Besos en la calle
Esta tarde he ido al súper. Es lo que se tiene que hacer cuando uno vive solo, y cuando lo hace acompañado, también. Tengo mis rituales. Justo enfrente de la puerta del súper, al otro lado de la amplia acera, hay un banco. Si hay suerte y no está ocupado, me siento en él y me fumo un purito. Se trata de una de esas recompensas absurdas que los fumadores tenemos.
Instalado, he desviado mi mirada hacia la izquierda por unos instantes, y al hacerlo, de manera natural, después hacia la derecha, me ha sorprendido la aparición, para mí súbita, de un coche aparcado encima de la acera. Apenas a un metro y medio mío. Eso siempre preludia una corta estancia.
En seguida, del coche salen dos mujeres y un niño. Él es tan pequeño que se tiene de pie y poco más, va más en brazos que otra cosa. Es posible entender que la mujer más mayor (aunque de moderno porte) es la madre de la más joven que a su vez es la madre del infante. Tres generaciones a la vista, algo que siempre es grato de contemplar. Se paran ante el portal de al lado del súper. No tarda nada en aparecer una pareja de edad, de toda edad ¡Bueno! Ya no son tres generaciones sino cuatro las que están ante mí. Algo todavía mucho más difícil de ver. El purito se consume pero yo me quedo.
No hay besos, no hay abrazos, apenas un extraño movimiento en torno al codo. No lo habitual, sino algo que quiere ser otra cosa. Queda claro, el encuentro es allí, en la calle. Por alguna razón no pueden subir al piso. Allí están todos, unos frente a otros, parados, sin tocarse. Lo dicen en voz suficientemente alta para que pueda oírlo: parece ser que el pequeñín no reconoce a los abuelos (a los bisabuelos). Intentan bromear sobre eso. Después, la madre, de unos 30 años, se pone a picar de palmas, abuela y bisabuelos le siguen, el niño también. La madre danza alrededor de su hijo que por fin mueve su exiguo esqueleto. Esta es la fiesta que podían tener, y es la que han tenido.
La breve reunión se va a disolver, pero antes el niño se siente atraído por la cercana entrada del súper, hacia allá va con su madre pegado a él. Es el momento que la abuela aprovecha para besar y acariciar, sin recato, a los bisabuelos, es el momento en que una hija besa y acaricia a sus padres. Después de tanta contención, me he emocionado.
¿Seré arrojado a la hoguera por celebrar el triunfo de la humanidad? Porqué esos besos y caricias, tan prohibidos, tan desaconsejados, suponen eso, el triunfo de nuestra humanidad, de la que llevamos cosida a nuestras entrañas. La misma que ahora tenemos que defender, y no precisamente ante un virus.
Si me queman, espero serlo solo en efigie, resulta mucho más llevadero. Pero sea por siempre bendita esa hija que ha besado a sus padres, en la calle, de pie, casi furtivamente, como ha podido.