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Historias imaginadas sobre expertos y políticos

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Dicen que son los momentos de crisis o incertidumbre los que ponen al descubierto las virtudes y carencias de los humanos, los colectivos y las instituciones. Es mucho, pues, lo que podemos aprender observando con una lente de gran angular el desarrollo de la emergencia de la covid-19 desde que China dio la primera señal de alarma el 31 de Diciembre.

Observamos, por ejemplo, que muchos gobiernos, incluido el de España, repiten una y otra vez que toman sus decisiones en función del consejo de expertos que les asesoran. En esta fase de la crisis, los protagonistas son los epidemiológicos y especialistas en enfermedades infecciosas, con los economistas en segundo término. Podemos, sin embargo, imaginar que la relación entre políticos y expertos no es siempre fluida. Porque si lo fuera, quizá los gobiernos habrían estado mejor preparados para la eventualidad de una pandemia.

Lo cierto es que durante estas semanas de confinamiento hemos sabido de la existencia de múltiples avisos de expertos que señalaban el riesgo cercano, para algunos inminente, de una nueva epidemia infecciosa de graves consecuencias. Por ejemplo, un informe de 2019 de la Organización Mundial de la Salud aseguraba que “aunque es imposible predecir cuándo ocurrirá la próxima pandemia, ésta se considera inevitable. Dado el aumento de la globalización económica, de la urbanización y la movilidad, la expansión de la próxima pandemia será mayor y más rápida, y podría resultar en disrupciones notables”. ¿Cómo podemos entender por qué la mayoría de los gobiernos no tomaron en cuenta esa advertencia?

La respuesta casi automática, la que bulle en el parloteo de las redes sociales y las opiniones de los epidemiólogos de salón es la más fácil: los gobernantes son todos unos ineptos. Es probable que el número de instancias que justificarían esta conclusión esté aumentando durante estas semanas. Pero aceptarla como “la” verdad equivaldría a cuestionar el buen juicio de los votantes o el buen funcionamiento de los sistemas democráticos. Como casi todas las teorías demasiado fáciles, lo más probable es que no sea correcta.

Una primera explicación complementaria tendría que ver con la muy extendida dificultad en manejarse con las probabilidades. Intento ilustrarlo con un experimento mental. Nos situamos en Octubre de 2019. Usted, amable lector, participa en un ejercicio de simulación en el que se le ha asignado el rol de presidente del Gobierno de España. Imagine que le entregan un informe de una fuente fiable valorando en un 5% la probabilidad de que en cualquier momento pudiera producirse una pandemia severa, con el potencial de infectar a decenas de miles de personas o incluso más. 

— * —

Piense un momento, antes de continuar leyendo, acerca de cuál sería su decisión.

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Es posible que haya considerado, como mucha gente haría, que un 5% es un riesgo pequeño. Y que habiendo asuntos urgentes del día a día por atender, decidiera aplazar el asunto y prestar su atención a otras cuestiones. ¿Suena familiar? Muy a menudo, lo urgente desplaza a lo importante.

Es posible, por supuesto, imaginar otras alternativas. Pero cuando profundiza un poco resultan ser menos triviales de lo que en principio pudiera parecer. 

Como cualquier político con instinto, usted piensa en lo que pesará más en la valoración pública de su decisión y, por tanto, en sus posibilidades de reelección. Por tanto pregunta por el número de muertes que se podrían producir si esa pandemia apareciera. El experto, basándose en los modelos que maneja (trataremos el asunto de los modelos en otra ocasión) estima que la cifra podría tal vez alcanzar los 20.000. De entrada parece muy alta, pero, como alguien se apresura a señalar, no mucho más que la mortandad que la gripe causa cada año en España. 

— * —

Piense otra vez durante otro momento, antes de continuar leyendo, sobre cuál sería ahora  su postura. 

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Se trata, como es obvio, de una decisión difícil. Al fin y al cabo, la sociedad ya se ha acostumbrado a las epidemias de gripe de cada invierno y a sus consecuencias. Sin embargo, si se diera el caso de que la ola de gripe y la pandemia coincidieran en el tiempo, la situación se podría ir de las manos. En consecuencia, su siguiente decisión es pedir que un comité de expertos prepare un plan de contingencia que incluya también una valoración económica. 

El informe que recibe empieza destacando que, como una pandemia se propaga de forma exponencial, es muy importante detectarla y actuar con decisión cuando el número de casos es todavía muy pequeño. Por este motivo, el informe recomienda invertir unos 50 millones de euros en diseñar y poner a punto procedimientos de alerta rápida y actuaciones de emergencia, además de 50 millones adicionales en un stock de emergencia de materiales sanitarios. 

Los epidemiólogos consultados consideran que es una inversión prudente, incluso  demasiado prudente, pero dan su respaldo a la propuesta. Pero hay discrepancias dentro del comité de expertos. No se trata de una cifra enorme, pero sí lo suficiente como para no pasar desapercibida al escrutinio de la oposición. Algunos de los asesores económicos defienden que, tratándose de una contingencia tan improbable, mejor dedicar ese dinero a prioridades más inmediatas y urgentes. El asesor político propone no tomar la decisión sin contrastarla con los partidos políticos, por lo que propone debatir la cuestión en una comisión del Congreso de Diputados, quizá aprovechando el proceso de los próximos presupuestos del Estado. 

No falta tampoco quien apunta que, dado que los materiales tienen fecha de caducidad, resultaría algo embarazoso admitir que habría que destruirlos en caso de que la pandemia no apareciera a corto plazo, lo cual resulta al fin y al cabo lo más probable. Además, el asesor de imagen argumenta el riesgo de alarma que se podría generar si la población, o incluso sólo los medios sensacionalistas, concluyeran que la aprobación de una actuación preventiva de este tipo se debe a que el Gobierno tiene información que no considera oportuno revelar sobre la inminencia de una pandemia, por lo que se le podría acusar de falta de transparencia.

No creo que haga falta proseguir aquí sobre la continuación de esta historia. La intención era apuntar que los expertos adoptan una mirada estrecha, centrada en el ámbito de su especialidad; saben de lo que saben, pero no saben lo que ignoran. No es por ello infrecuente que defiendan sus modelos de análisis y sus conclusiones como verdades científicas, a veces con actitudes displicentes o incluso arrogantes. 

Pero las situaciones ante las que la vida nos enfrenta pocas veces vienen clasificadas por especialidades. En la no tan hipotética situación que hemos esbozado, todos los expertos tienen su parte de razón. Pero la decisión, en última instancia, es una cuestión de conciencia, de valores y prioridades. Aplicable a los políticos, pero también a los expertos, a los periodistas, a los tertulianos y a los epidemiólogos de salón. O por lo menos, eso me parece.