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Covid-19: etiología de una derrota

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Nuestra cultura ha sido arrasada por los bárbaros. Solo un nuevo instrumento sanitario de cooperación universal será capaz de devolver la confianza a la población y permitir una completa recuperación económica.

“Cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte, se dicen las verdades, las bárbaras, terribles, amorosas crueldades”. Gabriel Celaya (Cantos íberos, 1955).

Cuando hace apenas dos años el filósofo Fernando Broncano (Linares de Riofrío, 1954) publicó un libro titulado Cultura es nombre de derrota (El Delirio, 2018), seguramente no imaginaba que ese título era la premonición de una realidad más próxima y generalizada a la descrita en el texto. Y es que, tras una insidiosa preparación mediante exploradores inteligentes, nuestra cultura ha sido violada y asolada por unos bárbaros extranjeros procedentes de nuestra biosfera: los virus SARS-CoV-2. Debemos preguntarnos, sin falsos optimismos, si nuestra civilización, más allá de una crisis de salud pública, ha sufrido —está sufriendo— una derrota ante la covid-19 y, en todo caso, evaluar, y si es posible reparar, los daños sufridos.  

Algunas batallas perdidas 

En primer lugar, lo cierto es que la enfermedad (el miedo a su transmisión) nos ha expulsado del espacio público. La calle, las plazas, los parques de Barcelona, Londres, Roma o Nueva York están vacíos. La polis está temporalmente prohibida, no solo como ágora o foro, sino como ámbito de desplazamiento y comunicación colectivo, de socialización, de construcción de lo común, de exposición y exhibición ante los demás de nuestra condición de seres humanos. Y es muy posible que se trate de una perturbación severa para el uso funcional del espacio público cercano y, más aún, para la aceptación y uso de espacios nuevos o desconocidos.  

Más serios son los daños en nuestra socialización, ser profundos y globales. El miedo al contagio mutuo de la covid19 se va a mantener, con sus corolarios de distancia física y mascarillas obligatorias durante un período de tiempo indeterminado, también por el temor a una segunda ola de contagios en otoño o más tarde. La desconfianza en los otros, e incluso en nosotros mismos, como potenciales transmisores ignorantes de la enfermedad se quedará con nosotros durante mucho tiempo.  

Y es que no será fácil dejar de percibir con cierto temor a los distintos, a los extranjeros.  Los de la frutería, paquistaníes, ecuatorianos… esa familia de inmigrantes marroquíes cuyo niño está sentado ahora en el columpio que siempre elige mi hijo ¿cuidarán su higiene de la misma forma que nosotros? ¿Tendrán medios para cuidarse y protegerse como nosotros?  

Incluso en nuestra cultura ¿No ha aumentado de manera exagerada la venta de armas en EEUU? ¿Veremos con los mismos ojos a los que no puedan acreditar que están ya inmunes y no pueden ser transmisores? ¿Mantendremos con ellos la misma distancia? 

Primer herido: el lenguaje 

Pero los daños más graves seguramente van a venir del ámbito de la comunicación, y van a afectar a la construcción de nuestra sociabilidad e incluso de nuestra subjetividad. Y es que el SARS-CoV-2 ha elegido la principal construcción humana, el lenguaje oral, como su principal arma para transmitir la covid-19.  

Resulta que las consonantes fricativas son fuente de las gotitas intermedias (ni las primeras ni las últimas en llegar al suelo) de la saliva donde se deposita, y a través de las cuales se expande el virus. Por su etimología latina, fricare significa “frotar”. Fricativas son las consonantes producidas cuando al hablar forzamos el aire a través de un canal estrecho colocando muy juntas dos articulaciones (sea el labio inferior contra los dientes superiores, como en fuerte, o la parte posterior de la lengua contra el paladar blando como en Bach).  Estos fonemas están presentes, en mayor o menor medida, en todas las lenguas, y en castellano son muchos: la F, la C en ciertas posiciones (cenutrio, ácido) o la Z (zapato), la S (sibilino), y la Y (yo). Y también son peligrosas, aunque menos productivas en gotitas otras consonantes en diferentes casos, por ejemplo, la B (caballo), la D (cadalso) o la G (generoso) y la J (guaje). 

Esta arma del virus podría dañar profundamente la comunicación verbal en contacto físico cercano como medio de socialización, reduciendo el tiempo de las conversaciones y desplazándonos cada vez más al ámbito virtual, a la nube y a sus dueños. Nos inducirán dudas adicionales las lenguas y dialectos ajenos. Ojo con los que hablan demasiado rápido y con los que tardan en elegir las palabras. Y, además, cuidado con los que silban en el campo de fútbol o en los toros, llenarán de gotitas intermedias a los que están en las butacas inferiores. 

Segundo herido: los sentidos 

Todos nuestros sentidos van a sufrir alteraciones y con ellos nuestra percepción de la realidad.  

La persistencia de las mascarillas no sólo va a impedir que los sordos lean los labios o dificultar la comprensión de lo que el otro nos dice, sino que va a debilitar, y no poco, la información que recibimos del otro durante el contacto físico. No veremos su cara, sus labios, nos será muy difícil reconocer su sorpresa, su alegría, su amor, su miedo. Tampoco el interlocutor podrá utilizar la mayor parte de su expresión para informarnos. La falta de expresión facial dañará esta forma de comunicación y contribuirá a la desconfianza mutua. 

Pero los daños más potentes se concentran en el tacto. Cuando dejé mi casa para ir solo al hospital no hubo un roce de piel que permitiese transmitir y compartir la preocupación y mitigar el miedo que sentía, no hubo un contacto que me permitiese exteriorizar el amor y el temor a no volver a ver a mi mujer y a mi hija. Las pieles van a ser desconfiadas, las manos van a dejar de ser útiles para conocerse fuera de un círculo de confianza cada vez más estrecho y para acercarse a los otros. Incluso el reconocimiento y percepción de los objetos y de la naturaleza, y la construcción de herramientas, pueden sufrir cambios inevitables.  

El filósofo Carlos Thiebaut —también, como Broncano, catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Getafe y Leganés— lo ha expuesto de otra manera al decir que “la falta de con-tacto nos des-quicia, suprime el quicio de nuestra sociabilidad y, por ende, de nuestra subjetividad”. Es decir, y si lo entiendo bien, además de distancia y desconfianza, la pérdida de contacto físico afectará a la forma en que forjamos nuestra personalidad, la forma en que nos construimos como seres humanos. Y otros canales virtuales (Instagram, Facebook, Whatsapp, Twitter) ganarán en influencia.  

La pregunta que uno se hace de inmediato es si esos cambios nos harán menos humanos. Seguramente los nostálgicos de tiempos pasados y los amantes de la vida pastoril nos dirán que estamos en grave peligro de perder algunas de nuestras mejores virtudes. No obstante, es dudoso que la pregunta tenga sentido: dudo que haya hombres y mujeres que sean más o menos humanos. Pero quizás sí tenga sentido preguntarnos si unas herramientas diferentes en la construcción de nuestra condición humana nos harán seres más empáticos, más ásperos… más felices. 

La reconstrucción 

Haya o no derrota, y sea cual sea el efecto de la devastación, algo habrá que hacer para intentar protegernos de nuevos bárbaros y para reparar, reconstruir o reinventar nuestra civilización.  

No obstante, para gozar de ciertos márgenes de libertad en esa tarea, y para hacerla en un tiempo no muy largo, hay una condición necesaria en el ámbito económico y en el social: es imprescindible perder el miedo, recuperar la confianza en nuestra capacidad de construir la civilización que queramos.  

Hay que eliminar las restricciones a la libertad, las barreras dejadas por el invasor. 

Es muy probable que ninguna vacuna pueda ofrecernos una eficacia absoluta. También sabemos que algo del SARS-CoV-2 sigue y seguirá mucho tiempo entre nosotros, con nosotros, acechando en un mundo sin fronteras ni aduanas que puedan parar su transmisión. Y es posible que nuevas oleadas de bárbaros, quizás aún más inteligentes y peligrosos, pueden venir en el futuro, desde nuestra propia biosfera, sin que podamos impedirlo porque seguramente ya están ahí.  

Frente a una amenaza de ese calibre muchos proponen un retorno al nacionalismo sanitario. Nos dicen que acumulemos reservas estratégicas de respiradores, mascarillas, trajes de protección; más UCIS; que reforcemos por encima de todo nuestra sanidad en esta dirección. Casi los mismos nos sugieren una vuelta a la autarquía: nuestras propias fábricas de respiradores, mascarillas…. Dicen que no podemos depender de China o de un mercado global que cuando lo necesitas se llena de especuladores que te van a timar y ofrecer productos cuya calidad es dudosa. 

Sin embargo, ante un rebrote, y, sobre todo, frente a nuevos virus (por mutación o no), una posición principalmente defensiva podría ser insuficiente o inútil para evitar el daño. Pensemos: ¿y si el nuevo virus no ataca a los pulmones sino al hígado o a los riñones? ¿Y si se transmite por otras vías? ¿Serán útiles o apropiadas las reservas acumuladas? ¿De qué nos servirá nuestra nueva capacidad de producción? ¿Habremos formado realmente a los especialistas apropiados?  

Creo que esa política nacionalista, que tanto preocupa a los países en vías de desarrollo, solo servirá para mitigar, en pocos casos, el daño. Y es que los argumentos que la avalan pueden extenderse a muchos ámbitos: ¿por qué dejar en manos de peruanos, bangladeshíes o vietnamitas algunos de nuestros alimentos, nuestro calzado o nuestra ropa? ¿No son esenciales? 

Pero lo peor es que esa posición defensiva no evita los posibles ataques del virus. Habrá sistemas mejores y peores, más débiles, más inseguros; es posible, e incluso probable, que los virus encuentren fácilmente una vía de implantación y desarrollo, y que esos países menos avanzados no puedan evitar su transmisión. Así, los virus llegarán a nuestros países una y otra vez. La desconfianza y el miedo perdurarán. 

Solo hay una solución capaz de devolver la confianza a la población del mundo y permitir una completa recuperación económica: una Fuerza Universal estrictamente sanitaria, uniforme y preparada específicamente y con poderes para prevenir, detectar y bloquear posibles causas de pandemias en cualquier parte del mundo.  Dependería de una organización internacional (como la ONU o la OMS), contaría con personal técnico suficiente (sanitarios, investigadores, organizadores, etc.), recursos apropiados (incluidas reservas estratégicas) y protocolos excelentes.  

Esta Fuerza tendría la implantación adecuada y la capacidad de estar presente en cuestión de horas en cualquier punto del planeta para bloquear cualquier intento de invasión, con los mejores medios y aplicaría, allí donde vaya, la misma capacidad y rigor y los procedimientos más avanzados, se trate de un país desarrollado y rico o de uno empobrecido o en guerra. Es una solución mucho más barata, porque liberaría y consolidaría recursos nacionales con similar función. Algunos neoliberales nos alertarán de periodos de larga ociosidad; no les hagamos caso, los sanitarios no pueden vivir sin ser útiles, investigar y ayudar a los demás. Ello no quiere decir que se deba dejar de reforzar la sanidad pública española (nuestros resultados en la lucha contra la covid-19 van a ser intolerables y exigen una reflexión global). Además, liberar medios nacionales en el terreno epidemiológico favorecerá el resto de mejoras necesarias. 

La reflexión sobre la etiología profunda de la experiencia covid-19 puede ser, en lo que tenga de amplia, profunda y honesta, un punto de partida útil para la construcción de esa herramienta, pero las causas y, sobre todo, la búsqueda de las culpas, no es lo más importante.

 Sí lo es, por el contrario, construir un sólido instrumento de cooperación universal para debatir y construir: de ello depende que nuestra civilización (todas, esta u otra, serán la nuestra) sea cada vez más humana, es decir, siga creciendo en sus valores esenciales (tolerancia, empatía, libertad... ) y permita sobrevivir a la especie.

Fundación Jiménez Díaz, habitación 5608, 5 de abril de 2020. 

28 días de covid-19, casa, hospital, convalecencia.