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La fragilidad económica y social se asoma a la estadística

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La Encuesta de Población Activa de enero a marzo arroja casi 600.000 hogares sin ingresos, más de un millón con todos sus miembros en el paro y un incremento sin precedentes de la cifra de personas inactivas. Tiene lógica que la renta mínima deba ser compatible con ingresos salariales.

Las estadísticas van por detrás de la realidad. No reflejan todavía el impacto de la pandemia sobre la economía y el tejido social, que en cambio prolifera en las proyecciones a futuro. Y sin embargo, algunos datos señalan un camino doloroso. En España existen casi 600.000 hogares que viven sin ningún tipo de ingreso. Concretamente, 597.000, 32.000 más que hace tres meses, según la última Encuesta de Población Activa (EPA), correspondiente a los primeros tres meses del año y en la que solo entran, pues, las dos primeras semanas de confinamiento y parón casi general de la economía. 

Lo llamativo es que, con vacas gordas y con vacas flacas, las cifras nos recuerdan que una horquilla de hogares, entre los 400.000 (en 2007, en el momento álgido) y los 773.000 a finales de 2013 (cuando se iniciaba una recuperación desigual para la ciudadanía) subsiste solo con apoyo de entidades sociales, bancos de alimentos, tareas informales y alguna ayuda de emergencia municipal. No hay red de seguridad para ellos, ni autonómica ni estatal. No hay subsidios ni rentas de activación ni planes para desempleo de larga duración ni rentas mínimas autonómicas garantizadas.

Trampa de pobreza

La reflexión viene a cuento porque el ingreso mínimo vital que prepara el Gobierno, y que colgará del Ministerio de Inclusión y Seguridad Social, debería ser compatible con algún tipo de ingreso salarial. El ministro José Luis Escrivá ha avanzado que será compatible con ingresos salariales “durante un cierto tiempo”, y habrá que ver la letra pequeña. Quienes se oponen a ello creen que si es posible sumar ayudas y rentas del trabajo, se desincentiva el trabajo remunerado. Pero es precisamente la alternativa de encontrar ingresos paupérrimos e inestables en empleos precarios lo que hace aferrarse a las rentas mínimas a muchas personas beneficiarias de ellas. Más aún si hay personas dependientes o hijos detrás. Es la llamada trampa de pobreza. 

La rigidez de la mayoría de rentas mínimas autonómicas es tal que deja fuera a muchos beneficiarios potenciales. La renta de garantía de ingresos (RGI) del País Vasco, una de las de mayor cobertura y cuantía de Europa, es compatible con el trabajo, siempre que los ingresos obtenidos no superen un tope establecido. En este sentido, aunque con mucho retraso (tres años), la Generalitat ha aprobado el despliegue de la renta garantizada de ciudadanía (RGC), que permite tener un contrato de jornada completa muy corto sin perder la RGC. 

Pero a menudo, cuando la ayuda es compatible con un salario, la penalización en la renta que se percibe es muy elevada. “Si una persona limpia habitaciones y quiere limpiar una o dos más para sumar 50 euros a su salario, puede superar un umbral y tener una penalización del 50% o más; eso no tiene sentido”, me contaba hace unos días Liliana Marcos, responsable de Políticas Publicas de Desigualdad de Oxfam Intermón, una de las entidades que ha pedido una renta mínima (en este caso de casi 600 euros, a financiar con subidas del Impuesto de Sociedades y de Patrimonio) para combatir la pobreza severa. 

Inserción laboral

El profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) José Antonio Noguera, sociólogo, explica que, en los experimentos con rentas básicas realizados en distintos países del mundo, muchos de los análisis ponen el foco en el hecho de que pese a percibir una cuantía mensual estable, el nivel de inserción laboral no aumenta. Sin embargo, añade, el resultado en inserción tampoco resulta muy distinto cuando se obliga a los perceptores de rentas a seguir un programa de activación laboral.  Y sabemos que una persona sola sin ingresos, con uno o más hijos, difícilmente podrá dedicar unas horas al día a programas obligatorios que no dan de comer y cuya efectividad no suele medirse de forma regular y con rigor, salvo honrosas excepciones. 

A menudo, en estos programas de inserción basta con encontrar un empleo de unas horas o de unos días para que el objetivo de inserción compute como logrado. Es una ficción en la que participan numerosas fundaciones con loables intenciones que ayudan a financiar dichos programas, que idealmente deberían trabajar más codo con codo con servicios sociales.

¿Significa eso que no hay que seguir la vía de los itinerarios de inserción? ¡En absoluto! El horizonte de la inserción es lo deseable. Activar a una persona es recordarle que hay un lugar en el mundo laboral para ella (un lugar que ya ocupa por otra parte en tareas no remuneradas infravaloradas en la sociedad). Sería maravilloso que la propaganda de itinerarios de inserción personalizados para cada demandante de empleo fuera en España una realidad. 

¿Es a eso a lo que de verdad se dedican los servicios de empleo? ¿Qué parte de su tiempo se dedica a la burocracia (insertar datos de los demandantes en el sistema informático, rellenar formularios, mandar cartas a empresas con algún puesto vacante, comprobar si cobran alguna renta o cuántos meses hace que están sin ingresos, o si han pasado por Servicios Sociales…)? Por supuesto, hay excepciones. Pero la mayoría me temo se siguen patrones, inercias. Los itinerarios iguales para todos no sirven. Sirve la flexibilidad. Pero la calidad vale dinero y necesita ideas. 

Problema de demanda

Está de moda en Europa la empleabilidad. Es el concepto más elevado de las políticas de empleo, allí donde existen. Y es muy positivo insistir en la importancia de que quienes buscan un empleo se preparen sin descanso en un entorno laboral exigente y cambiante. Es importante ayudar a la gente que ha dejado de sentirse útil en una sociedad trabajocéntrica a ganar seguridad y autoconfianza, a conocer qué demanda el mercado, a descubrir qué opciones de formación existen, a reconocer los propios puntos fuertes. 

Pero nadie habla del problema de demanda de ese mismo mercado. La estructura productiva del país que tenemos es, por ahora, la que es. En la EPA del primer trimestre se ve cómo el sector servicios (turismo, hostelería, comercio, entre otros) destruye rápidamente empleo. No hay suspensiones de empleo temporales (ERTE) que valgan. A menudo es empleo precario, por supuesto temporal. 

Para algunos perfiles con riesgos psicosociales o dolencias crónicas no reconocidas como enfermedad laboral que impiden asumir empleos es complicado lograr un trabajo digno y estable si no se impulsan desde el sector público empresas de inserción que entrenen a los trabajadores como tales, que les hagan de puente. Y aun así, debe existir una red de seguridad última ante tanta fragilidad económica.

Empleados pero pobres

La última EPA nos habla de 1,07 millones de hogares cuyos miembros activos están todos en paro. Son 60.700 más que hace tres meses. Pero sabemos que, de todos los hogares bajo el umbral de la pobreza, más de un tercio tiene como referencia a una persona que trabaja; es decir, que no está en paro, según el Banco de España. Los empleos no siempre garantizan una vida digna, como refleja el hecho de que la pobreza laboral alcance a un 13% de trabajadores.

285.600 personas ocupadas menos y ERTEs

Las estadísticas, decía al principio, van por detrás de la realidad. Más aún las correspondientes a las condiciones de vida de la ciudadanía. Lo vemos también en las propias cifras de paro. La EPA es la herramienta más fiable que mide el empleo y el paro, pero, siendo una encuesta, y reflejando una media de lo que sucede en cada semana durante el tiempo que abarca, no recoge el golpe laboral de la covid-19. El número de personas ocupadas disminuye en 285.600 (el peor dato en siete años) y el paro aumenta en 121.000, hasta los 3,31 millones. 

Sin embargo, por una parte sabemos que los empleos suspendidos o reducidos vía expedientes de regulación no computan como parados y, sin embargo, los titulares de los contratos correspondientes están en sus casas. Solo pasarán a considerarse como desempleados si la cosa se alarga más de tres meses (algo que no sucederá en nombre del estado de alarma si se cumplen las previsiones y este se levanta en mayo). Por ahora, las cifras contemplan 578.300 casos, cuando el gobierno ya ha calculado más de 4 millones de afectados. 

El coste de facilitar los ERTEs es de 5.000 millones mensuales para las arcas públicas. Y por otra parte, el número de personas inactivas ha aumentado en 257.000. Una persona activa es la que está en edad de trabajar y busca empleo. ¿Pero quién está buscando empleo con todo cerrado? Parte de esos inactivos son futuros desempleados. El Instituto Nacional de Estadística (INE) afirma que el incremento de inactivos del trimestre “no tiene precedentes”, aunque cada primer trimestre suele conllevar un aumento de inactividad por jubilaciones. 

El paro ha subido ligeramente hasta el 14,41%, lejos del peor escenario dibujado por el Banco de España para este año, según evolucione la situación (21,7% de la población activa). Pero vemos cómo el total de horas trabajadas ha reculado un 4,25%. Es algo que no había sucedido desde la recesión de 2009.