al miedo. El objeto del miedo (el alien, el virus) no se ve y puede aparecer en cualquier momento y lugar. Y todo ello en una situación inédita: el colapso de los hospitales en los que se atenderán prioritariamente a los que menos lo necesitan, en los que se sacrifica al más frágil.

 

Negar o reír

Cuando el miedo se desliza más allá de la función de supervivencia, se dibujan las fantasías recurrentes de cada uno: fantasías de muerte que estaban ya presentes en un sujeto. Alguien interpreta la realidad aferrado a la conspiración (nos están engañando). Otro se encara al desafío (no va a pasar nada y salgo a pasear en bicicleta). También hay quien reacciona con sentido del humor para tomar distancia de uno mismo y transformar la tragedia en comedia. Y hay quien pronostica siempre la opción más terrible entre todas las posibles, como si tener mucho miedo de algo ayudara a amortiguar el posible golpe futuro.

A modo de conclusión: ante el miedo improductivo, inútil, podríamos contraponer la responsabilidad. La persona responsable no pierde tiempo en el miedo que paraliza. No teme la multa del policía, sino que solo teme a su conciencia si no ha actuado como debe. La persona responsable teme ante todo lo que Kant llamó el propio "tribunal interior".