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Cuidado con los análisis simplistas sobre el abastecimiento alimentario

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La crisis del coronavirus ha vuelto a recordar a la población urbana y a nuestros políticos que la agricultura es una actividad esencial, que la seguridad del abastecimiento que dábamos por hecha es otra variable importante al lado de la seguridad de los alimentos, en la que tanto hemos avanzado estos últimos años. 

Hemos (re)descubierto lo frágil que es la cadena de suministro de los alimentos y la cantidad de actores que en ella tienen que participar para que funcione correctamente: desde los fabricantes y vendedores de insumos a las cajeras de los supermercados, pasando por los agricultores, sus trabajadores, las centrales hortofrutícolas, los mataderos, los transportistas, las cámaras frigoríficas, los tenderos y los distribuidores…. Todo ello sigue funcionando en un país que se ha paralizando y que vive una pandemia.

En estas aguas revueltas, han surgido distintas voces, algunas de las cuales proponen soluciones simplistas que conviene ponderar. Una de ellas es la que reclama la necesidad de abandonar la agricultura que llaman “industrial”, para favorecer en nombre de la soberanía alimentaria a los circuitos cortos de comercialización, las ventas directas, los sistemas agrarios territoriales. Estos, sin duda, forman parte de la solución: reconstruyen lazos perdidos entre los consumidores y los productores, dinamizan la economía local, favorecen el mantenimiento (e incluso la emergencia) de agricultores familiares, pueden tener un impacto medioambiental positivo, aseguran el frescor de los productos lo que impacta en su calidad y sabor. 

 

España, gran potencia exportadora

De paso, algunos aprovechan para denunciar los efectos negativos que los acuerdos comerciales internacionales que ha firmado la Unión Europea sobre la agricultura familiar, en particular con Mercosur, Canadá y Africa del Sur. España hoy en día es una gran potencia exportadora de productos alimentarios. En el año 2019, el excedente de la balanza comercial alimentaria fue de unos 14.000 millones de euros, a comparar con un déficit comercial global de poco más de 34.000 millones, imputable en gran medida a la factura energética.

Aunque la gran mayoría de nuestras expediciones vayan dirigidas al resto de los miembros de la Comunidad Europea, nuestras exportaciones a terceros países no paran de aumentar, favorecidas (como demuestra, por ejemplo, el acuerdo con Canadá) por la tupida red de acuerdos internacionales que está tejiendo Europa. Para sectores agrarios tan importantes como el aceite de oliva, las frutas y hortalizas, el vino o el porcino, las exportaciones son claves. En estos sectores, en Jaén, Almería, todo el levante español y las dos Castillas, hay muchos agricultores familiares que dependen de las exportaciones. Muchos productores ecológicos, ante la ausencia de una demanda dinámica suficiente en nuestro país, han encontrado mercados en Alemania, Francia y otros países

Por supuesto que esta situación tiene sus sombras, como puede ser el monocultivo olivarero en Jaén; la insuficiente organización comercial de los productores que debilita su posición en la cadena alimentaria; la total dependencia del transporte por carretera; los problemas de coexistencia entre las macrogranjas y algunos habitantes de la España vaciada; la necesidad de promover un alto nivel de bienestar animal en nuestras granjas. 

Estas sombras hay que abordarlas con valentía y sin prejuicios. No es siempre cierta, por ejemplo, la identificación entre agricultura industrial y agricultura contaminante y entre pequeña agricultura y bienestar animal o uso reducido de pesticidas. Muchas veces, la gran agricultura empresarial está en mejor posición que la familiar para sacar provecho de la revolución tecnológica en ciernes y responder al aumento de las exigencias sanitarias, veterinarias y/o medioambientales. Sin una política voluntarista por parte de las autoridades públicas, estos factores pueden transformarse en una poderosa maquinaria para expulsar a los agricultores familiares del campo. De nuevo aquí, la respuesta se llama organización económica y comercial.

 

La respuesta nacionalista

El resurgir del nacionalismo es un reflejo habitual cuando una sociedad se enfrenta a un cataclismo, y esta crisis no es la excepción. Con el cierre de fronteras, muchos agricultores votantes de Vox en España, del Frente Nacional en Francia, del brexit en el reino Unido, de Trump en EE UU se han quedado sin la mano de obra necesaria para que el campo funcione. Lo mismo ha pasado en Alemania o Canadá. Los mismos que se manifestaron en Algeciras en contra de las importaciones marroquíes ven hoy cómo los franceses les están echando de los supermercados, tras un consejo del Ministro de Economía. Claro, Francia es deficitaria hoy en día en frutas y hortalizas, pero protestan vehementemente cuando Trump pone obstáculos a las importaciones de vinos, licores y quesos galos.

Es verdad que los políticos no tienen por qué estar sometidos a la dictadura de la coherencia, pero este no es el caso de los actores económicos, que sí tienen vocación de continuidad en el tiempo.

Un país situado geográficamente en un extremo del continente europeo, de mediana importancia económica y política, exportador comercial neto si no tenemos en cuenta la factura energética, no tiene alternativa. Somos víctimas de la falta de Europa. Por difícil que sea, cuanto mayor sea la unidad europea, su coherencia y fortaleza, más fácil sería para nuestro país salir decorosamente de esta crisis. La cadena alimentaria y sus actores no son ajenos a esta constatación.

*Tomás García Azcárate es vicedirector del Instituto de Economía, Geografía y Demografía del CSIC, miembro de la Academia Francesa de Agricultura y de la Accademia dei Georgofili.

 

Foto portada: Stéphane M. Grueso, flickr