Las ideas
Sí, de acuerdo. Los políticos mienten. En todas partes. Cuando la crisis, esta gran crisis que se ha quedado a vivir con nosotros, parecía a punto de engullir algo tan sagrado como los mercados financieros, los principales dirigentes del mundo se reunieron y proclamaron que no se podía seguir así. Era imprescindible, dijeron, refundar el capitalismo. Mentían. Sabían perfectamente que los mecanismos de la economía mundial no estaban a su alcance porque, en realidad, era el capitalismo quien podía refundar la política. Alguna cosa podría haberse hecho en materia de paraísos fiscales y de especulación, pero tampoco se hizo. La consecuencia resulta evidente: los políticos padecen un enorme descrédito. ¿Es culpa suya? Quizá no del todo.
En ciertos momentos, las ideas dominantes se agotan. Y con ellas, los políticos.
Hubo una época, no muy lejana, cuyos rasgos generales deberían sernos familiares. La década de los 70 del siglo XX, hace menos de medio siglo, fue realmente difícil. No me refiero a los pantalones de pata de elefante y a las camisas ceñidas, aunque sin duda contribuyeron al desánimo. Lo que ocurrió en aquel momento fue que las fórmulas de gestión económica utilizadas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, basadas en el keynesianismo y los acuerdos de Bretton Woods, dejaron de funcionar. El gasto en la guerra de Vietnam y en el sordo conflicto planetario contra la Unión Soviética forzó a Estados Unidos a prescindir del oro como respaldo del dólar: en adelante, solo el papel respaldó al papel. Las dos crisis del petróleo, en 1973 y 1979, dispararon la factura energética occidental. La palabra-fetiche en Washington era estanflación, un engendro verbal que intentaba combinar la mezcla de estancamiento económico y alta inflación que caracterizaba la economía estadounidense. En Europa, el término de moda era europesimismo. No había forma de controlar la inflación y relanzar el crecimiento. Ninguna solución daba resultados.
Echemos un vistazo a lo de ahora. En España, y en Europa en general, se ha discutido bastante sobre devaluaciones. Según el discurso oficial ha habido que devaluar el trabajo de las personas, reduciendo salarios, empeorando condiciones laborales y condenando al desempleo a gran parte de la población, para ganar competitividad. Ante ese destrozo se ha lamentado, sobre todo desde la izquierda, el corsé del euro: sin él se habría podido hacer lo de antes, devaluar la moneda y abaratar automáticamente los productos para la exportación. Empiezan a aflorar evidencias de que el austericidio, la política que combina recortes presupuestarios y devaluación interna, ha servido de poco. La economía europea apenas tiene pulso. Los precios caen. El desempleo se mantiene altísimo. Y la deuda pública sigue subiendo, en el caso español de forma escandalosa.
Con la crisis, los dirigentes prometieron refundar el capitalismo. Mentían
En realidad, era el capitalismo quien podía refundar la política
Las ideas clásicas no funcionan, como no funcionaban en los 70
¿Y si fuera posible devaluar la moneda? Hay países que sí pueden. El caso más notorio es el de Japón. Su primer ministro, Shinzo Abe, empujó al Banco Central a hacer de forma masiva lo que, de forma un poco más disimulada, hace también el Banco Central Europeo: fabricar dinero para adquirir deuda pública. Los alemanes están que trinan porque imprimir billetes genera inflación. Eso creíamos, al menos. Pero los precios no suben. Fabricar dinero también conduce a una depreciación de la moneda. Ese era el objetivo final de Shinzo Abe: devaluar el yen para estimular las exportaciones. ¿Qué ha ocurrido? Nada. Resulta que las empresas japonesas han desplazado tanta producción al extranjero que un yen más barato apenas les favorece.
Las recetas clásicas no funcionan, como no funcionaban en los años 70.
Lo que ocurrió entonces podría darnos una pista, quizá, sobre cómo acaban estas cosas. Acaban con una idea. En los 70 rebrotó la idea de la libertad. Libertad individual, libertad de empresa, libertad de comercio, libertad frente al Estado: la confluencia del liberalismo conservador y el libertarismo del 68 (ahora pocos lo recordarán, pero en su momento tuvo gran influencia en Europa un libro llamado La cocinera y el devorador de hombres, de André Glucksmann, un veterano maoísta de las barricadas de París reconvertido en crítico feroz del marxismo y del poder estatal) generó un nuevo contexto ideológico. Margaret Thatcher y Ronald Reagan fueron la plasmación política de las nuevas ideas dominantes. Sus recetas, basadas en las privatizaciones y las reducciones de impuestos, resultaron más traumáticas que efectivas, pero desataron la enorme energía del capitalismo. Lo cual nos sacó de aquella crisis. Y nos ha llevado a la actual.
Ignoro cuál será la idea dominante que surgirá de la actual crisis. En principio, parece que en los países más industrializados cunde un cierto apetito de justicia, en su sentido más noble (el contenido en los términos igualdad y fraternidad del lema revolucionario francés) y en su sentido menos noble, el justicialista, impregnado de ansia de castigo e incluso venganza por los abusos. Las desigualdades crecientes y la corrupción deberían estimular el deseo de una gobernanza basada en la solidaridad y la cooperación. Veremos.