La tecnocracia
La Unión Europea suele ser considerada una organización tecnocrática y elitista. En efecto, lo es. Las sucesivas ampliaciones la han hecho difícilmente manejable; la acumulación de poderes ha complicado su funcionamiento. ¿Quién manda en ella? Principalmente, los jefes de Estado y de Gobierno de los países miembros (el Consejo), con mayor autoridad los que representan a las sociedades más ricas: ahora, para entendernos, Angela Merkel. Luego figuran la Comisión, pasteleada por los gobiernos y, por tanto, aquejada de debilidad congénita; los altos funcionarios; los parlamentarios europeos; los lobbies… A nadie se le escapa el formidable poder del Banco Central, cuyo presidente es también nombrado por los gobiernos. La influencia de los ciudadanos resulta muy remota e indirecta. Llevamos décadas arrastrando el famoso déficit democrático. Es inevitable, se dice. Solo las élites, al parecer, son capaces de comprender la mecánica interna de algo tan complicado. Cuando escucho esos argumentos, recuerdo a Andrew Jackson. Fue el séptimo presidente de Estados Unidos. Militar y abogado de frontera (es decir, sin apenas estudios), esclavista, responsable de una atroz deportación de indígenas, es, sin embargo, uno de mis héroes. A Jackson, fundador del Partido Demócrata junto con Martin Van Buren, las élites de Washington le robaron la elección de 1824: obtuvo la mayoría de los votos, pero la Cámara de Representantes eligió como jefe del Estado a John Quincy Adams, hijo del segundo presidente y diplomático avezado. En Washington llamaban asno, jackass, a Jackson. De ahí que su partido acabara identificándose con ese animal. En 1828 ya no se pudo impedir su victoria. El nuevo presidente invitó a todos los ciudadanos a su fiesta inaugural, lo cual provocó un formidable desorden en la Casa Blanca (Jackson tuvo que huir por una ventana) y reforzó las sospechas de sus enemigos, que veían en él a un populista peligroso, capaz de causar destrozos irreparables en el joven sistema político estadounidense. En cierta forma, sus enemigos tenían razón. Andrew Jackson causó un destrozo irreparable, y con ello convirtió a su país en una democracia. Los padres fundadores de Estados Unidos redactaron y aprobaron una Constitución muy sensata, abundante en mecanismos de control sobre el poder y en garantías para la libertad de los ciudadanos (una categoría de la que no formaban parte los esclavos), sin emplear ni una sola vez la palabra democracia. Eran patricios del este, una élite instruida y preocupada sobre todo por la gobernabilidad de un territorio inmenso que acababa de obtener su independencia tras una guerra.
A la UE le falta un Andrew Jackson que se enfrente a las élites
El ex presidente de Estados Unidos convirtió a su país en una democracia
Sabían cómo funcionaba una moneda y establecieron, para regular el dólar, un banco central. En tiempos de Jackson, ese banco era el Second Bank. Se trataba de una institución privada, en la que el Tesoro poseía el 20% de las acciones. El resto se distribuía entre los grandes magnates del este y algunos millonarios británicos. El Second Bank disponía de una licencia de 20 años, emitida en 1816 por el presidente Madison, para emitir dólares y controlar el volumen general de crédito fijando los tipos de interés. Pese a algunos casos notables de corrupción y ciertas disfunciones, cumplía su cometido. Pero a Jackson le parecía que el Second Bank satisfacía sobre todo las necesidades de sus propietarios, una incipiente burguesía industrial que vivía en Boston o Filadelfia, y era instrumento de una casta tecnocrática cada vez más poderosa. Jackson tenía razón. A los prohombres del banco central no les interesaban en absoluto los problemas de los granjeros y ganaderos del lejano oeste, que por entonces no estaba tan lejano (la frontera con el territorio inexplorado venía a situarse en Kansas), y recelaban de la población rural, siempre armada, siempre peleándose con los indios, siempre quejándose de una capital remota y de las élites que la gobernaban. ¿Qué hizo Andrew Jackson? Entablar una lucha a muerte con el Second Bank y, finalmente, acabar con él. Las consecuencias a corto plazo resultaron terribles: depresión económica, desmanes de los pequeños bancos estatales, inflación, escasez de papel moneda… Pero en pocos años se comprobó que la combinación de poder político central, moneda única y distintos tipos de interés en cada Estado o condado, fijados por una miríada de pequeños bancos, constituía la mejor fórmula para estimular el crecimiento de un país gigantesco y lleno de diferencias. Algo tan político como la política económica volvió a manos de políticos electos: el Tesoro emitía bonos y el precio de esos bonos fijaba el valor del dólar. Al margen de eso, cada zona se las arreglaba como podía. Y Estados Unidos llegó al siglo XX convertido en una gran potencia. En 1913, cuando volvió a crearse una autoridad monetaria, la Reserva Federal, se hizo con una institución descentralizada, controlada por oficinas regionales y bajo una estricta vigilancia parlamentaria. Europa no tiene un Andrew Jackson, y no lo tendrá en el futuro previsible, porque para enfrentarse a las élites, las tecnocracias y las instituciones “demasiado complejas para el ciudadano” hace falta alguien con el poder y la legitimidad que dan los votos. Los votos de todos, no solo los votos de los alemanes.