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Dejen ya de culpar al feminismo de los contagios

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La investigación sobre los orígenes de la pandemia no podía comenzar de peor manera: con prejuicios, judicializada y con el cese de un coronel de la Guardia Civil y lío político, un magnífico cóctel para que no se aclare nada. Resulta que una juez de Madrid, Carmen Rodríguez-Medel, tras admitir la denuncia de un particular a finales de marzo, ha actuado con celeridad en pleno estado de alama para tratar de hallar indicios de responsabilidad en la actuación del delegado del Gobierno en la comunidad madrileña, José Manuel Franco, por permitir las manifestaciones feministas del 8-M, dando de hecho por supuesto que dichas concentraciones han desempeñado un papel importante en el origen de la pandemia, algo improbable aunque algunos portavoces de la extrema derecha y la derecha extrema se empeñen en ello.

El particular que presentó la denuncia planteaba un delito de prevaricación y en el escrito de admisión de dicha denuncia la jueza agregó la posibilidad de que se pudiera haber cometido otro delito, el de lesiones, y para ello pidió un informe al médico forense sobre si esas manifestaciones “fueron susceptibles de causar un riesgo evidente para la vida e integridad física de las personas”. Dicho informe no ha establecido esa relación y la jueza no ha imputado a Franco por lesiones. Sí lo ha hecho por prevaricación (adoptar resoluciones sabiendo que son injustas) basándose en otro informe, solicitado por la jueza a la unidad de policía judicial de la Guardia Civil, en el que sí se concluye que había riesgo, que el Gobierno lo conocía y que actuó para que se suspendieran unos actos sí y otros no

Algunos de los que lo han leído consideran que el informe contiene abundantes errores y abusa de citas periodísticas a medios tan fiables como OK Diario, pero no es mi intención entrar en este asunto y contribuir al ruido que nos va ensordecer durante días. Quiero limitarme a ofrecer algunos datos que ponen de manifiesto lo poco probable que es que las manifestaciones del 8 de marzo hayan contribuido de manera determinante a la pandemia. Desde luego, no han sido más determinantes que otros actos masivos celebrados ese día, como los partidos de fútbol, baloncesto y otros deportes, y probablemente menos determinante que reuniones numerosas en locales cerrados, como las misas dominicales o las sesiones de cine y teatro. O las visitas a las residencias de ancianos aprovechando la festividad. Si hubo infecciones entre los asistentes a las manifestaciones feministas y los partidos de fútbol es mucho más probable que los contagios se produjeran en el metro o el autobús que cogieron para acudir a los actos que en los actos en sí. 

Un estudio publicado en el portal de prepublicaciones medRxiv a principios de marzo efectuado por investigadores chinos de varias universidades sobre 318 brotes con tres o más casos sucedidos en varias ciudades concluye que “todos se produjeron en espacios interiores”. Al incluir los contagios que involucraron a dos personas, constata sólo una infección producida en un espacio exterior: un joven de Shangqiu que fue contagiado durante una conversación en la calle por una persona que había regresado de Wuhan. Nadie más sobre más de 7.000 infecciones analizadas.

¿Dónde se producen, pues, los contagios? Sobre todo en los hogares. De los 318 del estudio, 254 (el 80%) se desarrollaron total o pacialmente en las viviendas. El segundo ámbito con más casos fue el transporte (108 y 34%). Suman más de cien porque pueden producirse contagios del mismo brote en varios sitios. Los demás lugares (restaurantes, tiendas y locales de cultura y entretenimiento, residencias y hospitales) registraron muchos menos brotes, aunque algunos fueran relevantes. El mayor fue en un centro comercial de Tianjin, que afectó a 6 empleados y 19 clientes. Estos, a su vez, contagiaron a otras 15 personas ya en otros lugares. 

Un estudio efectuado en Japón concluye que las posibilidades de contagiarse en un interior multiplican por 19 las de infectarse al aire libre. De hecho, la recomendación de evitar los interiores (sobre todo los abarrotados) y el uso de mascarillas, junto a la reconocida disciplina social, ha sido la base de la política japonesa anti-pandemia, que ha hecho posible niveles relativamente bajos de contagios.

En Alemania, el primer gran brote se produjo durante los carnavales en Heinsberg, donde cuatro centenares de personas se reunieron en un pabellón donde bebieron, cantaron y se abrazaron durante varias horas el 15 de febrero. Las celebraciones al aire libre, muchas a pesar del frío, no dieron lugar a ningún brote semejante.

Vinculándolo al deseo de la población de ir a la playa, La Vanguardia de hoy publica un artículo de Josep Corbella en el que el doctor Àlex Soriano, del hospital Clínic, recuerda que el virus se transmite en las gotitas que un infectado emite al toser, cantar, hablar o simplemente respirar. Y agrega: “En espacios cerrados en que hay un contacto próximo y prolongado entre personas es más fácil que se transmita la infección que en espacios abiertos, donde el virus se dispersa en el aire”.

Los contagios en el exterior, por tanto, son relativamente escasos y difícilmente dan lugar a brotes masivos (aunque se reúnan masas), lo que convierte en improbable que las manifestaciones del 8 de marzo hayan tenido un papel importante en la epidemia. En España, el gran brote del que se tiene noticia se produjo en un funeral en Vitoria, cuyos asistentes se dispersaron luego por varias comunidades autónomas. Los otros brotes importantes, en centros sanitarios y residencias de ancianos, también han sido en interiores.

Buscar culpables de la pandemia entre los movimientos feministas o las instituciones que los apoyan es, pues, un apriorismo infundado, lo que no quiere decir que las autoridades sanitarias hayan actuado con exquisita ejemplaridad. Analizar lo que realmente ha sucedido para no volver a incurrir en los mismos errores es un ejercicio que se tendrá que hacer, aunque el ruido que va a producir el informe de la Guardia Civil y las imputaciones de la juez Rodríguez-Medel difícilmente van a contribuir a un debate sosegado y constructivo.

A principios de abril, el director de la gran revista médica británica The Lancet, Richard Horton, hizo una amarga autocrítica: “La respuesta global al SARS-CoV-2 es el mayor fracaso de la política científica de nuestra generación. Las señales estaban ahí”. Y citaba: “Hendra en 1994, Nipah en 1998, SARS en 2003, MERS en 2012 y Ébola en 2014; todas esas grandes epidemias que afectaron a humanos fueron causadas por virus que nacen en los animales y luego saltan al ser humano”.

Horton agregaba: “A nadie sorprende que las señales de alarma pasaran inadvertidas. Pocos de nosotros tienen la experiencia de una pandemia y todos tenemos parte de culpa por haber ignorado información que no refleja nuestra propia experiencia del mundo”. Del análisis de Horton cabe deducir que hay una responsabilidad del conjunto de la comunidad científica occidental (no de la oriental, que ha actuado con mayor eficacia), aunque él se centra en la británica, especialmente errática. “El Reino Unido asumió que esta pandemia se parecería bastante a una gripe”, lamentaba.

Hay una responsabilidad de los científicos, pero no es la única. El director de The Lancet recordaba: “Las políticas de austeridad acabaron con la ambición y el compromiso de los gobiernos de proteger a sus ciudadanos. El objetivo político fue disminuir el rol del Estado, que tuviera menos capacidad de intervención: el resultado fue dejar al país herido de gravedad”.

Vale la pena reflexionar sobre lo que escribió Horton para intentar llegar a conclusiones que permitan construir un futuro mejor. Golpear las cacerolas policiales y judiciales para hundir a José Manuel Franco y, si es posible, a Pedro Sánchez es ruido. Un barullo que puede ocultar la responsabilidad de los gobiernos que no cumplieron con su obligación “de proteger a sus ciudadanos”.