Parece mentira que con la murga que nos dan casi a diario con los indicadores económicos esas cifras contengan tantos fallos en la cuantificación de la actividad. Si cogemos el indicador supremo, el producto interior bruto (PIB), que mide el valor de los bienes y servicios producidos en un país en un año, nos encontramos que incluye los típicos errores estadísticos en la elaboración y en su interpretación. Pero, además, este indicador deja fuera actividades como la economía sumergida, la autoproducción, el trabajo voluntario, los trabajos domésticos, los cuidados, el trueque, los favores, la segunda mano, etc.
Más triste todavía resulta que al PIB no le importe el carácter social de los bienes y servicios producidos ni el impacto ecológico que generan. El PIB quiere más y no importa cómo se consiga ese más. Cuenta igual el gasto en educación que el gasto militar. Y cuando un determinado producto llega a las estanterías del supermercado, su precio no incluye el efecto negativo generado en la sobreexplotación de las materias primas, ni el de la contaminación de su fabricación, ni el uso de combustibles...