El precio
El precio es la cifra que hay en la etiqueta. Hasta ahí estamos de acuerdo, ¿no?
La cuestión consiste en por qué la cifra es esa, y no otra. Se trata de una cuestión bastante importante: toda la economía contemporánea gira en torno a los precios. Salvo en supuestos irracionales, y con las necesarias correcciones (impuestos, aranceles, etcétera), una subida de precios indica que falta producción, y una bajada, que falta consumo. El gran problema económico del socialismo real consiste en la falta de precios libres y, por tanto, en el desconocimiento sobre lo que la gente quiere consumir.
Antes se pensaba que el precio de las cosas estaba relacionado con su valor. Y que el valor estaba relacionado con la cantidad de trabajo necesario para producir la cosa en cuestión. Ay, amigos. Ojalá fuera así. Como sabe cualquiera que cobre por su hora de trabajo (eso también tiene un precio) mucho menos de lo que cobraba hace unos años, el asunto no resulta tan simple.
La explicación convencional es la del mercado libre.
Usted tiene unas gallinas que ponen unos huevos y decide venderlos. Calcula lo que le cuestan esos huevos (la compra de gallinas, la alimentación, el trabajo de limpiar el gallinero y demás), añade un margen de beneficio e instala un puestecillo con un cartel: “Huevos a 50 céntimos”. Ese es el precio de oferta. Viene un señor, mira los huevos y dice que no compra ni de broma porque son demasiado caros y en el pueblo de al lado los venden a 35. Eso es lo que ofrece, 35. Es el precio de demanda. Usted piensa un momento y dice que los rebaja a 40. El cliente también piensa y decide que no le compensa ir al otro pueblo si la diferencia es de solo cinco céntimos por unidad. Se ponen de acuerdo en 40 céntimos por huevo. A ese precio, que es real porque alguien compra y alguien vende, se le llama precio de mercado.
Ahora olvide los huevos, porque la realidad es mucho más complicada, y el libre mercado es solo un concepto teórico.
Muchos precios, desde las tarifas eléctricas hasta las telefónicas, desde los plásticos especiales hasta el cereal, son elevados artificialmente por oligopolios de productores. Lo que hacen es pactar de forma más o menos secreta el máximo precio que, en su opinión, pueden pagar los consumidores. Se trata de exprimir al cliente sin acabar de estrangularlo.
La realidad, decíamos, es más complicada incluso que las teorías macroeconómicas. El capitalismo tiene ciclos que influyen en los precios. Karl Marx asegura que las empresas tienden a subir su producción hasta rebasar las posibilidades de venderla y se produce una crisis que obliga a reducir los precios. John Maynard Keynes piensa que no, que las crisis llegan cuando no hay trabajo para todos y que al bajar la demanda (los parados propenden a la austeridad) también caen los precios. Entre nosotros: los precios casi nunca bajan, salvo cuando se combinan alta tecnología y mano de obra en condiciones de semiesclavitud (véanse los textiles asiáticos) o cuando los productos o servicios tienen un gran margen de descenso porque siempre hay alguien que los ofrece más baratos (véase, por desgracia, la mano de obra en España). Cuando los precios descienden de forma generalizada, hablamos de deflación, que es lo contrario de la inflación y duele mucho más. Eso lo dejamos para otro día.
Los precios constituyen, en último extremo, una expresión de la psicología humana.
No se trata tan solo del famoso último refresco en el desierto, por el que se paga lo que haga falta y más porque es el último y tenemos sed. Hay cosas que la gente quiere al precio que sea, aunque no haya necesidad de ellas. Si Apple lanzara un bellísimo orinal con pedales, por ejemplo, podría venderlo carísimo. Ocurre lo mismo con los precios disparatados del fútbol.
De forma más genérica, en los precios intervienen dos factores que parecen contradictorios: por un lado, los humanos tendemos a pensar que el presente es eterno y actuamos en consecuencia; por otro lado, nos pasamos la vida cavilando sobre qué va a pasar en el futuro, pero lo imaginamos a partir del presente.
Se pensaba que el valor estaba relacionado con el trabajo. Ay, amigos, ojalá fuera así
Los precios solo bajan cuando se combinan alta tecnología y semiesclavitud
La vivienda constituye un ejemplo. Durante años, en España (y en otros sitios), se ha pensado que el dinero sería siempre abundante y barato y que los precios de los pisos irían subiendo. No importaba pagar un trillón por un apartamento en un barrio remoto, porque en caso de necesidad se podría vender por un cuatrillón o pedir una nueva hipoteca para cancelar la antigua. Es un fenómeno típico. Cuando los bancos prestan mucho dinero a intereses bajos, llega la especulación. En viviendas, en acciones o en cualquier otro producto. Lo extraño, visto desde hoy, es que diéramos por supuesto que las circunstancias no iban a cambiar.
Esa misma irracionalidad se aplica cuando todo da un vuelco. Ahora no se vende un piso ni a tiros. ¿Por qué? Para empezar, porque los bancos no prestan dinero. Pero, sobre todo, porque pensamos que los precios irán bajando. No tiene sentido comprar hoy por 50 si suponemos que dentro de unos meses podremos hacerlo por 40.
Antes pensábamos que la bonanza duraría indefinidamente. Ahora calculamos en términos de crisis eterna.