La ‘ventaja’ británica
Esta temporada se habla mucho de las cosas británicas, generalmente para criticarlas. Lo que ocurre parece feo. A veces lo es. El referéndum, la retirada de la Unión Europea, los episodios de xenofobia y cierto auge del borrachuzo nacionalista que grita, pinta en mano, himnos patrióticos y obscenidades se mezclan en una estampa poco reconfortante. Detrás de todo esto hay un problema económico. Y detrás de todo problema económico hay una idea. En el caso que nos ocupa, una idea que ha tenido una relevancia absoluta en la construcción de la economía mundializada. La idea nació en el Reino Unido en el siglo XVIII y se llama Teoría de la Ventaja. En realidad, son dos teorías: la de la ventaja absoluta, formulada por Adam Smith, y la de la ventaja relativa, propia de David Ricardo. Hablamos de dos patriarcas supremos de la ciencia económica y del liberalismo.
No se me asusten, porque conocen perfectamente esas teorías. Dicen que las personas, las empresas y los países deben especializarse en lo que mejor saben hacer, para producirlo con mayor calidad y a menor coste que sus competidores. Esa es la base del comercio internacional y la explicación de por qué España exporta aceite e importa ordenadores. Nadie discute las teorías de la ventaja y se da por supuesto que sus consecuencias, a largo plazo, son siempre benéficas.
Smith y Ricardo, dos patriarcas supremos del liberalismo
Desequilibrio entre un Londres rico y el resto, relativamente pobre
En realidad, para los británicos no están siéndolo. El Reino Unido se ha especializado en lo que mejor sabe hacer y gana muchísimo dinero con ello: las finanzas. Sin embargo, las finanzas comportan problemas graves: a diferencia de la industria, requieren poca tecnología, son propensas a grandes altibajos y tienden a concentrarse físicamente en un solo lugar. La ventaja británica ha hecho del Reino Unido un país desequilibrado entre el Londres rico y el resto, relativamente pobre, con crisis cíclicas agudas y una capacidad de innovación limitada a la especulación. El país va mal.
Los británicos tienen razones para quejarse. Pero además de abroncar a la Unión Europea deberían abroncar también a sus dos economistas clásicos más famosos.