El canto de nuestra especie
El gran Josep Maria Espinàs escribió una magnifica evidencia: "Per primavera les dones floreixen" (en primavera las mujeres florecen). Es cierto. Ha bastado que los rayos del sol sostuvieran una mínima presencia para que en Barcelona, desde donde estas líneas se escriben, algunas mujeres nos regalaran, camino del supermercado, una explosión de vida como solo ellas pueden aportar. Este aprendiz de cronista tiene, con todo, alguna duda respecto a si invocar a un maestro es venia suficiente para introducir la belleza femenina. Como si la Belleza no constituyera, junto a la Bondad y la Verdad, la tríada de valores que ya desde Platón nos orientan hacia el buen vivir.
Tras poner bajo sospecha la glosa de la Belleza, hemos desterrado la Bondad, acusada siempre de buenismo cuando no directamente de bobería. Nos queda la Verdad. Se hace necesario traer a Joan Manuel Serrat y a su impecable aviso: "Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio".
La Verdad. En este tiempo de verdad maleada, atracada, secuestrada y por supuesto, denostada. ¿Alguien puede hablar desde ella? No, sin un descarado atrevimiento, algo que en una crónica no debe faltar.
Una verdad sí recorre el planeta entero, atraviesa océanos, escala montañas, desciende a los valles, sigue el curso de los ríos y se detiene ante cada puerta de cada pueblo, de cada comunidad. Esa verdad es el canto de nuestra especie.
Es el canto que proclama que de esta crisis debemos salir mejores, diferentes, apreciando la vida, construyendo un mundo para todos, rechazando por siempre jamás que todo se convierta en mercancía. Más unidos, más conscientes, más hermanos de una punta a otra del planeta. Más espíritu, menos materia, mucho más "seres" y por lo mismo más humanos.
El canto se extiende de norte a sur y de este a oeste, porque no hay otra posible respuesta y ¿acaso puede haber otra propuesta? Su letra repite sin desmayo lo que nos basta con mirar para que podamos verlo: "Si la amenaza es global, la actuación de nuestra especie también debe ser global". Sin embargo, anclado en su caduco bastión, el axioma del estado-nación proclama que todo debe seguir siendo local. No le conmueven 200.000 muertos, como no lo harían tampoco 2 millones. Porque para él solo cuentan sus propios muertos. Aunque, ¡oh paradoja!, le cueste hasta llevar la cuenta.
Nuestra especie existe solo como objeto de clasificación biológica. Es utilizada sin sonrojo para el alegato y mucho, infinitamente menos para la acción. No conocemos ningún documento que declare a su portador ciudadano del mundo. Sujeto de leyes, derechos y obligaciones universales. En lugar de eso se siguen expidiendo cartas de identidad nacionales, que perjuran porque prometen una protección que no está en sus manos. Porque nunca un virus ni tampoco el mal viento han respetado frontera alguna.
Sin embargo, nuestra especie pugna por despertar su conciencia. Esta no es la primera vez que ha roto a cantar. Lo hizo tras el inconmensurable horror de la Segunda Guerra Mundial. Entonces, una mujer, Eleanor Roosevelt, supo escucharlo, acogerlo y convertirse ella misma en la persona decisiva para legar a la humanidad lo que sigue siendo nuestro primer referente, nuestro inexcusable horizonte: la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Nuestra especie está cantando. ¿Lo hace lo suficientemente alto? ¿Lo hace lo bastante claro? ¿Qué mujer va a asumir de nuevo el reto de escucharlo?
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