Una de las pandemias es digital
Refugiarnos en las redes nos hace potencialmente más vulnerables en lo personal y en lo social.
La comunicación digital está siendo como un bote salvavidas durante el confinamiento masivo que ha provocado la covid-19. Los bits han reemplazado a muchos átomos; lo virtual, a lo presencial. Hay quien ya aprovecha la circunstancia para proponer una nueva normalidad basada en lo digital, convirtiendo en normales prácticas adoptadas en el estado de emergencia.
Una muestra: en un artículo de la revista Telos se afirma que el uso de las nuevas tecnologías “ha quedado consagrado de forma definitiva”, ya que “seguirán siendo imprescindibles para abordar nuestro nuevo futuro, incluso en circunstancias normales”. Es una afirmación que no puede aceptarse al pie de la letra.
Hay quien propone una nueva normalidad basada en lo digital
Es urgente contar con una gobernanza tecnológica eficaz
Antes del la covid-19 tomaba fuerza una reacción (techlash) a los excesos de un sector tecnológico que ha crecido sin apenas regulación ni control democráticos y con consecuencias no deseables como la desmedida acumulación de poder, la erosión de la privacidad, el consentimiento a la difusión de campañas de fake news y de contenidos antidemocráticos o de odio, así como el uso deliberado de técnicas y métodos para maximizar el engagement de los usuarios hasta el punto de bordear la adicción. La conmoción de la crisis sanitaria no debiera hacer olvidar estos antecedentes. La nueva normalidad será más digital, pero se necesita un debate urgente digital que resulte en prácticas eficaces de gobernanza tecnológica.
La necesidad de datos geolocalizados para minimizar la extensión de la pandemia, por ejemplo, ha evidenciado que Google dispone de mejor información que las Administraciones públicas acerca de los movimientos de los ciudadanos. Es algo que genera tanta inquietud como la posibilidad de que fueran los gobiernos los que, como en el caso de China, dispusieran de la capacidad de control que esa información les permitiría.
Por otro lado, resulta tendencioso considerar, como se hace desde Telos, que el coronavirus ha actuado como una vacuna para afrontar la normalización digital, sugiriendo que los recelos previos hacia la digitalización serían una patología contra la que el confinamiento habría inmunizado.
Es mejor el planteamiento inverso. El confinamiento ha debilitado las defensas personales y sociales contra una pandemia tecnológica que se inició hace más de tres décadas. Hay, como es obvio, diferencias relevantes entre ambas pandemias, pero también similitudes que considerar.
La viralidad como aspiración
Los gráficos con datos del número de contagiados por la covid-19 tienen una apariencia similar a los que reflejan la evolución en el tiempo del número mundial de usuarios de Internet o de las redes sociales. Eso se debe a que las ofertas tecnológicas de éxito se propagan en red por un mecanismo viral. De hecho, la viralidad ha sido una aspiración explícita tanto de start-ups tecnológicas como de productores de contenidos en red. Quizá ahora deje de serlo.
Google sabe más de los ciudadanos que los gobiernos
En la Red, lo superficial arrolla con facilidad a lo sustantivo
La viralidad, sea biológica o tecnológica, se basa en explotar una vulnerabilidad en el organismo al que se contamina. Por eso es habitual que la propaganda tecnológica argumente de forma persuasiva cómo el uso de tal o cual producto podría tener un enorme impacto positivo. Pero, como la consultora Gartner recoge en sus diagramas de hype cycle, al pico de expectativas sobredimensionadas sigue, a menudo, un abismo de desilusión. “Nos prometisteis coches voladores pero nos habéis dado 140 caracteres”, se lamentaba Peter Thiel, un reputado inversor tecnológico.
Utopía
Las empresas tecnológicas son conscientes de su hype. Es fácil comprobar que muchas licencias de tecnología estipulen que sus productos o servicios se ofrecen tal cual, sin garantía alguna de que sean adecuados para nada en concreto, declinando a la vez toda responsabilidad derivada de su uso. No podemos reclamar a Google, por ejemplo, si una búsqueda no arroja los resultados como esperábamos.
Es más; hay una tendencia a considerar que son los usuarios los que deben adaptarse a las tecnologías, no a la inversa. En la década de 1990 se auguraba que Internet catalizaría una sociedad de la información y el conocimiento, una utopía a la que muchos nos apuntamos. Solo mucho más tarde caímos en la cuenta de que al no haberse previsto un marco de gobernanza adecuado, una herramienta diseñada para acceder y publicar cualquier información abría también la puerta a contenidos irrelevantes, engañosos o fraudulentos.
En este sentido, la web ha evolucionado según cabría haber esperado. Y, sin embargo, en ocasión de su 30 aniversario, su inventor, Sir Tim Berrners-Lee, sostenía: “Es el mundo el que está fallando a la web”. Es una muestra de que el talento tecnológico no siempre va acompañado de sensibilidad social.
Otra faceta de la pandemia digital es su influencia en los hábitos de las personas. Como resulta fácil acceder a cualquier información, nos convertimos en Diógenes digitales, almacenando miles de documentos "por si acaso” nos hicieran falta alguna vez. Nos dejamos llevar en modo zombi por los contenidos de un YouTube que se ha convertido en un succionador de atención y tiempo, porque esa es precisamente la base de su modelo de negocio. La cantidad digital arrolla fácilmente a la calidad, lo superficial a lo sustantivo.
Puntos vulnerables
La seducción de lo digital explota otros puntos vulnerables. El famoso FOMO (fear of missing out, el miedo a perdernos algo) lleva a consultar el smartphone de forma compulsiva y a permitir alarmas continuas que dificultan nuestra concentración. El impulso al parloteo en las redes y en los grupos de Whatsapp. La tentación de la comodidad de comprar en Amazon el libro que podríamos conseguir en la librería de la esquina; o de pedir a Glovo que nos envíe un rider, porque a ver quién sale a la calle con ese frío o esa lluvia. La ostentación de narcisismo de quien exhibe su vida privada en Instagram o sus ocurrencias en Twitter. Todas estas tentaciones, y no son las únicas, debilitan la conciencia y la voluntad. Son consecuencias de una pandemia digital que no apunta al físico, sino a la conciencia. Me hace recordar el “Todo esto te daré si te postras y me adoras” del Evangelio (Mateo 4:9-11).
Hay un motivo adicional para tomar conciencia acerca de la pandemia digital. En enero de este año, un informe reciente del World Economic Forum consideraba la eventualidad de una infección contagiosa de probabilidad moderada e impacto medio-alto. Y es menor en ambos parámetros que el riesgo de un ciberataque masivo. Hemos descubierto a la fuerza las consecuencias de ignorar el riesgo de una pandemia biológica. Deberíamos estar avisados: refugiarnos en lo digital nos hace potencialmente más vulnerables. En lo personal y en lo social.