¿Una agricultura orientada a la exportación es la solución a nuestro abastecimiento?
Sin duda la crisis del coronavirus nos ha recordado que la agricultura es una actividad esencial, pero también nos está mostrando las vulnerabilidades de nuestro abastecimiento alimentario en una economía globalizada atrofiada. Esta crisis nos está indicando la necesidad de rearticular en lo local nuestra economía y en especial nuestra alimentación. Para ello necesitamos repensar críticamente los costes de la orientación exportadora de nuestra agricultura en contra de lo defendido por Tomás García Azcárate el pasado 5 de abril.
En las últimas décadas, una parte del sector agroganadero local se ha modernizado y se ha insertado en las cadenas globales de valor con una creciente orientación agroexportadora. Esta dinámica, lejos de hacerle ganar valor añadido, ha sumido al sector en una profunda crisis económica que se expresó en las manifestaciones del otoño de 2019. Invirtiendo en tecnologías que implicaban costes crecientes además de impactos ambientales, el sector agroganadero, incluida una parte importante de la agricultura familiar, no ha dejado de aumentar sus producciones y sus exportaciones. Sin embargo, Europa vive desde hace décadas un problema estructural de excedentes que empobrece y expulsa a quienes trabajan en el campo. Recordemos que los excedentes han costado mucho dinero a la Unión Europea en el pasado llegando a tener que financiar su destrucción o subvencionar sus exportaciones contribuyendo, paradójicamente, al hundimiento de los precios internacionales. A lo que sin duda también ha contribuido la liberalización de los precios agrarios y las últimas reformas de la PAC.
Deberíamos empezar a comprender que la defensa de la orientación exportadora de nuestra agricultura no es una solución sino un círculo vicioso que nos debilita: invertir en profundizar la mecanización y la digitalización implica nuevos costes para aumentar aun más producciones que generan nuevas reducciones de precios pese a los intentos de diferenciación en calidad. Exportamos cada vez más e importamos también más alimentos, lo que nos hace crecientemente dependientes de los mercados internacionales, a la vez se reducen en número las fincas y aumenta su escala, desapareciendo la agricultura familiar y cooperativa a pequeña escala, contribuyendo a la crisis del mundo rural.
Una parte del sector agroganadero está atrapado en una dinámica de crecer o morir que a duras penas se sostiene pero que además genera fuertes impactos ambientales que está destruyendo nuestra capacidad futura de alimentarnos: creciente consumo de energía tanto en la producción como en el transporte de los alimentos, pérdida de fertilidad del suelo y biodiversidad, como es el caso de los monocultivos del olivar andaluz; contaminación y agotamiento de los acuíferos como es el caso también de los invernaderos de hortalizas en Almería o de la fresa en Huelva; ganadería intensiva con fuerte contribución al cambio climático que desestabiliza la economía de la ganadería extensiva y de las dehesas, etc. A ello se une la reducción del empleo y la degradación de las condiciones laborales en el campo, en especial para la mano de obra asalariada jornalera, mucha de ella inmigrante pero también local. Los costes sociales y ambientales de las exportaciones agroalimentarias no solo se producen en los países de destino, sino, también en nuestros territorios que se hacen cada vez más vulnerables y dependientes.
¿Realmente debemos seguir promoviendo las exportaciones agroalimentarias para intentar compensar el déficit de la balanza de pagos y la factura energética? ¿No sería más sensato abordar el equilibrio de nuestras cuentas comerciales internacionales a través de la transición a fuentes de energías renovables y la reducción del consumo energético? ¿no sería una solución más estratégica relocalizar y reterritorializar una parte creciente de nuestra producción de alimentos pero también de la industrial, incluida la de material sanitario, y reducir así las vulnerabilidades socioeconómicas de una crisis como la actual? ¿no deberíamos además reducir el consumo de energía asociado al transporte a larga distancia de los alimentos y otros bienes necesarios para poder mitigar el cambio climático y la crisis energética? Que nuestro presente sea un sistema productivo orientado a la exportación y dependiente de las importaciones no quiere decir que nuestro futuro tenga que serlo. Ese es el debate hoy: es necesario y urgente que las prioridades cambien.
Repensar nuestro sistema agroalimentario: ¿qué futuro queremos?
El problema agroalimentario no es solo un problema de desequilibrio de poder en la cadena agroalimentaria, aunque también. Los bajos precios que pagan la gran distribución comercial y la gran industria contribuyen a la crisis agraria a la vez que el control al alza sobre los precios al consumo se relaciona con la crisis social. Pero también es necesario prestar atención a los precios que pagan y las dependencias que se generan con las compras de la agricultura y la ganadería a las grandes empresas de semillas, fertilizantes, fitosanitarios, maquinaria… en un modelo de agricultura industrializada, así como a la caída de precios que generan la sobreproducción resultante.
Reducir el número de fincas y aumentar la escala y la intensificación, reduciendo el trabajo empleado y dañando el medio ambiente nos hace vulnerables: ¿no tendría más sentido mantener e incluso aumentar el número de fincas, reduciendo la escala, defender el empleo agroganadero, eliminar excedentes y orientar las producciones prioritariamente a los mercados locales con criterios de calidad, sostenibilidad y justicia social? Eso es lo que ya está haciendo una parte del sector agroganadero en alianza con una parte creciente de la sociedad con resultados económicos positivos tanto para quien produce alimentos como para quien los come ( Van der Ploeg et al. (2019): The economic potential of agroecology: Empirical evidence from Europe Journal of Rural Studies vol 71 p. 46-61).
Una parte del sector agroganadero europeo, hombres y muchas mujeres del campo, están desarrollando ya desde hace décadas nuevas estrategias de reducción de insumos, actualizando saberes tradicionales para el rediseño de los agroecosistemas con innovadores criterios agroecológicos, están diversificando sus producciones con estrategias multifuncionales, defendiendo los mercados locales y abriendo nuevos canales de comercialización en alianza con nuevos agentes rurales y urbanos, representantes de una sociedad activa y comprometida. Este es el sector agroalimentario que necesitamos.
Esta propuesta de soberanía alimentaria no es ni autárquica ni excluyente. Es un cambio de modelo y de prioridades de forma que el comercio internacional sea subsidiario del abastecimiento alimentario y no al revés, primando la proximidad para reducir las vulnerabilidades y la volatilidad de los mercados globales. La crisis del coronavirus nos recuerda que es el momento de preguntarnos hacia dónde caminamos y qué futuro agroalimentario queremos. Las negociaciones sobre la reforma de la PAC post2020 están abiertas. Toda política pública necesita un modelo de referencia para fijar objetivos y diseñar políticas coherentes y eficaces. La PAC lleva décadas defendiendo formalmente un modelo agrario europeo basado en la multifuncionalidad, la sostenibilidad y la agricultura familiar y cooperativa, pero destinando la mayor parte de las ayudas a explotaciones intensivas agroexportadoras integradas en cadenas globales agroalimentarias. Es el momento de una PAC coherente para la reconversión agroalimentaria que necesitamos. Nuestra capacidad actual y futura para alimentarnos de forma saludable y sostenible es lo que está en juego. Es sin duda el momento de plantearnos el futuro hacia el que queremos caminar y dejar de mirar al pasado.
*Marta Soler Montiel es profesora del Departamento de Economía Aplicada II, Escuela Técnica Superior de Ingeniería Agronómica, Universidad de Sevilla