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Prohibido hablar en el metro de Barcelona

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Las 10 de una noche de este verano. Este cronista se retira hacia su casa después de pasear y cenar en torno a la Sagrada Familia. Se alarga hasta el Paseo Sant Joan para tomar el metro de la línea amarilla en la parada de Verdaguer, lo que le evitará la cuesta de llegada al Baix Guinardó, que unos días apetece y otros, no tanto. Sentado en el banco a la espera de la llegada del próximo tren. El altavoz irrumpe en la escena, para proclamar un mensaje pregrabado. Nos recuerda la obligatoriedad de utilizar la mascarilla en el metro y para no dejar nada al azar, enumera las actividades prohibidas: beber, comer y hablar.

Con seguridad ya debía haber escuchado otras veces este mismo mensaje, pero ahora quizás me llega con mayor claridad, tanta como para que motive la existencia de esta crónica ¿Ha dicho prohibido hablar? Sí, eso es lo que se prohíbe. Como si desde el inicio de la pandemia no nos hubiéramos comunicado oralmente a través de la mascarilla sin mayores inconvenientes. Quizás no sea del todo agradable para algunas personas, pero hablar, hablamos.

Quizás esta crónica debiera acabar aquí, sirviendo únicamente de cumplida reseña de que en el metro de la ciudad de Barcelona, se prohíbe hablar. Sin embargo, quizás aparece algún matiz que pueda ser observado. 

Si al hablar existe riesgo de transmisión a través de la mascarilla, ¿por qué no se prohíbe en los comercios, o en la vía pública, o en general, ¿por qué no se prohíbe hablar y así, de paso, queda cumplido el mayor deseo de tantos y tantos gobernantes que siempre han sentido repulsión por la palabra democracia?

La pandemia ha agotado, largamente, nuestra capacidad de sorpresa y hasta nuestra paciencia. Es posible que eso mueva a algunas personas a la desobediencia, y con ella a cometer un claro error: así la situación no mejora en absoluto, sino que empeora. En el lado opuesto, puede haber llevado también a una resignación que literalmente ya "traga con todo". Quizás eso no sea un error, sino algo que puede ser, al menos, tan grave: la renuncia a la ciudadanía.

En el metro de Barcelona se prohíbe hablar, ese mensaje suena y resuena incontables veces, cada día, a lo largo de todas sus estaciones. La memoria, siempre gobernada tan solo por sí misma, trae inmediatamente a la mente el inmortal "No hablaré en clase" (Dagoll Dagom - 1977). Respecto a la buena intención del mensaje, eso quedó definido mucho antes: "El infierno está empedrado de buenas intenciones", atribuida a San Bernardo de Claraval (1090-1153).

 

Este artículo se publica también en https://www.blogdemariamoreno.com/