Dignidad
El nuevo año se aproxima como el psicópata asesino en las películas de terror. El espectador no ha visto aún su rostro ni sabe todavía de qué forma espeluznante acabará con su víctima. Por tanto, el espectador imagina las peores cosas. El truco de esta película consiste en que el espectador, paralizado ante el espectáculo, ignora todavía (aunque un escalofrío en la espalda se lo sugiere) que la víctima es él mismo.
Hay que remontarse muy lejos en la historia, hasta el horror europeo de hace ocho décadas, para encontrar algo comparable al tránsito entre 2020 y 2021. Del año próximo, el 21 del 21, apenas se perfila la sombra amenazante. Sabemos que su inicio nos encontrará más o menos encerrados y más o menos acongojados (y, en ciertos casos, más o menos aliviados por librarnos de según qué reuniones familiares). Sabemos que buena parte del 21 se parecerá bastante a la realidad penosa de pandemia en la que hoy nos encontramos. Sabemos también que esa sensación de caída al vacío que nos angustia cuando observamos el cuadro económico se acabará en algún momento: en el año 21 del siglo 21 dejaremos de caer porque al fin nos estamparemos contra el suelo.
Cuesta mucho mantener el optimismo. El futuro inmediato suele parecerse al presente, por lo que más vale suponer que los usos democráticos seguirán desgarrándose, que los políticos seguirán pareciendo oportunistas e ineficaces, que las pulsiones autoritarias seguirán incrementándose. En este túnel no se ve la luz de salida.
Estaría bien que los historiadores vieran que no fuimos tan tontos como parecíamos
Todo lo anterior es cierto. Como también es cierto que, por mal que nos vaya la vida colectiva, la existencia de cada uno (procuremos ser uno de los que todavía existirán en 2021, cuidémonos) no se detendrá. Como hoy, las personas se amarán y se pelearán, nacerán hijos, se nos escapará la risa en el momento más inapropiado, nos emocionaremos por tal cosa o tal otra. No podemos saber si de esta crisis monumental saldremos más egoístas y estúpidos, como después de la Primera Guerra Mundial, o más solidarios y sensatos, como después de la Segunda Guerra Mundial.
Lo que sí sabemos, porque nos lo enseña el pasado y porque, en el fondo, nos conocemos, es que el humano es más resistente, tenaz y puñetero que cualquier virus y es capaz de sobrevivir en los entornos más hostiles. Está claro que de alguna forma iremos dejando todo esto atrás.
No estaría de más mantener la consciencia de que los historiadores del futuro se fijarán bastante en nosotros. Y estaría bien que esos historiadores concluyeran que no fuimos tan tontos y débiles como parecíamos, y que en el momento más oscuro supimos comportarnos dignamente. Y que supimos tomarnos con un poco de humor unas circunstancias siniestras.