Lo que no existía
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El 7 de noviembre de 2000 estuve en Austin, Texas. Llovía y hacía frío. Mediada la tarde, una multitud mojada empezó a apiñarse frente al Capitolio estatal. Eran republicanos que confiaban en la victoria de su candidato, George W. Bush, un hombre que propugnaba una cosa llamada “conservadurismo compasivo”. Ya saben lo que ocurrió. Pasada la medianoche, no se sabía si había ganado Bush o si había ganado su rival, Al Gore. En una circunscripción decisiva, Florida, el escrutinio daba cifras tan parejas que resultaba imposible determinar un ganador. La gente se fue a sus casas.
El recuento de Florida duró más de un mes. Imagínenlo. No se hablaba de otra cosa. El futuro de la primera potencia mundial dependía de que uno de los agujeritos que determinaban el voto en una papeleta fuera o no lo bastante profundo, o de que a otra de aquellas papeletas mariposa le faltara o no un trocito de papel en el ángulo: decenas de abogados tenían que discutir si ese voto valía o...
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