Reformas valientes y cohesión social
Frente a la crisis de la zona euro, François Hollande ha considerado que la defensa del crédito de Francia no le dejaba otra opción que el rigor. Este objetivo se ha cumplido: el país financia su deuda a un coste menor. Sin embargo, no ha habido esa reactivación europea que debía compensar el efecto recesivo de esa política. Y la acomodaticia política monetaria llevada a cabo por el Banco Central Europeo, si bien nos ha evitado lo peor, no ha tenido, hasta el momento, resultados tangibles en el plano de la actividad. El aumento del índice CAC 40 de la Bolsa de París parece dejarse engañar por una nueva burbuja, alimentada por unas liquideces que, a falta de perspectivas, no logran invertirse en la economía real.
Ida y vuelta. Hace tan solo unos meses, tras las medidas fiscales adoptadas por el nuevo Gobierno, los despachos de abogados especializados estaban —así nos lo aseguraban numerosos medios de información— asediados por peticiones de deslocalización fiscal procedentes de empresarios exitosos y de ricos herederos. Ahora que la transparencia se está convirtiendo en norma, parece estar generándose un movimiento inverso. Los exiliados fiscales temen ser víctimas de las nuevas reglas de intercambio de información que se van a imponer a aquellos países hasta ahora adeptos al secreto bancario. De repente, se multiplican las peticiones de repatriación con la esperanza de beneficiarse de la benevolencia del fisco anticipándose a su llamada…
Los mismos que nos explicaban ayer que las fortunas estaban obligadas a irse de Francia por los excesivos gravámenes impuestos por el Gobierno, invitan ahora a los poderes públicos a mostrarse benevolentes con las ovejas descarriadas que vuelven al redil. Demos, pues, muestras de benevolencia, siempre que se respete el principio según el cual ninguna delincuencia, incluida la de cuello blanco, debe ser jamás recompensada. Nuestros exiliados deben pagar lo que habrían tenido que pagar, incluyendo las penalizaciones. Ni más ni menos.
Matices. Admitamos que hay que actuar para que nuestro gasto público vuelva a una trayectoria sostenible. Admitamos que es prioritario actuar sobre la protección social (32% del PIB). ¿Ello significa que se deba cortar por lo sano y renunciar a un modelo social que ha permitido que las personas mayores salgan de la miseria y que garantiza una sanidad de alta calidad para todos? La respuesta es no. Paradójicamente, la crisis y el paro, lejos de reforzar la solidaridad, permiten a una parte de la patronal y de la oposición, con la que se turnan muchos comunicadores económicos, explicarnos que hemos entrado en otro mundo, que hay que cuestionar todo y renunciar a los logros adquiridos. Es un discurso que no responde a ninguna necesidad económica objetiva, pero que utiliza el pretexto del ascenso de los países emergentes para justificar una política de revancha social.
Quienes reclaman que se lleven a cabo “reformas valientes” —entiéndase por ello el cuestionamiento de las garantías adquiridas a lo largo de los años por los asalariados— son los primeros en exigir menos impuestos para los más ricos. ¿Y si la consecuencia del ascenso de los emergentes fuera, precisamente, que no podemos permitirnos ricos tan ricos?, ¿y que la prioridad, en interés de todos, fuera en primer lugar defender una cohesión social muy debilitada por cuarenta años de paro masivo?
Hay que optimizar los gastos en sanidad y adaptar el sistema de jubilaciones a las evoluciones económicas y demográficas. Pero en lugar de limitar el acceso a la sanidad a quienes menos tienen, actuemos para racionalizar la estructura de la oferta. Y si mañana tenemos que trabajar más tiempo, preocupémonos por garantizar el equilibrio del sistema de jubilaciones a través de unas normas equitativas, transparentes, negociadas y reversibles, sin ajustes brutales.