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El patrón oro

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Mayo 2013 / 3

La deuda tiene estos días muy mala prensa. Pero sin ella no existirían ni el dinero ni la actividad comercial. Aunque nadie sabe con total certeza cómo nació el papel moneda, lo más probable es que se creara como consecuencia de la primera deuda. Veamos si la explicación no resulta demasiado abstrusa.

Imaginemos los trueques de tiempos remotos. Un pastor de ovejas propone cambiar dos sacos de lana por un saco de trigo. Como es primavera, la lana está recién esquilada. El que cultiva el trigo, sin embargo, va justo de reservas y le dice al pastor que no puede darle el trigo hasta la próxima cosecha, en verano. El pastor acepta porque no tiene mucha prisa y entrega los sacos. Pide, eso sí, que el agricultor le firme un papel (o una piedra, da lo mismo) en el que reconozca que adeuda un saco de trigo. 

A la semana siguiente, el pastor decide ponerse a dieta y suprime los carbohidratos de su menú. Ya no le interesa el trigo. Ahora quiere merluza. Va al pescador y le dice: “Quiero merluza, pero ahora mismo no puedo darte lana a cambio y no voy a matar una oveja para cambiar carne por una birria de pez. Lo que sí tengo es un papel del agricultor en el que me promete un saco de trigo en cuanto coseche. Si te parece, me das unas cuantas merluzas y yo te doy el papel para que el trigo lo recibas tú”. Y el pescador dice que bueno, que vale.

Ese papelito (o piedra), esa deuda que pasa de una mano a otra, es el embrión del papel moneda.

Luego, por supuesto, las cosas se complican. Hace falta que el papelito, o pagaré rudimentario, pueda cambiarse por algo tan útil para el que come de todo como para el que sigue una dieta sin carbohidratos. Y viene a decidirse el uso de ciertos metales escasos y poco oxidables, como el oro o la plata en monedas.

El descubrimiento de yacimientos suponía un cambio automático en el precio de las divisas

Tras la Primera Guerra Mundial, el dinero se convirtió en una cuestión de fe

El siguiente paso fue volver al papel y establecer el llamado “patrón oro”, origen de las políticas monetarias e invento eternamente añorado por los economistas liberales. Lo del patrón oro es muy sencillo. Se establece un valor en oro por cada unidad monetaria y ya está. Como ejemplo, supongamos que una libra esterlina equivale a un gramo de oro. El Banco Central dispone de reservas metálicas que garantizan que cualquiera que acuda a la ventanilla con un billete de diez libras recibe diez gramos de oro. En otros países se fija una equivalencia; digamos que un franco vale media libra y cinco gramos de oro. Con este incipiente sistema monetario internacional, ajustable dentro de unos márgenes estrechos (los marcados por las reservas auríferas), alcanzaron su apogeo el imperio británico victoriano, el libre comercio decimonónico y la estabilidad de precios. Sensacional, ¿no?

Pero la cosa tenía inconvenientes. Algunos ya se habían notado: el descubrimiento de nuevos yacimientos de oro suponía un cambio automático en las reservas, en el precio del metal y por tanto en el precio de las divisas. El principal inconveniente apareció, sin embargo, con la Primera Guerra Mundial. Los países en conflicto tuvieron que endeudarse para pagar el gasto bélico, y en 1919 el panorama era un desbarajuste. El Reino Unido no tenía oro suficiente para respaldar su moneda; Estados Unidos, en cambio, tenía demasiado. Aun así, Churchill decidió reimplantar el patrón oro, fijando la onza a 3 libras y 17 chelines. Con trampa, porque el billete solo era canjeable por metal en teoría: si todo el mundo hubiera acudido a la ventanilla del Banco de Inglaterra, no habría habido, ni de lejos, oro suficiente.

El dinero, por tanto, ya era fiduciario. O sea, una cuestión de fe. La libra esterlina “valía” tal cantidad de oro, pero ese oro no existía. Había que creer en el valor intrínseco de un papel porque lo respaldaba un Estado y podía cambiarse por bienes o por otros papeles emitidos en el extranjero. El patrón oro, además, se había convertido en un corsé para el crecimiento (la economía se expande más rápido que la extracción de oro y los yacimientos son limitados) y en un simulacro de sí mismo: como no había oro para todos, cada vez más países decidieron apoyar sus monedas en otras monedas, llamadas “de reserva”, que contaban aún con importantes montones de lingotes en sus cámaras acorazadas. Es decir, la peseta fijaba su cambio en libras, que a su vez fijaba su cambio en oro.

La hiperinflación (Alemania) y luego las megadeudas contraídas durante la Segunda Guerra Mundial acabaron de quebrar el sistema, que en la Gran Depresión ya había mostrado sus límites.

Los acuerdos de Bretton Woods, en 1944, fundaron el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional  (FMI) para establecer un sistema de equivalencias entre divisas basado en el dólar, moneda de referencia que aún se suponía más o menos respaldada por lingotes.

La guerra de Vietnam disparó las deudas de Estados Unidos y el entonces presidente del país, Richard Nixon, tomó una doble decisión: pasar del oro y fabricar billetes a ritmo industrial. 

Ahí terminó el patrón oro, y comenzó un lío del que hablaremos otro día.