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El virus del capitalismo global

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Nik Anderson

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Todo parece sugerir que nos hallamos inmersos en un momento singular de la historia caracterizado por una dramática inquietud acerca de las expectativas de nuestro futuro. Lo más paradójico, sin embargo, es que a pesar de disponer de toda una vasta masa de conocimiento acumulado, las alternativas a un sistema caducado parecen menos probables que el hundimiento de nuestros entornos sociales y biofísicos.

La irracionalidad parece alcanzar el techo del mundo. El abismo que separa las posibilidades de la inteligencia humana de las condiciones reales del conjunto de la humanidad quizá nunca haya sido tan profundo. Cubiertos por una espesa niebla de irracionalidad política e ideológica, nuestra comprensión del mundo es cada vez más confusa e inquietante. Resulta evidente que nos hallamos ante una crisis orgánica donde las contradicciones entre la política, la geopolítica, la economía y la profundidad de las nuevas perspectivas ecológicas se hallan integradas en una combinación difícilmente disociable. La pregunta obvia es la siguiente: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? 

En cierta ocasión Joseph Schumpeter afirmó que cuando se prolonga más de lo esperado el malestar de la economía, los cultivadores de esta disciplina, seducidos y acosados por el pesimismo predominante, tienden a construir teorías para demostrar que la economía estará deprimida durante mucho tiempo. Sin embargo, conviene discernir entre el estado de ánimo de una sociedad o un colectivo determinado y la realidad objetivada. Porque, como afirmó Émile Durkheim, la sociedad ha de interpretarse "no por la concepción que se hacen los que en ella participan, sino por las causas profundas que escapan a la conciencia". ¡Si todo fuera tan evidente, tan obvio, dijo elocuentemente Karl Marx, para qué íbamos a necesitar la ciencia! En cualquier caso, y más allá de las variaciones de la crisis, de lo que no cabe la menor duda es de que nos hallamos sumergidos en las aguas turbulentas de un mundo en transición en el que lo viejo se está hundiendo y los contornos de lo nuevo no están todavía esbozados. 

Hay, sin embargo, varias matizaciones que hacer al respecto. La primera es que las crisis han predominado sobre los periodos de paz y estabilidad a lo largo de la historia de la humanidad. Por tanto, ¿por qué la actual debería de ser considerada una crisis excepcional y no una más como cualquiera de sus precedentes? Y, aún más, ¿estamos realmente ante la fase agonizante del capitalismo neoliberal dada la extraordinaria proliferación de pronósticos acerca de su inminente colapso? No hay que olvidar que la muerte del capitalismo ha sido presagiada prácticamente desde el momento de su gestación. Las causas podían obedecer a múltiples variables: desde la ley de la caída tendencial de la tasa de ganancia en Marx, hasta el agotamiento de tierras debido a la continua expansión colonial del sistema, subrayado por Rosa Luxemburg; o la dramática mercantilización de todas las cosas, a ojos de Karl Polanyi, por citar unos ejemplos clásicos (aunque en ningún caso se trata de formulaciones obsoletas, antes bien, todo lo contrario). 

Donald Trump durante su campaña electoral . Flickr / Gage Skidmore

Pero los sepultureros del sistema han brotado exponencialmente desde diciembre de 2019, cuando una "inesperada" pandemia, provocada por el virus SARS-CoV-2 y su enfermedad, la covid-19, con epicentro en la ciudad china de Wuhan, se propagó vertiginosamente por las redes conectivas de la globalización. Así por ejemplo, "el filósofo más peligroso del Oeste", Slavoj Žižek, en su Pandemia (2020) ha llegado a afirmar, no sin cierto ottimismo della volontà, que "el coronavirus también nos obligará a reinventar el comunismo basado en la confianza en el pueblo y en la ciencia". Pace Žižek, dejando de lado lo que habría que hacer, un estado de ánimo por otro lado sintomático e inevitable de las sociedades (o tal vez más preciso de sus cuadros intelectuales y políticos) en permanente estado de crisis, intentemos centrarnos en sus factores perturbadores.

Para la mayoría de observadores la crisis desatada por la pandemia suele atribuirse a factores contingentes de nuestra relación cultural y material con los entornos naturales; factores que según la perspectiva dominante constituyen un elenco de interacciones y consecuencias en cierto grado inevitables pero, en última instancia, consustanciales a la "destrucción creativa" del capitalismo. De este modo, la "chispa zoonótica", esto es, la transmisión de enfermedades animales hacia huéspedes humanos, puede surgir en cualquier borde del espacio natural selvático y volar desde allí, casualmente, hacia los hábitats urbanizados. Perspectiva que no difiere demasiado del carácter propenso a las crisis cíclicas de la naturaleza del capitalismo. 

Los que comparten esta opinión suelen afirmar que, ciertamente, a lo largo de la historia de la formación social capitalista las crisis económicas han sido muy regulares; del mismo modo argumentan, y no sin razón, que no es la primera vez que el mundo se halla ante una situación crítica provocada por una pandemia. Con otras palabras, suelen interpretar las crisis económicas y también las ecológicas como "cisnes negros" de un sistema autorregulado cuya naturaleza es susceptible de crisis periódicas, sin duda, pero que con pequeños ajustes y arreglos en el descontrolado sector financiero, o con políticas reguladoras en los dañados entornos biofísicos, inter alia, el sistema no solo se salvará a sí mismo, sino que podrá salir fortalecido. Por supuesto, no es difícil observar en esta perspectiva, profundamente influyente, una adhesión sin fisuras al ethos liberal, expresado de forma extraordinaria por el filósofo ecléctico Victor Cousin en sus Cours de Philosphie (1828) como "Le triomphe de lʼhomme sur la nature". ¿Quién podría sostener sin objeciones que el capitalismo en cualquiera de sus versiones se ha levantado de espaldas a la visión expresada por Cousin y ampliamente compartida por la burguesía liberal? Y sin embargo, nunca faltaron objetores a esa fe inquebrantable del progreso circunscrita a los preceptos de la economía clásica. 

Unos años después de Cousin, entre 1873 y 1883, el genio de Engels en sus Dialectics of Nature socavaría aquel optimismo panglosiano de la era victoriana afirmando que "por cada victoria que creamos haber conseguido sobre las fuerzas de la naturaleza", ésta "acaba vengándose de nosotros. Cada victoria, es verdad, en primer lugar produce los resultados que esperábamos, pero tras éstos, tiene efectos imprevistos que a menudo acaban por destruir aquéllos". 

La segunda observación que deseo introducir es que a pesar de la vasta masa de publicaciones concernientes a la dinámica de la crisis actual, con toda su masa crítica y su pessimismo dell'intelligenza, la brecha que separa a los teóricos sociales, o a sus colegas pertenecientes a las ciencias naturales, de los colectivos sociales y de sus avatares cotidianos es, en rigor, considerable. Lamentablemente, con demasiada frecuencia, la brecha está siendo cubierta por mensajes hueros, pero también peligrosos, procedentes en gran medida de la asombrosa expansión de la hipérbole mediática y del extremismo político. Una situación a la que ha contribuido, sin ningún género de duda, el estado de resentimiento de gran parte de la población mundial excluida de las virtudes del crecimiento económico y de la utopía neoliberal de una sociedad de individuos verdaderamente libres y satisfechos. Y, sin embargo, como escribió Eric Hobsbawm en Tiempo de rupturas (2013), la transformación de este mundo será imposible sin la aportación de los intelectuales, pero éstos no podrán hacer nada sin la "gente corriente". 

Las costumbres de los ciudadanos han cambiado, hasta en el momento de tomarse un café en el bar. Flickr / Ricardo Huñis

Paradójica aunque no sorprendentemente dada la extraordinaria aculturación neoliberal, mientras el mundo ha quedado de forma inextricable envuelto por la última fase de globalización, los estudios estructurales, las grandes sistematizaciones y las fórmulas del materialismo histórico continúan siendo marginales. Como consecuencia no ha dejado de proliferar una dramática confusión entre epifenómenos y causas subyacentes. Una incongruencia intelectual con amplisimas repercusiones en cualquiera de las dimensiones que afectan al ser humano. Al estudiar los problemas seriatim o por partes, recusando la riqueza del pensamiento dialéctico, las probabilidades de errar en el diagnóstico son cada vez mayores, mucho más cuando el sistema capitalista no ha dejado un milímetro de tierra incólume; y como afirmó Georg Lukács, no hay sociedades más "totalizadoras" que las capitalistas. Siendo así, y dado que la política no está en manos de una comunidad de sabios científicos, es poco reprochable que los gobiernos de turno no dediquen grandes esfuerzos a analizar las causas que subyacen tras la apariencia de los problemas que persiguen desesperadamente, pero que sea este un sesgo demasiado común en las ciencias que estudian el comportamiento social es más que reprobable. 

La incapacidad para observar las conexiones sistémicas mutuamente interdependientes del funcionamiento del sistema capitalista es el resultado de la represión del conocimiento dialéctico por parte de los sistemas educativos que, naturalmente, no se encuentran en una atmósfera política diferente al resto del cuerpo social. Como escribió hace mucho tiempo Marx con su característica sagacidad dialéctica: "A determinadas fases de desarrollo de la producción, del comercio, del consumo, corresponden determinadas formas de constitución social, una determinada organización de la familia, de los estamentos o de las clases; en una palabra, una determinada sociedad civil. A una determinada sociedad civil, corresponde un determinado orden político (état politique), que no es más que la expresión oficial de la sociedad civil". De este modo, deberíamos de interrogarnos con más frecuencia, por ejemplo, tal como hacía el biólogo y filósofo Richard Levins, acerca de "qué podemos decir del páncreas bajo el capitalismo, o de las adrenalinas en el neocolonialismo. Porque somos seres, al mismo tiempo, sociales y biológicos, y no podemos ignorar uno a expensas del otro. Eso es el enfoque dialéctico, siempre preguntar más allá". Sin duda, una nueva gramática lo suficientemente audaz para intentar desentrañar esta era de irracionalidad política global debería integrar los efectos combinados de la presión antrópica sobre la ecosfera.

Lamentablemente es escasísima la frecuencia con la que la sociología o la historia mantienen una relación constante y fructífera con la biología o la ecología y la economía. ¡Con cuánta persistencia la interdisciplinariedad ha quedado reducida a un tropo del nuevo academicismo! Sin duda es deseable y apremiante ampliar nuestros presupuestos conceptuales e indagar más allá de los convencionalismos del momento. Así, por ejemplo, al analizar la pandemia de covid-19 deberíamos de examinar con más esfuerzo la relación orgánicamente dependiente entre la chispa zoonótica y la alteración de la biodiversidad por parte de las fuerzas productivas del capitalismo global. En este sentido, un esbozo sobre la historia de las pandemias y su relación orgánica con la formación social predominante ofrece una perspectiva de las estructuras y relaciones subyacentes en oposición a visiones simplistas y peligrosamente anacrónicas. 

La peste no se extendió en el siglo VI hasta que el imperio romano comenzó a desintegrarse, dejando a las poblaciones de las grandes urbes en una situación de extrema vulnerabilidad. Cuando el Tahuantinsuyo se estaba escindiendo social y políticamente durante las primeras décadas del siglo XVI, la guerra civil se combinó con el variola virus (viruela) junto a otras enfermedades infecciosas importadas desde Europa, precipitando así el fin del imperio incaico. Cuando Neil Davidson revisa las condiciones estructurales de la transición del feudalismo europeo al capitalismo agrario británico en su obra Transformar el mundo (2013), subraya la crisis general que se estaba gestando en las entrañas del feudalismo en el siglo XIV. La desintegración de aquel sistema reaccionario se combinó con malas cosechas y hambrunas, dejando un contexto social e institucional frágil, propicio para la expansión virulenta de la peste negra. Como escribe Levins en su artículo Is Capitalism a Disease? –relativizando la explicación convencional de la entrada de la enfermedad bacteriana por los puertos del Mar Negro desde Asia y hasta el corazón de Europa–, la peste, hasta entonces latente y controlada, "solo tuvo éxito cuando la población se volvió más vulnerable, cuando el ecosistema humano no pudo enfrentar una enfermedad propagada por ratas en un momento en que la infraestructura social que habría controlado a estos roedores se había derrumbado". Cuando el edificio de la burguesía liberal del XIX se estaba hundiendo hasta sus cimientos, la primera generación de Robber barons junto a sus monopolios condujeron al mundo a la Gran Guerra. El hundimiento coincidió, o se retroalimentó, con la llamada gripe española de 1918 que se extendió a través de las miserables condiciones de las tropas de la primera guerra industrial, con una mortalidad proporcionalmente tres veces mayor que la arrebatada por las nuevas máquinas de guerra. 

¿Pueden ser considerados sólidamente como acontecimientos inevitables o casuales de nuestros ecosistemas que la gripe aviar que contagió a humanos en 1997 y el Sars-CoV en 2002, surgieran ambas en Guangdong, y desde diciembre de 2019 la Covid-19 se registrase en Wuhan, todos ellos importantes epicentros de la industria global?, como se pregunta Mike Davis "Como atestigua la historia epidemiológica", señalan incisivamente Rob y Rodrick Wallace en New Left Review, "el contexto es más que un simple escenario en el que colisionan patógenos e inmunidad". Durante la era neoliberal, mientras Occidente se deshacía del vetusto mundo industrial de la segunda posguerra, generando de paso un rastro social de desempleo y precariedad en los mercados laborales, al tiempo que enarbolaba el inocente y ambiguo término "desarrollo sostenible", las industrias más dañinas con la ecosfera se desplazaron hacia la China reformista de Deng Xiaoping (1978-1996) y a otros países de los bordes exteriores del capitalismo avanzado. La deforestación y la urbanización salvajes, el incremento exponencial del consumo y la logística a nivel planetario, la degradación de vastas superficies de tierras de cultivo, la ganadería intensiva alterada sin piedad para elevar la productividad y los balances de las cuentas corrientes de las multinacionales del capitalismo agrario, constituyen algunas de las cadenas causales y de los factores perturbadores que se condicionan recíprocamente con el cambio climático bajo el dominio de la ideología neoliberal (La era de la irracionalidad política global). 

Otra de las consecuencias, los aeropuertos casi vacíos. Flickr / Studio Incendo

Las trazas de las consecuencias del "neoliberalismo planetario pueden sentirse en todos los niveles de la organización biocultural, hasta la escala del virión y la molécula". En un revelador artículo de los citados Rob y Rodrick Wallace en el que siguen el rastro de Zaire Ebolavirus, propagado dramáticamente por el África Occidental a finales de 2013, la producción de palma aceitera en la selva de Guinea, que suministra a la insaciable industria agroalimentaria global, actuó como receptor del murciélago de la fruta, portador del Ébola. "Las transformaciones en la Guinea selvática, en la que se originó el virus, estaban relacionadas con las políticas de ajuste estructural del gobierno de Alpha Condé, que abrió la producción de alimentos nacional a los circuitos mundiales del capital y al mismo tiempo redujo los ya de por sí rudimentarios servicios de salud pública". Sucintamente podemos argumentar con Richard Levins que "el surgimiento de enfermedades infecciosas es una de las muchas manifestaciones de una crisis más general: el síndrome de la angustia eco-social. Una crisis a varios niveles y omnipresente de las relaciones disfuncionales entre nuestra especie y la naturaleza". Pero por desgracia la "complacencia" que ha dejado "adormecida a la humanidad" para "describir y reconocer las perturbaciones en la microecología del homo sapiens", dejándola desnuda ante "la plaga que se avecina", escribió Laurie Garrett en The coming plague (1994), se halla inscrita análogamente en la convicción inalterable de los profetas neoliberales de los mercados autorregulados. Como ha escrito con admirable claridad Mike Davis en Llega el monstruo. Covid-19, gripe aviar y las plagas del capitalismo:

"La destrucción de los bosques, tanto a manos de multinacionales como de agricultores de subsistencia desesperados, elimina la barrera entre las poblaciones humanas y virus silvestres aislados endémicos de las aves, los murciélagos y los mamíferos. Las granjas industriales y los gigantescos corrales de engorde actúan como inmensas incubadoras de nuevos virus, mientras que las condiciones sanitarias en los barrios marginales dan lugar a poblaciones que están al mismo tiempo densamente abarrotadas y debilitadas a nivel inmunitario. La incapacidad del capitalismo global para crear empleo en los llamados países en vías de desarrollo se traduce en que mil millones o más de trabajadores de subsistencia (el proletariado informal) carecen de un nexo patronal con la atención médica o de los ingresos necesarios para adquirir tratamiento en el sector privado, una situación que los deja a merced del colapso de los sistemas de hospitales públicos, si es que existen. La protección biológica permanente contra nuevas plagas, por consiguiente, precisará algo más que vacunas". 

Sería preciso cambiar las estructuras sociales, económicas y políticas sobre las que se levanta el capitalismo global. Haría falta una "revolución en la agricultura", pero también un cambio radical en nuestras formas de vida que probablemente, o al menos por "voluntad propia", no serían admitidas en la política económica de los grandes países capitalistas o con "capitalismo de estado". De hecho, las políticas "de emergencia son fundamentales", sin la menor duda, "pero dicha logística puede ser también un medio indirecto (si bien en la mayoría de los casos accidental) para evitar abordar los contextos fundacionales más amplios que provocan la aparición de enfermedades", señalan Rob y Rodrick Wallace en Las ecologías del ébola.

Por otro lado, no ha sido fortuito que la mayor parte de los países que más han sufrido los estragos de la crisis pandémica hayan sido aquellos que socavaron sus estructuras sanitarias públicas en aras de la reductio ab absurdum de la economía de mercado. Las políticas de ajuste estructural guiadas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional que arruinaron la topografía social de América Latina y África durante las décadas de 1980 y 1990, así como el mimetismo irracional del modelo de desarrollo angloamericano, han dejado un rastro de escombros sociales, económicos y ecológicos por todo el mundo. Por esa razón hay que subrayar que, en contra de la huera charlatanería mediática, ¡las pandemias, o las enfermedades en general, no nos sitúan a todos bajo las mismas circunstancias! La clase social, la condición étnica, el género y por supuesto las desigualdades geográficas y geopolíticas continúan siendo factores determinantes. ¿Cómo explicar, en todo caso, que al escribir estas líneas se hayan distribuido 39 millones de dosis de vacunas en medio centenar de países de ingresos altos, mientras únicamente han sido inmunizadas la vergonzosa cifra de 25 personas en cualquiera de los países de ingresos bajos? Durante más de cuatro décadas la ortodoxia neoliberal ha mercantilizado la esfera pública, socavando los bienes comunes indispensables para el desarrollo y la cohesión de las sociedades. 

Campaña de vacunación. Flickr / Joint Base San Antonio

En suma, allí donde los intelectuales han perseverado tenazmente en la ardua y compleja tarea de interpretar el mundo, planteando alternativas y proyectos de transformación social, adoptando además un discernimiento razonado de los convencionalismos académicos del momento, difícilmente las consecuencias sociales de la actual crisis global han podido ser consideradas de forma congruente como una novedad histórica, o como fruto de una fatalidad inevitable. Al fin y al cabo, las escasas disposiciones de alternativas a un sistema extenuado, más allá de la exigencia de su necesaria abolición en forma de protestas sociales exacerbadas por todo el mundo, han permitido al capitalismo cambiar de apariencia constantemente para mantener, no obstante, inalterada su naturaleza cimentada en la perpetua acumulación de capital. Las guerras culturales libradas por la conquista de derechos sociales (sin duda legítimos) han sido en última instancia las que se han extendido con más encono por los campos de batalla políticos, silenciando sin demasiadas objeciones a los conflictos distributivos. La mayor parte de las "críticas al régimen normativo-económico dominante", como señala William Davies en New Left Review 71, no ha transgredido por ahora el umbral de "inocuos actos de micro rebelión contra el orden macrosocial". Pero la acumulación de capital en ausencia de una sólida oposición política, y con la imparable neoliberalización mundial, ha ido arrastrando a las sociedades hacia el abismo. Como señaló sagazmente Engels en uno de los prefacios del Manifiesto, cargando contra las sectas que proliferaban como corrientes alternativas al agonizante socialismo utópico: desean suprimir las miserias sociales con sus "variadas panaceas y emplastos de toda suerte", pero "sin dañar en lo más mínimo al capital y a la ganancia". 

Si toda nuestra energía intelectual no se dispone a desentrañar el funcionamiento de este sistema irracional, es decir, la lógica de acumulación de capital ad infinitum a costa de las sociedades y de los recursos naturales del mundo, que es en última instancia la que nos condena al desastre una y otra vez, entonces ¿cómo podremos cambiarlo? Es cierto que, como escribió Hegel, la "lechuza de Minerva solo despliega sus alas a la caída de la tarde", únicamente comenzamos a entender un periodo cuando se baja el telón, cuando aparentemente los contornos de una nueva fase en la historia comienzan a revelarse. Pero entonces, cuando el telón de esta tragicomedia haya descendido definitivamente, ¿habremos llegado a un momento de irreversibilidad? Tal vez es hora de invertir la décimo primera Tesis sobre Feuerbach de Marx (1845/1888), y volver a interpretar este mundo que con tanta frecuencia se nos muestra caótico.

 

*Germán Carrillo García es profesor de la Universidad de Murcia