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Una cara indecisa

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Llega desde la calle la observación de que el fin de la mascarilla no ha sido tan unánime como quizá se esperara, que la cuestión parece andar, cuando menos, repartida. Cada cara es de quien la posee, pero  si se nos permite la licencia de hacer una síntesis imposible, la consecuencia de ese compendio vendría a ser algo así como la presencia de una cara global indecisa. Una cara que duda. Duda acerca de si mantener su protección o, sin más, manifestarse a los cuatro vientos.

No es tarea de un cronista emitir juicios, sea bien concedido que sobran los motivos para preservar el rostro cubierto: la inseguridad general que la covid ha provocado; la propia edad; la edad de los hijos; la de los padres; una vacuna que no acaba de completarse; no tener que andar midiendo metros ni palmos; tener que visitar algún que otro comercio y "para qué ir tirando arriba y abajo del embozo". Razones  absolutamente respetables, de la primera a la última, como lo son cualquier otras que ahora no se han citado. Motivos y razones que también tienen los que lucen su cara desnuda, y a los que también debe rendirse el debido tributo: Una vacuna ya completa; prescindir de lo que ha sido siempre una molestia; la más seguida idea de lo que en ocasiones parece, respecto a que si la autoridad lo dispone, pues alguna razón tendrá; un pensamiento, un tanto más subversivo, que repite que de la covid, con suerte, nos hemos enterado de la mitad de la mitad, o sea "que ya era hora". O la simple y directa: ¿Alguien conoce a alguien a quien la mascarilla le siente bien? "Pues venga, ¡Vamos!, y a otra cosa". 

Un cronista lo es porque pisa la calle. De modo que en la tarde del pasado domingo, segundo día de autos, ha encaminado sus pasos hacia cuanta cara se le ha cruzado. Primero en su propio barrio, el más que desconocido Baix Guinardò. Un barrio que no existió hasta que Gracia, la Sagrada Família, el Camp de l'Arpa y hasta el mismísimo Guinardó, no se lo sacudieron de encima. Con la llegada de la democracia a todos les sobraba. Si bien el desprendimiento no olvidó la apropiación de lo único que podía ser el buque insignia de aquellas calles despreciadas: el conjunto modernista del Hospital de Sant Pau. Con todo, algo había que hacer con aquel conjunto relativamente uniforme de manzanas, y sobre todo con las almas que lo habitaban. La solución fue crear por decreto administrativo el Baix Guinardò, un barrio cuya existencia ignoran cuatro de cada cinco barceloneses, y aún parece generoso el grado de conocimiento otorgado. Quede constancia de que se trata de un barrio familiar y de buen vivir, aunque acusa la presencia de las primeras rampas de la montaña que se alza tras él.

Los primeros pasos en el barrio, marcan un sentido empate en cuanto a la observación de lo que se descubre. Aquí y allá surge una faz rampante, y a su lado otra que sigue anónima. Al lado de la misma familia, con carrito y pequeño infante revoloteando, para la que no parece haber llegado el día 26, aparece otra, donde la covid sí parece ir quedando atrás. Hay mayores prevenidos y otros que deben estar, por lo visto, vacunados y hasta revacunados. Espadas en alto en las primeras notas, pero naturalmente hay que acercarse a Gracia, que como es bien conocido, es "divina", ella sí.

Pero antes hay que recoger si la convivencia se ve quebrada por extraños giros o súbitas paradas, que mal imitando el arte del mismísimo Messi para sacudirse de encima a jugadores contrarios, digamos que tratan de evitar un aire indeseado por cercano. No se producen tales movimientos ni lo harán en toda la tarde. En relación con la presencia de ciudadanos armados con cintas métricas, o cualquier otro instrumento análogo de medición o palmeo (esto es, de medir palmos), pues no se esperaba, francamente. Ni rastro de de ellos en el barrio, tampoco fueron avistados después.

La entrada en Gracia, por la impecable calle de la Encarnación, parecía querer ofrecer el mismo resultado, pero pronto la igualdad se desvanece. Estamos en el lugar de las calles ornamentadas cuando aparecen los más severos calores del verano. Tras atravesarlo casi de punta a punta, parece claro que sus habitantes o, al menos las personas que por él pasean, han decidido que definitivamente no hay cristiano al que la mascarilla le aporte más que engorro, eso sí, una vez llegado el día 26. Y ya estamos a 27.

Gran de Gracia es eso, la calle grande de Gracia, aunque palidece ante cualquiera de las del Ensanche, si bien los domingos, la merced municipal la convierte en peatonal. Ahí sí, se convierte, por momentos, en una auténtica avenida de agradable y suave trote, sobre todo en dirección descendente hacia el Paseo de Gracia. Las notas señalan que ya escasamente serán a lo sumo un tercio o un cuarto los cubiertos, quizá porque la ausencia de tráfico permite guardar todas las distancias habidas y por haber. 

Es obvio, hay que alcanzar el Paseo de Gracia, hoy más comercial que señorial, (y rogamos perdón, entre otras, a La Pedrera y a la Casa Batlló). Una avenida antaño plagada de turistas tan denostados un año, como echados en falta al siguiente, demostrando una vez más las paradojas a las que conduce no saber de qué se está hablando.

El Paseo de Gracia origina un descenso realmente notable de adminículos protectores. No cabe alegar una masiva presencia de foráneos inconscientes, dado que como es sabido apenas se están empezando a hacer notar. Pero, al cabo, el Paseo de Gracia quizás ya no sea lo que era. ¿Qué estará pasando en su calle vecina? Que esta si conserva señorío y gravosas (o gravosísimas) terrazas. Naturalmente se trata de la Rambla de Catalunya, de siempre poseedora de unos de los metros cuadrados más caros de la ciudad (sino directamente los más). Pues el señorío, demostrando su poder y capricho, opta por lo mismo: claramente escasean las mascarillas. 

Se dirá que todavía faltaría atravesar la Plaza Catalunya y adentrarse en las Ramblas, santo y seña de Barcelona hasta que, parece claro, dejó de serlo. Esto último no deja de ser obvio, ¿Cómo va a ser lo mismo sin el Capítol en su cabecera? Era solo un teatro, pero ahí actuó en repetidas ocasiones Pepe Rubianes, y quizás con eso ya queda dicho todo.

Sin pasear por este último trecho, este cronista da por concluido su observador peregrinaje. La escritura de estas palabras le aguardan. Narrar lo percibido es su tarea, pero siendo la ocasión la que es, sea demandada una nueva y última licencia, para celebrar la absoluta convivencia entre los más prevenidos y los más expuestos. Con ello rendir homenaje a la gente que pisa la calle, la de aquí y la de allá, porque es esa gente la que hace las cosas, y es la única que sabe ser constructora de comunidad, de espacios donde los seres humanos, justamente, expresan su humanidad.

 

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